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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (61 page)

BOOK: El consejo de hierro
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»Lucharon como leones. Avanzaron en formación, disparando, con sus vestidos. —Se echó a reír con un instante de genuino placer—. Atacaron sin parar, arrojando sus granadas. Con las faldas al viento, con lápiz de labios y pólvora, mandaron a los milicianos al Infierno. Llevaban días sin comer otra cosa que pan rancio y carne de rata, pero lucharon como gladiadores de Shankell. La milicia tuvo que usar motocañones para acabar con ellos. Y cayeron gritando y besándose. —Parpadeó de nuevo, muchas veces.

»Pero no pudieron resistir. Los novistas cayeron. Petron y los demás. La milicia entró. Hubo algunos conatos de resistencia en las calles, pero Aullido ha caído. Hoy ha llegado el último globo. —Aullido había soltado flotadores de cristal sellado en el río para que la corriente del Alquitrán los arrastrara más allá de la isla Strack, hasta que las barcazas y los caballos barreros los pescaran y sacaran los mensajes.

»Lo he intentado, Judah, sinceramente te lo digo, aunque tu plan es una locura. Pero no hay ni un hombre de sobra. Todo el mundo está protegiendo al Colectivo. No les culpo, y voy a unirme a ellos. Nos quedan un par de semanas, nada más.

Madeleina parecía estar sufriendo una auténtica agonía, pero no dijo nada.

—No puedo ayudaros, Judah —continuó Curdin—. Pero te diré algo. Cuando te marchaste y empezaron a correr rumores sobre la razón, pensé que eras… no un loco, un estúpido. Un hombre muy estúpido. Nunca creí que pudieras encontrar al Consejo de Hierro. Yo hubiera apostado a que había desaparecido hacía tiempo y ya no quedaba de él más que un tren oxidado en medio del desierto. Lleno de esqueletos.

»Estaba equivocado, Judah. Y tú, y todos vosotros, habéis hecho algo que yo nunca podría haber conseguido. No diré que el Colectivo existe gracias a vosotros, porque no sería cierto. Lo único que digo es que la noticia de que el Consejo de Hierro se acercaba… bueno, cambió las cosas. Aun cuando pensamos que no era más que un rumor, aunque yo mismo creía que no era más que un mito, fue como si algo… algo fuera diferente. Puede que nos enteráramos un poco pronto de vuestra llegada. Puede que sea eso lo que ha ocurrido. Pero cambió las cosas.

»Pero no termino de confiar en ti, Judah. Oh, dioses, no me malinterpretes, no estoy diciendo que seas un traidor. Siempre nos has ayudado, con tus gólems, con dinero…, pero lo mirabas todo desde fuera. Como si todos tuviésemos que agradarte. Y eso no está bien, Judah.

»Te deseo suerte. Si estás en lo cierto, y puede que sea así, será mejor para todos que ganes. Pero no voy a luchar contigo. Yo lucho por el Colectivo. Si tú ganas y el Colectivo pierde, no quiero seguir viviendo. —Aunque sin duda era una exageración, Cutter se irguió al escuchar estas palabras en señal de respeto.

—¿Cómo vas ha hacerlo, Judah?

Judah apretó los labios.

—Tendré algo preparado —dijo.

—¿El qué?

—Algo. Y hay alguien aquí que sabe lo que hay que hacer. Que conoce la magia de Tesh.

—Yo, yo —dijo Qurabin de repente y en voz alta—. El Momento al que sirvo me revelará cosas. Me ayudará. Es una cosa de Tesh. Mi Momento sabe a qué dioses invocará el cónsul.

—¿Cónsul? —dijo Madeleina, y cuando Judah le contó que Espiral Jacobs era el embajador de Tesh, Curdin se echó a reír. Una risa desagradable.

—Vuestro teshi sabrá lo que hay que hacer, ¿no? —Curdin se adelantó torpemente, caminando sobre sus cuatro piernas—. Vas a morir, Judah —dijo. Había auténtico pesar en su voz—. Si estás en lo cierto, vas a morir. Buena suerte.

Curdin les estrechó la mano a todos y se marchó. Madeleina se fue con él.

29

Aunque era invierno, la temperatura había ascendido de repente. «Sorprendente» no era la palabra: era algo extraño, como si la ciudad estuviera exhalando. Un calor que parecía brotado de las entrañas invadió las calles. El grupo fue con Toro.

Durante dos noches recorrieron las calles, siguiendo a Ori, que se detenía y miraba fijamente todas las pintadas. La inquietud de Qurabin se volvió animal. Toro pasaba un dedo por las marcas de Espiral, encontraba algún signo, asentía y bajaba la cabeza, embestía y desaparecía durante largos minutos, y al fin regresaba y sacudía la cabeza:

—No, ni rastro.

Una vez no pudo encontrarlo; otra, lo encontró, pero en el extremo norte de la ciudad, en el silencio de la colina de la Bandera, grabando sus marcas en las paredes, tan poco asustado por su presencia como siempre. Los demás no podían llegar hasta allí. Ori siguió a Espiral Jacobs por toda la ciudad, pero hasta que no regresara al cabildo de la Perrera, solo él podría alcanzarlo, y Ori no podía hacer nada por sí solo.

Todos los días habían de vivir con la idea de que el agente de la destrucción de la ciudad estaba libre, de que no podían tocarlo. Cuando podían, trataban de proteger las calles del Colectivo. Desde la orilla del río presenciaron la batalla entre dos trenes que viajaban paralelamente por la línea Dexter, uno colectivista y otro de la milicia, intercambiando tiros por las ventanas.

Hubo una incursión relámpago de dirigibles que esparcieron panfletos sobre ellos. M
IEMBROS DEL AUTODENOMINADO
«­C
OLECTIVO»
, decían. E
L GOBIERNO DEL ALCALDE
T
RIESTI NO TOLERARÁ LOS ASESINATOS MASIVOS Y LA CARNICERÍA QUE HABÉIS DESENCADENADO SOBRE
N
UEVA
C
ROBUZÓN.
D
ESPUÉS DEL CRIMEN DE LA TORRE DE
B
ARRACÁN, TODOS AQUELLOS CIUDADANOS QUE NO PROCUREN FUGARSE ACTIVAMENTE SERÁN CONSIDERADOS CÓMPLICES DE LOS DESPRECIABLES ACTOS DE VUESTROS COMITÉS.
E
NTREGAOS A LA MILICIA CON LOS BRAZOS EN ALTO Y DICIENDO QUE QUERÉIS RENDIROS
, etcétera.

La tercera noche. Allí estaban, en las calles, entre cientos de colectivistas, una última oleada de movilización de todas las razas. Pequeños alfilerazos de magia, prestidigitaciones de luz, aves ilusorias hechas de resplandor creadas por cromotaumaturgia. Los rebeldes convirtieron la noche en un carnaval, como había sido una vez.

Por todas partes la gente corría, empujada por la noticia de una incursión de la milicia, un momento de pánico, un rumor, nada. Bebían, comían la poca y repulsiva comida que habían conseguido o introducido de contrabando entre las líneas milicianas. Reinaba un sentimiento milenarista. Los bebedores brindaban con Judah y Toro y Cutter y los demás al verlos pasar bajo la luz incierta de las farolas de gas, levantando jarras de licor casero y cerveza y aclamándolos en el nombre del Colectivo.

Qurabin gemía. En voz baja, pero siempre audible.

Pasaron por el cruce de Bohrum, cuyas casas convergían formando un triángulo de arquitectura antigua, junto a fuentes secas en las que los huérfanos de la guerra jugaban a alguna tontería y le ataban casquillos de bala a un perro que estaba demasiado enfermo para comérselo. Toro caminaba sin hacer esfuerzos por ocultarse, y los niños los señalaban y vitoreaban.

—¡Eh, Toro, eh, Toro!, ¿qué vas a hacer? ¿A quién vas a matar? —Cutter ignoraba si pensaban que Ori era solo un hombre con un extraño uniforme o creían que habían visto al famoso bandido aquella noche. Puede que en el exotismo del Colectivo, los dioses y las rarezas arcanas no fueran dignas de asombro.

Rahul caminaba con andares de saurio, y un cuchillo en cada una de sus manos humanas, mascando con sus musculosas mandíbulas de reptil.

—Vamos vamos —decía Qurabin.

Ante cada pared con una pintada Ori se detenía y miraba fijamente con sus refulgentes ojos de Toro. Con un gruñido esforzado, enderezaba las piernas, asomaba a la nada y volvía a aparecer, atravesando un nuevo desgarro a pocos pasos de allí, tan rápido que Cutter creía a veces que sus pies no habían desaparecido aún del primero cuando su cabeza reaparecía a pocos metros de distancia.

—Está aquí —dijo Ori esta vez—. Estación Trauka. Vamos.

A poco más de un kilómetro de allí. Siguiendo el muro que delimitaba la ribera, pasaron por los mercados vacíos, donde aún se levantaban los integumentos de los puestos, costillas de metal pegadas unas a otras, un rebaño de esqueletos. Se aproximaron a Trauka por callejuelas con una fea mezcolanza de arquitecturas, bajo pintadas que proclamaban «territorio del Colectivo», o «que te jodan, Stem Fulcher». Una de estas últimas estaba tachada y a su lado, escrita por una mano diferente, había otra que le respondía «hecho, colega». Toro desaparecía, reaparecía a una calle de distancia, los llamaba con gestos, perforaba la piel de la realidad para asegurarse del camino que seguía su presa, regresaba con el grupo para guiarlo. Como si estuvieran siguiendo a una docena de hombres idénticos con máscara de toro por la ciudad.

El humo y la sangre de milagrosos colores que resbalaba por el casco de Toro eran densos; la cornamenta emitía chispas como si estuviera friccionándola contra algo. Tanta violencia contra la ontología estaba poniendo a prueba los límites de los circuitos taumatúrgicos.

—Vamos —dijo Toro de nuevo, y los llamó con un gesto—. Justo ahí, dos esquinas más allá, izquierda e izquierda otra vez, está moviéndose, vamos.

Judah se detuvo y colocó rápidamente los conductores cerámicos y un embudo en la parte más oscura de un callejón de ladrillos. Hubo un chasquido taumatúrgico. Susurró una invocación… No, no era una invocación —le había explicado a Cutter que la diferencia era crucial— no una invocación sino una creación, una constitución de materia o ideomateria. Cutter observó a Judah mientras este iba reuniendo la energía. Sintió cómo reptaba el asombro por su propia piel al contemplar al hombre por el que sentía y siempre había sentido un sentimiento tan animal, seguramente el golemista más poderoso de Nueva Crobuzón, un mago autodidacto.

La oscuridad se extendió. El mecanismo de Judah succionaba las sombras. Un plasma tenebroso empezó a desplazarse; se arrastraba como una manta lenta y resentida, una nube de no-luz hecha de sombras, y como una corriente de agua hundiéndose en un sumidero, las tinieblas penetraron girando en el cono, condensándose, oscureciéndose a medida que avanzaban. Los ladrillos que habían abandonado eran una catástrofe de la física, algo totalmente antinatural. No incidía la menor luz sobre ellos, pero con la desaparición de la oscuridad eran claramente visibles, como si los iluminara una luz severa, pero sin color, de un gris perfectamente delimitado. El callejón sin salida se había convertido en un imposible: una visibilidad incolora e iniluminadaen medio de una oscuridad absoluta.

Las sombras brotaron por la boca del embudo y adoptaron una forma que era algo a medio camino entre un cuerpo y un charco de aceite, una presencia hecha de oscuridad, carente de solidez pero profundamente presente.
Dioses, ¿es esto lo que fuiste a buscar a tu estudio
?, pensó Cutter. Había visto a Judah dar vida a centenares de gólems. Pero nunca a uno tan incorpóreo. Judah alzó las manos. El gólem de oscuridad se levantó. Casi tres metros de silueta. Salió a la noche y se volvió medio visible, una sombra entre las sombras, moviéndose como un hombre.

Judah recogió sus instrumentos y susurró:

—¡Vamos!

Echó a correr, y sus compañeros, aturdidos por lo que habían visto, dejaron que pasara un instante antes de recobrar las energías. Junto a él, avanzando con zancadas totalmente silenciosas, se encontraba el gólem, como un gorila hecho de sombras.

A la izquierda y a la izquierda. Por callejones dominados por estalagmitas de mampostería oscura, ventanas sin puertas, acantilados de ladrillo y argamasa que parecían un atisbo de algo inacabado, la tierra detrás de las fachadas.

Toro corría delante de ellos. Uno de sus cuernos estaba cubierto de fuego y vibraba. Les llamó, pero su voz fue engullida por la trepidación del casco, el zumbido, el chisporroteo de los cuernos. Chillando, con el metal de su casco ardiendo, Ori buscó las correas a tientas. Tras un forcejeo momentáneo, logró quitárselo y enderezó la espalda. Tenía el rostro empapado de sudor.

—¡Allí! —señaló.

Había un viejo al otro extremo de la calle, observándolos, con un pincel húmedo en la mano. Se volvió y se alejó corriendo con torpeza hacia la esquina más próxima. Espiral Jacobs.

—¡No lo perdáis de vista! —gritó Ori y corrió tras él, dejando abandonado el casco envuelto en llamas azules. Cutter vio que los ojos de cristal taumatúrgico se agrietaban y el fuego emitía extraños colores y chispas mientras el calor arcano iba devorando el metal. Ya no parecía la cabeza de una estatua sino un cráneo, un cráneo bovino envuelto en llamas.

Trataron de alcanzar a Ori, que corría como si la fuerza de Toro siguiera aún en su interior.

—No paréis, cogedlo —les gritaba.

En los límites de su campo de visión, donde el giro a la izquierda ocultaba la alargada avenida, Jacobs se movía velozmente a pesar de su edad y de sus andares. Judah y Cutter seguían a Ori, secundados por las oscuras zancadas del gólem, y seguidos por Drogon y los demás en orden cambiante. La calle estaba llena de ecos, del ruido de sus pies. No había más sonidos. Ni las detonaciones de la guerra, ni las bocinas, ni los ruidos del Colectivo o de la ciudad del Alcalde. Solo pasos sobre los ladrillos húmedos.

—¿Adonde va? —gritó Ori. Cutter se volvió y vio que Rahul, que corría dos o tres segundos por detrás, desaparecía momentáneamente al otro lado del recodo y no volvía a aparecer. ¿Dónde estaba? La reconfiguración de Jacobs lo había dejado atrás, en algún otro lugar de Nueva Crobuzón; al doblar la esquina se encontraría saben los dioses dónde.

Jacobs seguía corriendo y, ¿qué era aquello? ¿Riéndose? Aceleraron un poco más y entonces, sobre los tejados volvieron la luz y el sonido. De repente Drogon pareció frenarse, y Jacobs dejó de correr, con el pincel húmedo en la mano, y la avenida terminó y el eco de sus pasos desapareció de repente al emerger a un claro. Sus perseguidores corrieron tras él. Se encontraban bajo un viento helado, de nuevo en la ciudad, al otro lado de aquella imposible avenida.

Rahul había desaparecido, y también Drogon. Habían tropezado y se habían perdido en algún lugar de la geografía errante. Cutter se adelantó. Judah avanzó, acompañado por su gólem de oscuridad, paso a paso. A varios metros de distancia se encontraba Espiral Jacobs. Ni siquiera estaba mirándolos.

¿Dónde estaban? Cutter buscó la luna. Miró entre las torres y las paredes. Estaba medio enclaustrado. Luchó por encontrar sentido a lo que veía: un monolito terminado en punta, y luego otro, y allí un minarete, y allá otro, mucho más grueso y tachonado de luces, y sobre ellos las enormes siluetas de las aeronaves. Habían salido del Colectivo.

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