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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (63 page)

BOOK: El consejo de hierro
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Caminaron por una amplia extensión de vía sin reclamar, entre escombros de los que emergían las tuberías de las chimeneas, como curiosos asomando la cabeza, hasta encontrarse con los montones de escombros que bloqueaban los raíles. Había antorchas. Abajo, en los callejones, arreciaba la lucha, una incursión de la milicia que había obligado a los colectivistas a retroceder algunas calles, disparando desde los kioscos callejeros, los puestos de voxiteradores y desde detrás de los pilares de hierro.

Un tren militar se aproximaba desde el otro lado de la barricada: se veían sus luces y sus vapores. Disparaba sin dejar de moverse, sembrando de obuses las filas de los milicianos. Venía desde el sur, desde los muelles de Arboleda.

—¡Alto ahí, cabrones! —dijo una voz desde la barricada. Cutter estaba preparado para suplicar que les dejaran pasar, pero Judah, saliendo de su estupor, habló con voz poderosa.

—¿Sabes con quién estás hablando, chaver? Déjame pasar ahora mismo. Soy Judah Low. Soy Judah Low.

La casera de Ori les dejó pasar.

—No sé si volverá —dijo Cutter, y ella apartó la mirada y apretó sus verdes labios, asintió.

—Ya limpiaré luego —dijo—. Es un buen chico. Me gusta. Sus amigos están aquí.

Curdin y Madeleina estaban en el cuarto de Ori. Madeleina tenía lágrimas en la cara. Estaba sentada junto a la cama, sin hacer el menor ruido. Curdin estaba tumbado en la cama, sobre un colchón empapado de sangre. Estaba sudando.

—¿Nos hemos salvado? —dijo al ver a Judah y a Cutter. No esperó a que le respondieran—. Las cosas están poniéndose bastante mal por aquí. —Se sentaron a su lado. Judah apoyó la cabeza entre las manos—. Teníamos algunos rehenes, sacerdotes, miembro del Parlamento, gente del Sol Grueso, el partido del Alcalde. Y la muchedumbre… La cosa se puso fea. —Sacudió la cabeza.

»Ha muerto, o está muriendo —dijo. Se dio unas palmadas en las piernas traseras—. Este. El hombre de mi interior. Esto ha sido lo peor. —Entrelazó su propia pierna con una de las traseras, que estaban flaccidas.

»A veces parecía que quería ir a otra parte. Tengo un bulto en el vientre. Me pregunto si era un hombre muerto o lo dejaron vivo ahí dentro. Si su cerebro está ahí, en la oscuridad. Se habrá vuelto loco, ¿no? La mitad de mí estaba muerta o loca. He sido algo así como una prisión.

Tosió: había sangre. Nadie habló durante un buen rato.

—Ojalá… En serio, ojalá hubierais estado allí los primeros días. —Miró al techo—. No sabíamos lo que estábamos haciendo. La gente de la calle iba mucho más deprisa que el Caucus. Hasta hubo milicianos que se pasaron a nuestro bando. Tuvimos que correr para alcanzar a la gente.

»Se celebraban mítines y acudían centenares de personas. Los cactos acordaron mostrarle a la gente el interior del Invernadero. No diré que todo lo que hicimos estuvo bien, porque no sería verdad. Pero estábamos intentándolo.

De nuevo silencio. Madeleina no apartó los ojos de su rostro.

—El caos. Los concesionistas querían reunirse con el Alcalde, los pacifistas querían la paz a cualquier precio. Los Victorianos vociferaban que había que aplastar a Tesh: pensaban que la ciudad se había vuelto pusilánime. Había un núcleo del Caucus. Y provocadores. —Sonrió—. Teníamos planes. Cometimos errores. Cuando tomamos los bancos, el Caucus no se mostró lo bastante firme o nos equivocamos, porque al final acabamos pidiendo pequeñas cantidades, prestadas, y encima por favor. Aunque se tratase de nuestro dinero.

Estuvo tanto tiempo en silencio que Cutter pensó que había muerto.

—Al principio era otra cosa —dijo—. Ojalá lo hubierais visto. ¿Dónde ha ido Rahul? Quería contárselo.

»Bueno, él o ellos verán también muchas cosas, supongo. Todavía vienen, ¿no? Los dioses saben a qué tendrán que enfrentarse. —Se estremeció como si se riera, aunque no emitió el menor sonido—. La milicia debe de saber que el Consejo de Hierro se aproxima. Me alegro de que sea así. Solo siento que sea más tarde de lo que nos habría gustado. Estábamos pensando en ellos cuando hicimos lo que hicimos. Espero que les hagamos sentir orgullosos.

Al mediodía estaba en coma. Madeleina se quedó a cuidarlo.

Dijo:

—Trató de impedir que la muchedumbre se vengara de los rehenes. Trató de interponerse.

—Escúchame —dijo Judah a Cutter. Estaban en el pasillo. La incertidumbre de Judah había desaparecido del todo. Parecía tan duro como uno de sus gólems de hierro—. El Colectivo ha muerto. No, escucha, guarda silencio. Está muerto, y si el Consejo de Hierro viene aquí, morirá también. No tienen ninguna posibilidad. La milicia se situará en las fronteras, alrededor de las vías. Se limitarán a esperar. Para cuando el Consejo llegue aquí… ¿cuánto habrá pasado, cuatro semanas como mínimo? El Colectivo habrá desaparecido. Y la milicia utilizará todo su poder para destruir al Consejo de Hierro.

»Cutter. No pienso permitírselo. No pienso hacerlo. Escúchame. Tienes que decírselo. Tienes que regresar y decírselo. Tienen que marcharse. Que se dirijan al norte, que busquen un paso por las montañas. No lo sé. Puede que tengan que abandonar el tren, convertirse en librehechos. Lo que sea. Pero no pueden venir a la ciudad.

»Cállate. —Cutter se disponía a hablar pero cerró la boca. Nunca había visto a Judah así: su beatífica calma había desaparecido, y solo quedaba algo duro como la roca—. Calla y escucha. Tienes que irte ahora mismo. Sal de la ciudad como puedas, joder, Y encuéntralos. Si Rahul o Drogon o cualquier otro regresa, los enviaré a buscarte. Pero, Cutter, tienes que impedir que venga el tren.

—¿Y tú?

El rostro de Judah estaba inmóvil. Parecía triste.

—Es posible que fracases, Cutter. Y en ese caso puede, solo puede, que sea capaz de hacer algo.

—Ya sabes cómo se usan los espejos, ¿no? ¿Lo recuerdas? Porque esos milicianos… Han conseguido atravesar la zona cacotópica. Alcanzarán al Consejo. Y no estoy seguro, pero apuesto algo a que sé quienes son. Alguien lo bastante duro como para enfrentarse a nosotros y al mismo tiempo lo bastante rápido como para alcanzarnos. Si estoy en lo cierto, tendrás que hacer lo que puedas, Cutter. Tendrás que enseñarle al Consejo a manejarlos.
Por mí, Cutter
.

—¿Y tú? ¿Qué vas a hacer tú mientras yo estoy tratando de convencer al maldito Consejo?

—Ya te lo he dicho. Tengo una idea… un plan de emergencia. Un último plan. Porque, por Jabber y por los dioses y por todo, Cutter, no pienso permitir que ocurra esto. Detenlos. Pero si no puedes, yo estaré aquí, con mi plan. Hazlo por mí, Cutter.

Bastardo
, pensó Cutter, tratando de decir algo.
Cómo puedes decirme eso, bastardo. Sabes lo que eres para mí. Bastardo
. Sentía el pecho vacío, sentía como si estuviera desplomándose por dentro, como si sus putas entrañas estuvieran tratando de estirarse para tocar a Judah.

—Te quiero, Judah —dijo. Apartó la mirada—. Te quiero. Haré lo que pueda. —
Te quiero tanto, Judah. Moriría por ti
. Llorósin sollozos ni sonidos, furioso consigo mismo, tratando de contenerse.

Judah lo besó. Judah se puso derecho, bondadoso, implacable, cogió delicadamente la barbilla de Cutter y le levantó la cabeza. Cutter vio las manchas de humedad del papel de las paredes, el marco de la puerta, miró la figura delgada y grisácea de Judah, su fino rostro. Judah lo besó y Cutter escuchó un sonido procedente de su propia garganta y se enfureció consigo mismo y luego con Judah, pensó o trató de pensar en medio del beso, pero no pudo lograrlo. Haría lo que Judah le pidiese.
Te
amo, Judah
.

Novena Parte
Sonido y luz
31

Un dirigible volaba a gran velocidad. El viento y su motor lo impulsaban sobre fragmentos de roca. Los pueblos fantasma que sobrevolaba, los recuerdos del florecimiento del ferrocarril, eran como las manchas descoloridas de los heliotipos. Cutter miraba desde la pequeña cabina.

El Colectivo había conseguido sacarlo de la ciudad. Primero habían soltado dos globos señuelo, y mientras la milicia los atacaba, el dirigible había emprendido el vuelo. El piloto volaba tan bajo que tuvieron que sortear las torres-bloque. La nave había atajado entre las chimeneas de las fábricas de los barrios bajos y había despistado a las flotas de cazadores.

Viajaban con miedo a los aeropiratas, pero aparte de las estúpidas agresiones de los alagith y de algunos dracos forasteros, nadie los atacó en las tierras salvajes. Cutter pasaba todo el tiempo pensando en Judah. En su interior se movía un rompecabezas de cólera, y una necesidad de un tipo que era incapaz de exorcizar.

—Ten cuidado, Cutter —le había dicho Judah antes de separarse, y lo había abrazado. No le dijo lo que iba a hacer ni por qué se quedaba—. Tienes que darte prisa. Lo han atravesado. La milicia, ha atravesado el cacotopos, y está persiguiendo al Consejo. Vuelve —le dijo—. Cuando hayan dado la vuelta o se hayan dispersado, vuelve, yo te estaré esperando. Y si se niegan a dar media vuelta, adelántate, vuelve a la ciudad y yo estaré aquí. Te esperaré.

No es verdad
, pensó Cutter.
No como sabes que yo querría
.

El piloto, un rehecho, tenía en lugar de brazo una pitón que se enroscaba a su cuerpo. Casi nunca hablaba. En tres días, lo único que Cutter había averiguado era que antes trabajaba para un señor del crimen y que se había pasado al Colectivo.

—Tenemos que darnos prisa —dijo Cutter—. Algo está saliendo de la zona cacotópica. —Se dio cuenta de que parecía que estaba hablando de alguna bestia de la Torsión, y no trató de corregir la impresión—. Tenemos que encontrar al Consejo.

Revisó los espejos que llevaba. Los vidrieros habían hecho un magnífico trabajo. Se los había mostrado a Madeleina di Farja, y le había enseñado para qué servían.

—¿Cuántas veces los has usado? —le dijo ella, y Cutter se echó a reir.

—Ninguna. Pero Judah me ha enseñado a hacerlo.

Cutter contemplaba los acres de aire salpicado de aves y materia arrastrada por el viento. Volaban sobre unos nubarrones que parecían un suelo de humo. En el límite de su campo de visión, varios kilómetros al sur, vio gente. Una columna larga y extendida sobre el paisaje, la vanguardia del tren renegado, que marchaba por delante incluso de los niveladores y pontoneros.

—Pasa por un lado, no te acerques demasiado —dijo Cutter—. Que sepan que no pretendemos hacerles ningún daño. —Su corazón latía apresuradamente.

Tardaron una hora más en seguir el reguero de consejeros hasta los niveladores que apartaban los escollos del camino del tren, alisaban y compactaban la tierra, los peones que se movían con una precisión de autómatas, y al fin, el tren perpetuo.

—Ahí.

Cutter lo miró fijamente. Sus furgones abiertos, los vagones y la aglomeración de torres, los puentes colgando, los colores moteados de sus numerosos aditamentos, los adornos de cráneos y cabezas, el humo de las chimeneas, el de los motores y el de las fogatas encendidas que lo cubrían de un extremo a otro. Y a su alrededor, cientos de consejeros moviéndose a su lado o sobre él, en el trecho en el que viajaban. Un proyectil de pólvora embrujada estalló debajo de ellos.

—Maldición, creen que vamos a atacarlos. Gira, dales un margen, vamos a sacar algunas banderas.

El tren avanzaba sobre el lento despliegue de los raíles, seguido por el desmantelamiento de la vía. Tras de sí dejaba un rastro de restos, una franja de tierra alterada.

—Dioses, están avanzando deprisa. Estarán en la ciudad dentro de pocas semanas —dijo Cutter.
Semanas
. Demasiado lento. Demasiado tarde.
Además
, pensó, ¿
qué pueden hacer? ¿Qué pueden hacer
?

Cutter pensó en el tren perpetuo abandonado, envejeciendo, hecho al fin de tiempo y clima, a medida que la lluvia y el viento iban convirtiendo su hierro en polvo rojo y las tejas y ramas de sus tejados iban cayéndose y enmoheciendo, y se convertían en mantillo. A la sombra de los vagones abiertos, las raíces perforarían el duro suelo del tren, y los radios y ejes de sus ruedas quedarían sepultados por enredaderas y madreselvas, por un imperio de budleias. Las arañas y los animales salvajes colonizarían sus rincones y la caldera se enfriaría. Las últimas reservas de carbón se aposentarían como las vetas minerales que antaño habían sido. El polvo sedimentario arrastrado por el viento ocluiría las chimeneas. El tren se incorporaría al paisaje. La roca en la que descansaba estaría manchada de tren.

El rastro que el Consejo de Hierro había dejado se convertiría en un extraño pliegue de la geografía. Y finalmente, los descendientes de los consejeros, que habrían huido siguiendo sus consejos, de la milicia que los perseguía y la venganza de Nueva Crobuzón, los hijos de los hijos de sus hijos, encontrarían los restos. Hablarían de ello y excavarían el extraño túmulo, buscando su historia.

Kilómetros por detrás del último de los rezagados del Consejo, al borde de una zona más salvaje y arbolada, había una línea de fuego, un avance lento que, vio Cutter con su catalejo, estaba formado por figuras oscuras. Unos hombres se acercaban. A dos días de distancia, más o menos.

—Oh, por Jabber, ya están aquí —dijo Cutter—. Son ellos. Los milicianos.

Cuando descendieron, los líderes estaban esperándolos. Ann-Hari y Cañas Gruesas abrazaron a Cutter. Se volvieron hacia el piloto y Cutter vio que el colectivista tenía lágrimas en los ojos.

La urgencia de su misión embargaba a Cutter. Los consejeros lo rodearon, y exigieron saber lo que estaba ocurriendo en Nueva Crobuzón. Ann-Hari trataba de controlar la situación, de traer a Cutter a su lado, pero este no quería bajo ningún concepto quedarse a solas con ella, no quería que controlase el menaje que traía. Era demasiado poderosa para él, y tenía planes demasiado importantes.

—Escuchadme —gritó hasta conseguir que lo oyeran—. Viene la milicia. Han atravesado la mancha cacotópica. Están a uno o dos días de aquí. Y no podéis ir a la ciudad. Tenéis que huir.

Cuando finalmente lo entendieron, se elevó un furioso rugido de negación colectiva, y Cutter trepó sobre sus brazos y empezó a dar pisotones en el techo del tren, lleno de frustración. Sentía la misma mezcla de amargura, tristeza y desdén que las maniobras políticas de Judah y del Caucus le habían inspirado siempre. Quería salvar a aquella gente de su propio y desesperado empeño.

—¡Idiotas! —gritó. Sabía que debía contenerse pero no era capaz de hacerlo—. Maldita sea, escuchadme. Hay un regimiento de la milicia detrás de vosotros, y ha atravesado la puta mancha cacotópica, ¿entendéis? Ha cruzado el mundo de un lado a otro solo para mataros. Y hay miles más en Nueva Crobuzón. Tenéis que volver —gritó, enfurecido—. Soy vuestro amigo, no vuestro enemigo. ¿Acaso no crucé el puto desierto? Estoy tratando de salvaros. No podéis vencerlos y, desde luego, no podéis vencer a quienes los han enviado.

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