El contador de arena

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Authors: Gillian Bradshaw

Tags: #Histórico

BOOK: El contador de arena
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Adelantado a su tiempo y conocido universalmente por el célebre principio que lleva su nombre, el griego Arquímedes fue un pionero del actual método científico, además de notable matemático y pensador. Discípulo de Euclides e hijo del astrónomo Fidias, su azarosa vida resulta tan apasionante como formidable el poder de su intelecto. En esta rigurosa novela histórica, Gillian Bradshaw —autora de grandes éxitos como
El faro de Alejandría
,
Púrpura imperial
, T
eodora, emperatriz de Bizancio
y
El heredero de Cleopatra
— presenta al lector un Arquímedes de carne y hueso, un ser humano excepcional que, inmerso en la convulsa época que le tocó vivir, tuvo que enfrentarse a múltiples dilemas. Deslumbrado por las maravillas de Alejandría tras una estancia de tres años y decidido a radicarse allí para siempre, el joven Arquímedes se ve obligado a volver a Siracusa, su ciudad natal, para ocuparse de su padre enfermo. El contraste no puede ser mayor: de la deslumbrante cuna del saber ha pasado a una ciudad entregada a los frenéticos preparativos para una cruenta guerra contra la poderosa Roma. Convertido por las circunstancias y el destino en el principal artífice de los ingenios bélicos con que se intentará repeler la invasión del coloso romano, Arquímedes atrae la atención del tirano Hierón, quien intenta retenerlo a toda costa en su corte. Y pese a que el mayor deseo del genial griego es volver a Alejandría para perfeccionar sus conocimientos y reunirse con Marco, el leal esclavo que lo ha acompañado desde siempre, un inesperado motivo lo empuja a permanecer en Siracusa, un motivo que ni siquiera su pasión por el saber y la ciencia podrá obviar y que, a la postre, lo obligará a recorrer un sendero salpicado de gloria, amor, guerra y traición.

Gillian Bradshaw

El contador de arena

ePUB v2.0

tagus
15.06.12

Título original:
The sand-reckoner

Gillian Bradshaw, 2006.

Traducción: Isabel Murillo Fort

Editor original: MadMath (v1.0)

Segundo editor: tagus (v2.0)

ePub base v2.0

Capítulo 1

La caja estaba llena de arena, una arena fina, cristalina, casi blanca, que había sido humedecida primero y aplanada después hasta obtener una superficie uniforme y lisa como la de un pergamino de la mejor calidad. Pero la luz del sol, que caía oblicuamente con el atardecer, centelleaba aquí y allá sobre los granos, capturando facetas demasiado pequeñas como para que el ojo pudiera distinguirlas, facetas innumerables que generaban puntos diferenciados de luminosidad, y el joven que las observaba se encontró de repente preguntándose si sería capaz de calcular el número de granos.

Era una vieja caja de madera de olivo, llena de marcas y melladuras, con las esquinas protegidas por unos remaches de bronce mate, salpicados de rasguños que le otorgaban un nuevo brillo. El joven la sujetaba por una de esas arañadas esquinas, calculando: la caja tenía cuatro dedos de altura, sin contar la ranura donde se insertaba la tapa, y la arena la llenaba sólo hasta la mitad. No necesitaba medir la longitud ni la anchura: hacía tiempo que había marcado los bordes con unas muescas distanciadas entre sí por el grosor de un dedo, veinticuatro en el lado largo y dieciséis en el ancho. Se puso en cuclillas junto a la caja, que había colocado con mucho esmero en la parte más tranquila de la cubierta de popa del barco, lejos de la vista de los marineros. Con la ayuda de una de las piernas del compás, empezó a garabatear cálculos en la arena. «Supongamos que en una semilla de amapola caben diez granos de arena, y que en el ancho de un dedo caben veinticinco semillas de amapola. Entonces habría en la caja seis mil por cuatro mil por quinientos granos de arena. Seis mil por cuatro mil son dos mil cuatrocientas miríadas, que multiplicadas por quinientos…» Pestañeó con el entrecejo fruncido, se deslizó las manos distraídamente a lo largo de las piernas y la punta del compás le arañó la espinilla. Aún absorto en sus cálculos, se frotó el rasguño, se llevó el compás a la boca y mordisqueó la charnela mientras seguía con la mirada fija. Tenía ante sí un problema interesante: el número de granos de arena que había en la caja era mayor de lo que podía expresar. Una miríada, es decir, diez mil, era el mayor número que su idioma podía nombrar, y su sistema de escritura no disponía de ningún símbolo para el cero que pudiese extender los números indefinidamente. No había manera de concebir un número mayor que una miríada de miríadas. ¿Qué término podía encontrar para expresar lo inexpresable?

Empezó por lo que conocía. El mayor número que podía expresarse era una miríada de miríadas. Muy bien, ésa sería una nueva unidad. La miríada se escribía M, de modo que la otra unidad podría ser M con una línea debajo:
M
, ¿Cuántas de ellas necesitaría?

La superficie blanca que tenía ante los ojos quedó de pronto oscurecida por la sombra de un hombre, y oyó una débil voz tras de sí:

—¿Arquímedes?

El joven se sacó el compás de la boca y volvió la cabeza, radiante. Era delgado, de miembros largos y angulosos, y su aspecto al girarse era el de un saltamontes que se dispone a saltar.

—¡Son ciento veinte miríadas de miríadas! —exclamó triunfante, echándose hacia atrás un mechón de cabello castaño y mirando con sus brillantes ojos castaños a quien lo había interrumpido.

El hombre que estaba a sus espaldas (algo mayor que él, fornido, de cabello negro y con la nariz rota) lanzó un suspiro de exasperación.

—Señor —dijo—, estamos llegando a puerto.

Pero Arquímedes había vuelto ya su atención a la caja de arena y no lo escuchaba. ¡No era posible que existiese un número inexpresable, por grande que fuera! Si una miríada de miríadas podía ser una unidad, ¿por qué detenerse ahí? ¡Una vez alcanzada una miríada de miríadas de miríadas de miríadas, se podía establecer como nueva unidad y empezar de nuevo! Su mente iba más allá de la abismal inmensidad del infinito. Se llevó de nuevo el compás a la boca y lo mordisqueó, exaltado.

—Marco —dijo con impaciencia—, ¿cuál es el mayor número que eres capaz de imaginar? ¿El número de granos de arena que hay en Egipto… no, en el mundo? ¿Cuántos granos de arena se necesitarían para llenar todo el universo?

—No lo sé —respondió Marco—. Señor, estamos en Siracusa, en el Gran Puerto, donde debemos desembarcar… ¿recordáis? Tengo que embalar el ábaco.

Arquímedes protegió con las manos la bandeja de arena, conocida por el mismo nombre que el familiar instrumento de cálculo, y miró alrededor, consternado. En cuanto la embarcación hubo avistado el cabo Plemirión, hacía ya unas horas, el joven se había instalado en la cubierta de popa y Marco se había dispuesto a preparar el equipaje. Siracusa no era entonces más que una mancha de rojo y oro entre colinas verdes; parecía como si el tiempo se hubiese desvanecido en la arena, y ahora Siracusa surgía ante él. Allí, en el puerto de la ciudad más rica y poderosa de todas las ciudades griegas de Sicilia, no se veía otra cosa que murallas. A su derecha se perfilaba la ciudadela de la Ortigia, un promontorio rocoso rodeado por gruesas almenas, y frente a él, el rompeolas formaba una larga curva gris que se extendía hasta los muros salpicados de torres del fuerte, desde donde se podía divisar cualquier nave que se aproximara. En uno de los muelles descansaban dos quinquerremes, listos para zarpar, con los laterales pincelados de blanco por las triples bancadas de remos que llevaban a bordo.

Arquímedes lanzó una mirada nostálgica a las transparentes aguas que el barco iba dejando atrás, en la entrada del puerto, donde el azul y nebuloso Mediterráneo se abría hasta la costa de África aquella luminosa tarde de junio.

—¿Por qué desembarcamos en el Gran Puerto? —preguntó extrañado. Era natural de Siracusa y las costumbres de la ciudad le resultaban tan familiares como su dialecto. Los barcos mercantes como el que los había trasladado a él y a Marco hasta allí solían atracar en el Puerto Pequeño, situado al otro lado del promontorio de la Ortigia, pues el Gran Puerto pertenecía a la armada.

—Estamos en guerra, señor —dijo pacientemente Marco. Se agachó junto a él y posó las manos en la caja de arena.

El joven miró con tristeza los doce mil millones de granos de arena resplandeciente y las operaciones que había garabateado en ella. Por supuesto, Siracusa estaba en guerra y habían cerrado el Puerto Pequeño. Todo el tráfico estaba obligado a pasar por el Gran Puerto, donde la armada podía controlarlo. Arquímedes sabía lo de la guerra: era uno de los motivos por los que había vuelto a casa. La pequeña granja de su familia estaba situada al norte de la ciudad, más allá de las zonas de defensa, y era poco probable que aquel año produjera algún ingreso. Su padre se hallaba enfermo y no podía ejercer su actividad habitual como maestro. Arquímedes era el único hijo varón, y su responsabilidad era ahora mantener a la familia y protegerla a lo largo de lo que seguramente sería una guerra terrible. Había llegado el momento de abandonar los juegos matemáticos y encontrar un trabajo de verdad. «Murallas», pensó apesadumbrado; murallas inexpugnables que se cerraban sobre él.

Lentamente, apartó las manos de los bordes mellados del ábaco. Marco cogió la tapa y cerró la caja. Luego la introdujo en un saco de lona, dio media vuelta y desapareció. Arquímedes suspiró y se puso de nuevo en cuclillas, con las manos colgando por encima de las rodillas. El compás se le deslizó entre los dedos y se clavó en cubierta. Durante un momento se quedó contemplándolo con la mirada perdida, y luego lo hizo girar, trazando un círculo sobre la basta madera. «Supongamos que el área del círculo es K…» No. Cerró el compás y presionó el frío metal contra su frente. Se acabaron los juegos.

En el camarote, Marco depositó suavemente la caja en el espacio del baúl que tenía reservado para ella y lo cerró con fuerza. «¡Ciento veinte miríadas de miríadas!», pensó mientras anudaba la cuerda para asegurar el baúl. ¿Sería un número posible?

En todo caso, no era imaginable. No obstante, se detuvo a planteárselo un momento, como si se tratara de una dudosa ganga ofrecida por un tendero poco fiable. ¡Ciento veinte miríadas de miríadas! ¿Sería ésa la respuesta a otra nueva pregunta imposible? «¿Cuántos granos de arena se necesitarían para llenar todo el universo?» Nadie, excepto Arquímedes, se atrevería a formular una pregunta tan descabellada como aquélla. Y a nadie más se le ocurriría una respuesta tan incomprensible. Marco llevaba como esclavo en su casa desde que su joven amo tenía nueve años de edad, y todavía no estaba seguro de si sus extravagantes cálculos merecían admiración o desdén. Probablemente, ambas cosas. ¿No debería aquel joven lunático olvidarse de tales interrogantes y emplear la cabeza en cuestiones más prácticas?

Marco detuvo sus cavilaciones y volvió su atención al baúl, esforzándose en tensar el nudo para liberar la repentina aprensión que le sofocaba la garganta. Había cuestiones prácticas que atender, como la guerra. Arquímedes y él habían permanecido tres años lejos de Siracusa, y durante dos le había estado insistiendo a su amo para que regresaran a casa. Sin embargo, ahora que estaban en el puerto, lo que deseaba era poder encontrarse en cualquier otro lugar. Siracusa se hallaba en guerra con la república de Roma, y Marco no lograba imaginar que el futuro pudiera depararle otra cosa que dolor.

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