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Authors: Gillian Bradshaw

Tags: #Histórico

El contador de arena (14 page)

BOOK: El contador de arena
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Hubo otro silencio, y luego dijo Eudaimon:

—Sabéis que nunca he dado una orden como ésa. —Los miró a todos—. ¡Nunca! —Giró sobre sus talones y se marchó.

El encargado soltó lentamente el aire. Elimo se sentó, lanzando un silbido de alivio, y sus compañeros le dieron palmaditas en la espalda. Arquímedes se planteó también darle una palmada de aliento, pero se refrenó: era consciente de que la amenaza del látigo había sido sólo por su culpa.

—¿Estás bien? —le preguntó.

Elimo afirmó con la cabeza y le sonrió.

—Gracias, señor —dijo—. Recordaré que habéis intercedido por mí.

—No deberías haberte reído —lo reprendió Epimeles, muy serio.

El esclavo agachó la cabeza para aplacar la situación: Eudaimon podía ordenar azotainas, pero Epimeles era la persona que llevaba realmente el taller.

—¡No he podido evitarlo! ¡Ha sido divertido! —protestó.

—Pero Eudaimon no tiene la culpa de que esas catapultas de veinticinco kilos no puedan pivotar —dijo Arquímedes—. Él no las construyó.

Al oír eso, Elimo se echó a reír otra vez, aún más fuerte.

—¡Eso lo hace todavía más divertido!

Algunos de los obreros rompieron también a reír. Arquímedes vio con perplejidad cómo se daban codazos entre ellos y reían entre dientes, y comprendió que la risa iba dirigida a él. Molesto por ese comportamiento, regresó a su catapulta y empezó a ensartar de nuevo las cuerdas, sin decir nada más. La gente siempre se había burlado de él. Absorto en su geometría, no se enteraba de nada, o se apasionaba con cosas que los demás no comprendían, y por eso se reían. Incluso los esclavos a los que había defendido se mofaban de él.

Elimo se levantó y lo siguió.

—Señor, no os ofendáis —dijo—. No es más que una broma entre nosotros, eso es todo.

—¡Pues yo no le veo la gracia! —replicó Arquímedes, irritado.

El esclavo volvió a sonreír, pero tras una dura mirada del joven adoptó un aire de solemnidad.

—Señor, no puedo explicároslo. Los chistes no tienen gracia si se explican. Pero no os ofendáis, por favor. Es sólo un… un chiste de esclavos, eso es todo. —Cogió apresuradamente la tercera cuerda e intentó enrollarla en una polea.

—¡En ésa no! —lo detuvo Arquímedes—. Ésa va arriba. No… no, ¡déjalo! ¡Si quieres ayudarme, ve a buscarme la tiza!

Epimeles observó cómo la enorme viga quedaba insertada en la peana. Arquímedes había calculado el área aproximada de equilibrio y ordenado que se taladraran en ella una serie de agujeros. El tronco se niveló sobre el agujero central. El capataz sonrió al ver cómo la enorme máquina pivotaba a derecha e izquierda, respondiendo a los tornos. Finalmente suspiró y, de mala gana, abandonó el edificio. Tenía por delante una larga caminata.

Cuando Epimeles regresó a la Ortigia, estaba oscureciendo, pero no fue a los barracones contiguos al taller, donde vivían él y los demás hombres, sino que se dirigió a la residencia del rey y llamó a la puerta.

Abrió Agatón, que miró con desgana al capataz.

—¿Qué te trae por aquí? —preguntó.

—Venía a enseñarte una cosa —respondió Epimeles sin alterarse.

Agatón bufó y lo invitó a entrar.

El mayordomo disponía de un alojamiento junto a la puerta, una habitación pequeña pero confortable con un camastro, una alfombra y una fresquera para el agua junto a la pared. Epimeles tomó asiento en un extremo del camastro con un suspiro de alivio y se frotó las piernas.

—Esta tarde he subido hasta el Eurialo. No me vendría mal una copa de vino.

Agatón le lanzó una mirada aún más desaprobadora de lo habitual, pero cogió una jarra de vino, sirvió dos copas y añadió un poco de agua helada de la fresquera.

—¿Por qué debería interesarme que hayas subido al Eurialo? —preguntó, dando un sorbo.

Epimeles se bebió casi todo el vino de un trago y dejó la copa.

—He ido allí por ese ingeniero que nos pediste que vigilásemos —dijo—, y he encontrado esto.

Abrió el saquito que llevaba consigo y extrajo de su interior una cuerda fina, dividida en secciones mediante una serie de nudos regulares que estaban teñidos de rojo o negro.

Agatón la inspeccionó, imperturbable, y preguntó:

—¿Tiene algo de especial que un fuerte posea una cuerda de medir?

Epimeles sacó una segunda cuerda, aparentemente idéntica a la primera, pero más vieja y un poco deshilachada y descolorida. Extendió ambas y las colocó una al lado de la otra, y enseguida quedó patente que no eran idénticas: las divisiones de la nueva estaban menos espaciadas que las de la vieja.

—Ésta es mía —dijo Epimeles, señalando la segunda.

Agatón las observó sin alterar su expresión.

—Tengo entendido que es esencial que todas las partes de una catapulta guarden la proporción correcta con el diámetro del calibre —explicó Epimeles, haciendo alarde de humildad—. Primero se toman las medidas de una catapulta que funcione como es debido, y luego se reproduce a igual, mayor o menor tamaño.

—En efecto, así es como se hace —dijo Agatón. En realidad, sabía poca cosa sobre catapultas, pero no tenía intención de admitirlo, y comprendía lo suficiente como para adivinar la implicación de la cuerda. Tocando la nueva, preguntó—: ¿Estás insinuando que Eudaimon dejó esto en el Eurialo para que cualquiera que se encargara de medir las máquinas que hay allí anotara las cifras erróneamente y cualquier catapulta construida a imitación de aquéllas no funcionara?

Epimeles asintió.

—Las dos catapultas de veinticinco kilos que hay en el Eurialo son las mayores que se encuentran en la ciudad ahora. Eudaimon supuso que Arquímedes las mediría y luego realizaría los cálculos necesarios para que lanzaran los cinco kilos adicionales: así lo hizo él cuando diseñó la de un talento. A una pregunta de Eudaimon, Arquímedes ha dicho que no se había molestado en subir hasta el Eurialo para tomar medidas y que había utilizado una catapulta pequeña, de diez kilos, que había más cerca. Eudaimon estaba… —El capataz dudó, eligiendo sus palabras—. Estaba rabioso, sorprendido y defraudado. Por ese motivo he decidido subir al Eurialo a investigar y… era de esperar, he encontrado esto en el almacén donde se guardan los aparejos. Los muchachos del fuerte han coincidido en que allí era donde estaba la cuerda vieja y que ésta era nueva, y nadie sabía cómo había llegado hasta el almacén. Pero recordaban haber visto a Eudaimon por allí una tarde, hace unos cuatro días.

—Comprendo —dijo Agatón, muy serio.

No era una prueba para condenar a nadie por traición: ambos lo sabían. Pero podía arruinarlo, ponerlo en entredicho; era como una piedra en el zapato de Eudaimon.

Epimeles le tendió la cuerda al mayordomo.

—He pensado que debías echarle un vistazo.

Agatón asintió con la cabeza, pensativo, cogió la cuerda de medir falsa y se la enrolló en la mano.

—Me sorprende que hayas subido hasta el Eurialo a indagar —dijo. La fortaleza estaba situada en el extremo de la muralla de la ciudad, a diez kilómetros de la Ortigia.

Epimeles sonrió ante el comentario.

—Habría ido el doble de lejos si eso sirviera para que ese muchacho se encargara de construir las catapultas. Será así, ¿verdad?

Agatón levantó la vista, asombrado.

—¡Ya sabes que es bueno! —dijo Epimeles, extrañado ante su mirada interrogadora—. Nos dijiste que lo cuidáramos y que nos asegurásemos de que nadie interfiriera en su trabajo, y enseguida intuimos por qué. Es tan bueno que ni siquiera se da cuenta de que lo es. Esa catapulta de un talento… ¿Sabes lo que ha hecho con ella? La pequeña de diez kilos que ha copiado puede pivotar, por supuesto, de modo que ha ideado un sistema con tornos para que la suya pivote también. Cuando le he dicho que la de veinticinco kilos del Eurialo no pivotaba, se ha limitado a mirarme sorprendido y a decir: «¡Vaya estupidez!» Epimeles se echó a reír. Agatón lo miró con cara agria y preguntó:

—¿Lo es?

—Eso es lo que dirá ahora la gente, ¿no crees? Pero nunca nadie había imaginado que una catapulta superior a los veinte kilos pudiera pivotar. Arquímedes acaba de inventar un sistema completamente nuevo para poder apuntar con las máquinas grandes… ¡y ni siquiera le da importancia! Para él ha sido más fácil diseñarlo que subir al Eurialo y mirar cómo lo habían hecho los demás. Algunos de los muchachos se han reído de eso y él ni siquiera ha comprendido el motivo de sus risas. ¡Por Zeus! Casi siento pena por Eudaimon. Nunca ha construido una catapulta que no estuviese copiada pieza por pieza de otra, y cuando le resulta imposible obtener las medidas definitivas, y en las máquinas grandes todas difieren un poco, hace suposiciones, pelea y recorre la ciudad entera intentando averiguar cuál es la cifra correcta. Por el contrario, Arquímedes se sienta, traza garabatos durante media hora y tiene el número perfecto en sus manos. ¡Por Zeus! —repitió—. Eudaimon es como un maestro local de atletismo que entrena duro todos los años y, con mucho esfuerzo, consigue quedar el tercero o el cuarto en los juegos de la ciudad… y está compitiendo contra un rival que podría llevar la corona en Olimpia y al que apenas le cae una gota de sudor. Eudaimon no es lo bastante bueno como para competir en la misma carrera. ¡Ni siquiera es lo bastante bueno como para percatarse de ello!

—De modo que hace trampas —dijo Agatón con amargura.

—Por supuesto —coincidió Epimeles—. En realidad, creo que competiría contra cualquier oponente, y no le culpo del todo por ello. ¿Adónde irá cuando pierda el trabajo? Tiene una familia que mantener.

—¿Sientes pena por él?

El capataz bajó la vista.

—Sí —musitó—, pero no lo quiero al mando. A nadie le gusta construir catapultas débiles que puedan caerse al suelo de una patada o no disparar recto. Esa de un talento… ésa será un Zeus de verdad, una lanzadora de truenos. Se nota nada más mirarla. Es como si atrajese al taller entero hacia ella. Se me eriza el vello sólo de tocarla. —Hizo una pausa y añadió—: Pero no te preocupes. Nadie le hará ningún daño a la máquina. Los muchachos y yo nos encargaremos de que así sea.

—¿Te ha pedido Arquímedes que la vigiles?

Epimeles pareció sentirse ofendido.

—¿Crees que necesitamos que nos lo pida? ¿Por una máquina divina como ésa? ¡Esa catapulta es también nuestro trabajo! Pero no, no nos lo ha pedido. No creo ni que haya notado que está echando a Eudaimon de su puesto, y nunca se le ha pasado por la cabeza que Eudaimon pueda estropearle la catapulta para perjudicarlo. Tampoco hace mucho caso de su presencia. De hecho, no se percata de la presencia de nadie, y cuando se trata de alguien que no es de su agrado, menos aún. Pero es una persona respetuosa y trata a los muchachos educadamente. No tendré ningún problema trabajando con él. —Sonrió ante la perspectiva y terminó la copa de vino—. ¿Le enseñarás eso al regente? —Hizo un gesto hacia la cuerda.

Agatón se pasó la lengua por los dientes, pensativo, durante un largo minuto, y luego negó con la cabeza. No tenía a Leptines en muy buen concepto.

—Esperaré a que el amo vuelva a casa —dijo—. Se mostrará muy interesado.

Capítulo 5

La catapulta quedó terminada cuatro días después, a media mañana. Permanecía agazapada en el centro del taller como un insecto predador: un largo tronco, como un abdomen, posado sobre la peana de tres patas, y en el extremo, los grandes brazos en forma de arco, abiertos como una espectacular mantis religiosa. El único ojo de la abertura situada entre los brazos tenía la imperturbable mirada de la muerte. Cuando Arquímedes enrolló la cuerda para recogerla, un cable de cuero de un brazo de grosor emitió un gemido como el de un gigante que se despierta; cuando la soltó, el ruido seco de los brazos acorazados al chocar contra las placas de hierro fue como el de una montaña que se hace añicos. Los obreros lanzaron gritos de alegría y acariciaron la espalda cubierta de bronce y los laterales de madera de la bestia.

Arquímedes esperaba tener finalizada la máquina esa mañana, pero, aun así, se echó hacia atrás y la contempló, satisfecho: su primera catapulta.

—Es una belleza —le dijo a Epimeles.

—La más bonita que he visto —coincidió el capataz.

Arquímedes lo miró, sorprendido. Sabía que Epimeles llevaba cerca de veinte años en los talleres y no lo imaginaba como un hombre adulador. Volvió entonces a observar su catapulta de un talento y sonrió: fuera o no la mejor en veinte años, era una belleza.

—Bien —dijo, y tomó el manto que había cogido por la mañana ante la perspectiva de realizar otra visita a la residencia del rey—. Debería ir a comunicarle al regente que ya está acabada, ¿verdad? Y preguntarle dónde quiere instalarla y cuándo desea realizar la prueba. Pero… —Hurgó en el interior de su bolsa—. ¿Por qué no vais a compraros algo de beber para celebrarlo, muchachos?

—Gracias, señor… Todavía no —contestó Epimeles enseguida—. Después de las pruebas sería mejor.

Defraudado, Arquímedes se guardó el dinero en la bolsa: sospechaba que, a pesar de los halagos, Epimeles no estaba seguro de que la máquina fuese a funcionar. Suspiró y partió, algo desconsolado.

—¿Qué hay de malo en beber un poco para celebrarlo? —preguntó Elimo, que era aficionado al vino.

—Los dioses odian la arrogancia —respondió Epimeles—. Todavía no hemos pasado la prueba. ¿Quieres que alguien se dedique a manosear la catapulta y estropearla mientras estamos bebiendo? —Acarició la enorme máquina con amoroso respeto.

Arquímedes recuperó su buen humor de camino a la residencia del rey. La última semana había sido inmensamente placentera. La construcción de la catapulta de un talento había resultado divertida y las cosas iban bien en casa: su padre parecía haberse recobrado un poco. Quizá fuese por no tener que preocuparse de cuándo volvería su hijo, pero la verdad era que Fidias se sentaba en la cama, bebía caldo de apio tres veces al día, mostraba interés por las cosas, escuchaba la música que el resto de la familia tocaba para él, discutía sobre Alejandría con su hijo e incluso jugaba con el rompecabezas. Arquímedes decidió que también lo ayudaría a conseguir un puesto como ingeniero real, lo que sin duda sería beneficioso para su salud. Y eso sucedería tan pronto como la catapulta demostrase que funcionaba.

Y ahora… ahora vería otra vez a Delia. Acarició el paquetito que había guardado en un pliegue del manto, donde llevaba la cinta nueva de cuero y la vieja, y aceleró el paso.

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