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Authors: Gillian Bradshaw

Tags: #Histórico

El contador de arena (35 page)

BOOK: El contador de arena
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Arquímedes asintió. Sabía que sí Dionisos hubiera despreciado de alguna manera la opinión de Filira, él mismo se habría opuesto al matrimonio, aunque la propia Filira lo hubiese deseado. Sin embargo, ahora se explayaría con los puntos a favor del capitán cuando informara a su hermana de la oferta. Dionisos estaba dispuesto a escuchar a Filira, y le gustaba verla llena de confianza y feliz: prueba superada.

—¿Así que no has seguido adelante con ese alejandrino, o samnita, o lo que sea? —preguntó, esperanzado, el capitán.

Arquímedes negó con la cabeza.

—Filira no quiere abandonar Siracusa.

Pensó con melancolía en la radiante cara de luna de Conón de Samos. En Alejandría, él y su amigo pasaban horas juntos en tabernas baratas, garabateando cálculos en las mesas o en las paredes; se reían de los errores matemáticos de sus colegas y se contaban chistes que nadie más era capaz de entender. Cuando uno de ellos realizaba algún descubrimiento, el otro era el primero en saberlo, y se alegraban sinceramente de sus respectivos logros. Sus diferencias no habían hecho sino alimentar su amistad. Conón era bajo y regordete; le gustaba comer, beber y bailar, y no tenía buen oído para la música. Como provenía de una familia rica y distinguida, a menudo le dejaba dinero a Arquímedes o deslizaba unas monedas en el interior de su bolsa sin que se percatara de ello. Arquímedes, a cambio, le había construido a Conón una dioptra, un instrumento de óptica astronómica, que su amigo había guardado como su más preciada posesión. Conón no era bueno fabricando objetos —sus regordetas manos eran torpes—, pero su mente brincaba entre las estrellas con la agilidad de un lagarto.

De todos modos, la familia de Conón nunca le habría permitido casarse con Filira, aunque ésta hubiese estado dispuesta, así que… mejor dejarlo así.

Dionisos sonrió.

—¡Buena suerte para tu fiel hermana! Espero que tú tampoco estés pensando en marcharte.

Arquímedes murmuró algo ininteligible y se concentró en la comida.

—¿Perdón? —dijo el capitán, educado pero implacable—. No he entendido.

Arquímedes apartó el plato con la mano.

—Dime, ¿cómo puedo saber lo que haré dentro de tres o cinco años? ¡Puede que todos hayamos muerto para entonces! No pienso marcharme mientras sea útil aquí, de modo que ¿por qué no me dejáis todos en paz?

Dionisos no deseaba ofender al hombre que quería como cuñado, pero «en su condición de ciudadano leal» creía que su deber era convencerlo de que permaneciera en Siracusa, así que sus diplomáticos intentos por conseguirlo se prolongaron durante el resto de la cena. Arquímedes estaba mareado de verdad cuando se acercó el camarero para retirar los platos.

Despejada la mesa, las flautistas del Aretusa entraron en la habitación. Dionisos, sin embargo, se despegó de inmediato de la belleza que se le había abrazado.

—Mañana tengo guardia —dijo, aunque la mirada de reojo que le lanzó a Arquímedes indicaba que en realidad se sentía incómodo yéndose con una prostituta delante del hombre a quien acababa de pedir la mano de su hermana—. Pero quizá mi amigo…—Su mirada se tornó inquisitiva.

Arquímedes, de pronto, sintió unas ganas tremendas de emborracharse y acostarse con la flautista, de huir de las preguntas, de olvidar a Delia, de detener durante un rato la frenética actividad de su mente.

—¡Sí! —dijo, tendiendo una mano hacia la chica.

Ella se acercó al instante y se acurrucó en sus rodillas.

—Eres Arquímedes, ¿verdad? —le preguntó con voz ronca, acariciándole la mejilla—. ¿Ese al que llaman Arquimecánico?

—¡No me llames así! —le dijo, desesperado, y le quitó las flautas que llevaba antes de que pudiera empezar a tocar—. ¡Ven! Te mostraré algo que vale mucho más que las catapultas.

Marco, que sospechaba el motivo de la invitación de Dionisos, se había pasado la tarde dando vueltas de un lado a otro, presa de los nervios. Parecía que su intento de disuadir al capitán no había hecho más que espolearlo para que entrara en acción de inmediato. Se preguntaba cómo respondería Arquímedes.

Pero después de la cena, Arata y Filira se sentaron en el patio a tocar aprovechando el frescor de la noche, y la dulce y transparente ondulación de las cuerdas lo calmaron. La desesperación que se había apoderado de él desde hacía tres días aflojó un poco. Su visita a la cantera no había tenido repercusiones. El ejército romano seguía acampado delante de la puerta norte, y su hermano y su amigo debían de estar planificando la huida, pero la vida en la casa continuaba más o menos como siempre. A pesar de las discusiones que se habían producido últimamente entre ellos, los lazos de afecto eran demasiado fuertes como para que esas pequeñas desavenencias pudieran poner en peligro la unidad familiar. Sentado en silencio en el patio, escuchando la música, la casa le parecía más que nunca un lugar pleno y tranquilo para vivir.

Pero todo estaba cambiando. La familia estaba haciéndose rica e importante; algún día Filira se casaría y se marcharía… y él también. A alguna parte.

Cuando Arata se fue a la cama, y mientras Filira guardaba el laúd, Marco se acercó a la joven en silencio y cogió la cítara, que ella había metido ya en su estuche.

—¡Gracias! —dijo ella sin mirarlo.

Él se encogió de hombros.

—Señora… —empezó a decir con voz triste, pero se interrumpió.

Algo en su tono preocupó a Filira, que levantó la cabeza y lo miró, forzando la vista para adivinar su rostro en la oscuridad.

—¿Qué?

—¿Aún creéis que robé el dinero de vuestro hermano en Alejandría?

Ella lo miró, sorprendida por su seriedad. Casi había olvidado sus sospechas. Desde la muerte de su padre había entrado en casa mucho dinero, y Marco se había mostrado muy cuidadoso con él. Continuamente llegaban mensajeros procedentes de la residencia del rey cargados con bolsas de monedas: ciento ochenta dracmas por las catapultas, hasta el momento, más los gastos del funeral. Arquímedes apenas se preocupaba de ese tema; lo dejaba todo en manos de ella y de Marco. Con la pregunta del esclavo, se dio cuenta de los quebraderos de cabeza que le habría costado contabilizar todos y cada uno de los óbolos.

—No —respondió, avergonzada. Si alguien había engañado a su hermano en Alejandría, no era Marco.

—Me alegro —dijo él en voz baja—. No quiero que penséis mal de mí. Pase lo que pase, tened por seguro que nunca le he deseado ningún daño a esta casa.

—¿Pase lo que pase? —repitió Filira, preocupada—. ¿A qué te refieres?

—Yo… sólo me refiero a la guerra, señora. Sé que es mi gente la que está ahí fuera. Pero han venido porque les han contado mentiras, y yo no… Filira, si llegaran a entrar, lucharía por defenderos.

Ella se sintió conmovida. Alargó la mano y la posó durante un instante sobre la de él.

—Gracias, Marco. —Luego se enderezó, cogió su laúd y declaró con pasión—: ¡Pero no entrarán! ¡Los dioses favorecerán a Siracusa!

—Ruego por que lo hagan —dijo él.

Le subió la cítara y la vio entrar en su dormitorio, una delgada sombra, envuelta de negro y dolor en la oscura casa. Luego volvió a bajar y se sentó en el patio. Presionó contra la mejilla barbuda la mano que ella acababa de acariciar; tenía la garganta inflamada de sentimientos. Aquello no estaba bien. Él no era más que una propiedad. Aun así, deseaba de verdad poder luchar por ella, rescatarla de manos de sus compatriotas, llevarla a un lugar seguro, consolarla mientras ella se abrazaba a él y… Aquello no estaba bien. Tenía ganas de que Arquímedes regresara y le contara la respuesta que le había dado a Dionisos.

Esperó durante horas en el patio, a oscuras, mirando las estrellas. Por fin oyó golpes en la puerta, se puso en pie y corrió a abrir.

—Señor… —empezó.

—¡Marco! —susurró su hermano, y lo estrechó con un solo brazo.

A su lado, Quinto Fabio se coló a través de la puerta como el humo.

Marco se había olvidado casi de que aquélla era la noche en que podía esperar su llegada. Dio un traspié hacia atrás y cerró precipitadamente la puerta a sus espaldas.

—¿Os han seguido? —musitó. Luego tuvo que repetirlo en latín.

Fue Fabio quien respondió.

—No. Pero hemos tenido que matar a un centinela. Antes de la mañana lo echarán de menos y empezarán a buscarnos. Dijiste que podías ayudarnos a salir de la ciudad. ¡Espero que puedas hacerlo esta misma noche!

—Sí —dijo Marco, espantado. ¿A cuál de los centinelas habrían matado? ¿Al más joven, al jefe, a uno de los que se echaron a reír lanzando puñetazos al aire cuando mencionó las catapultas de su amo? Y habría sido con su cuchillo, sin duda. Cuando se lo entregó, sabía que existía esa posibilidad, pero esperaba que…—. Baja la voz —le ordenó—. ¿Quieres despertar a alguien? ¿Cómo estás, Cayo?

—Dolorido. Pero puedo arreglármelas. Ese médico griego sabía lo que hacía. —Extendió de nuevo la mano para sujetar a su hermano por el brazo y apretárselo—. ¿Cómo piensas sacarnos de aquí?

—¿Tenéis todavía la cuerda que os di?

Dos cabezas, apenas perceptibles en la penumbra, negaron al unísono.

—La hemos dejado colgando de la pared —susurró Fabio.

—Conseguiré otra.

De pronto llamaron de nuevo a la puerta.

—¡Oh, no! —exclamó Marco. Empujó a los dos hombres hacia el comedor, hasta que entraron en él—. ¡Escondeos!

Un segundo golpe, más fuerte. Marco cerró la puerta del comedor y fue a abrir la de la calle, justo cuando Arquímedes gritaba su nombre desde el exterior.

—Lo siento, señor —dijo, abriendo a su amo—. Estaba dormido.

Arquímedes traspasó el umbral a trompicones y se dejó caer en el banco que había junto a la pared. Olía a vino y a perfume barato. Marco cerró de nuevo.

—Es mejor que os vayáis a la cama.

—Todavía no —dijo Arquímedes—. Se me ha ocurrido una melodía y quiero memorizarla antes de que la olvide. Ve a buscarme las flautas.

Articulaba mal, pero con soltura. Marco reconoció aterrorizado aquel estado anímico: borracho como estaba, su amo podía pasarse la noche entera hablando de geometría.

—¿Señor?

—¡Mis flautas! La soprano y la tenor.

—Pero, señor, ¡es más de medianoche! Los vecinos…

—¡Por Zeus! ¿Y qué si se despiertan? ¡No es más que música!

Marco se quedó donde estaba. Con la presencia de Cayo y Fabio agazapados en el comedor, sentía como si la noche entera se hubiese convertido en un bloque de piedra y él hubiera excavado junto con ellos en su interior, solidificado con su miedo. Se dio cuenta, horrorizado, de que no se fiaba de ellos. Sabía que Cayo no rompería su juramento, pero ¿y Fabio? La expresión dura y letal de aquel hombre no le inspiraba confianza. Había deseado matar al constructor de catapultas del que la ciudad se enorgullecía. Arquímedes estaba allí, borracho, sin sospechar nada. Sería fácil para Fabio deslizarse hasta el patio mientras estaba descuidado y… ¿Qué había sucedido con el cuchillo?

—¡Marco! —dijo Arquímedes, impaciente—. ¿Tengo que ir a buscarlas yo?

«Dioses y diosas —pensó Marco—, ¿estarán en el comedor?»—¡No, señor! Iré yo.

En el comedor, divisó las figuras de Cayo y Fabio, agachados exactamente donde él los había imaginado, junto a la ventana. Buscó a tientas las flautas en el aparador, pero no las encontró.

—Marco, ¿le dijiste a uno de los hombres de Dionisos que quería casar a Filira con Conón? —gritó Arquímedes desde el patio.

—Es posible —respondió. No había manera, tendría que encender una lámpara. Sudando de horror, buscó a tientas y halló la que solía estar en la mesa.

—¿Por qué lo hiciste? Sabes que el padre de Conón nunca habría dado su consentimiento.

—Pero vos siempre hablabais de ello… —dijo, palpando distraídamente en busca del pedernal para encender la lámpara—. Pensaba que, quizá, ahora que somos ricos…

—No. Él se casará con aquella muchacha samnita el año que viene. Y de cualquier modo, sabes que Filira no quiere dejar Siracusa. No deberías haber dicho nada. Si ella descubre que se me había pasado por la cabeza casarla con alguien de Alejandría, se pondrá hecha una fiera. Y Dionisos estaba muy alterado por eso. ¿Sabes lo que ha hecho? ¡Me ha pedido a Filira en matrimonio!

Marco obligó a sus temblorosas manos a encender el pedernal. La mecha de la lámpara prendió enseguida, proyectando un cálido resplandor amarillo en toda la estancia. Los ojos de los dos hombres acurrucados junto a la ventana brillaron, y la luz reveló una mancha de sangre en la mejilla de Fabio y el cuchillo en su mano. Marco movió la cabeza y le hizo un gesto desesperado para que guardara el arma. Siguió buscando las flautas por el comedor, pero no las veía por ningún lado.

—Señor, ¿dónde están las flautas? —preguntó, abstraído.

—No lo sé —respondió Arquímedes, bostezando—. Búscalas, ¡deprisa!

Marco regresó al patio con la lámpara.

—¿Qué respuesta le habéis dado a Dionisos?

Su amo estaba recostado en el banco, ya despojado del manto, con otra corona de perejil en la cabeza. Se suponía que el perejil evitaba las borracheras, pero no había funcionado.

—Ninguna. Dejaré primero que Filira emita su opinión. Aunque podrían formar una buena pareja.

—¡Pero si no es más que una niña! —objetó enseguida Marco, encontrando aún tiempo para preocuparse de que ella pudiera estar de acuerdo con su hermano—. No podéis pretender que una muchacha de dieciséis años tome una decisión tan importante sobre su futuro.

Arquímedes soltó una carcajada.

—¡Oh, por Apolo! ¡Marco, sabes que soy incapaz incluso de decidir lo que hay que comprar en el mercado! ¿Por qué crees que podría elegir un esposo para Filira cuando ni siquiera sé comprar aceitunas? —Subió los pies al banco, dobló las rodillas y se las rodeó con los brazos—. Filira sabrá decidir mucho mejor que yo. Es inteligente… Marco, tú piensas que la geometría es completa y amargamente inútil, ¿verdad?

—No.

—Sí, siempre lo has pensado. Mirabas a los eruditos que entraban en el Museo con una cara que parecía la de un banquero que ve a un heredero despilfarrando su herencia. ¡Tantas posibilidades desperdiciadas en el aire! Y en el fondo, Dionisos está de acuerdo contigo. Cuando nos conocimos, elogió Alejandría y la llamó el hogar de Afrodita, pero esta noche no ha hecho otra cosa que decirme que me debo a Siracusa… Creo que las flautas están en mi habitación.

—Voy a buscarlas —refunfuñó Marco, impotente.

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