—Helena, tranquilízate, por favor. Mira quién viene.
Virgilio ascendía por los bancales con una mochila al hombro. Gabriel pensó que probablemente no podría verlos, así que le hizo una llamada para advertirle de su situación exacta.
—No os veo —dijo Virgilio. Gabriel, desde arriba, sí podía verle a él—. Nada, ¿no? Supongo que no ha venido nadie.
—Nada. Mira hacia arriba. Me levantaré y agitaré los brazos.
—Ah, ya te veo. Subo hacia allá. ¿Sabes?, cuando venía hacia aquí pensaba que esto era una locura.
Virgilio ascendió hacia ellos. Abrió la mochila y extrajo dos mantas que extendió en el suelo. Los tres se sentaron sobre aquel blando colchón improvisado. Después sacó también agua y unos bocadillos. Helena, que apenas había saludado a Virgilio con un lacónico hola, rechazó la comida pero bebió ansiosa, la mirada fija en la playa, tan atenta como un depredador. Gabriel empezó a mordisquear un bocadillo como lo haría un ratón, con ansiedad pero sin hambre real. Virgilio devoraba el suyo con fruición, por lo que Gabriel pensó que en realidad su guía no estaba muy seguro de que Heidi fuera finalmente a aparecer.
—Voy a llamar a Rayco —anunció Helena rompiendo el silencio de la tarde.
—Y ¿qué le vas a decir?
—Quiero advertirle. Si alguien llega, quiero que estén sobre aviso. Si llamo a la policía sin más, es posible que no me hagan ningún caso.
Marcó el número. Y siguió una larga conversación en español, salpicada de pausas.
—¿Qué le has dicho? —le preguntó Gabriel cuando colgó.
—Que le he llamado porque quería decirle algo importante, que creo que sé dónde está Heidi... en Fuerteventura. Que registré..., bueno, que registramos la habitación de Cordelia, y que tenía una pista. Le he contado más o menos toda la historia, y le he dicho que esté sobre aviso, pero que la pista puede ser falsa. Que vaya llamando a la policía de Fuerteventura para que estén preparados, por si acaso. Pero no le he dicho exactamente dónde estábamos. Si llega Cordelia con Heidi, le llamaré y le diré que la pista era falsa.
—No lo entiendo... ¿Por qué has llamado? ¿Por qué querías advertirle de antemano?
—Tú no sabes cómo funcionan aquí las cosas... O cómo pueden llegar a no funcionar. Mira, te voy a contar una historia. Hace unos años un grupo de senderistas se fueron de excursión al monte del Agua, en Tenerife, se equivocaron de camino y acabaron en una cueva. Tenían un móvil. Llamaron a servicios de emergencia. La operadora perdió tiempo en preguntar tonterías que no venían a cuento y al final consultó a su superior. El superior desvió la llamada a los bomberos. El bombero que les coge el teléfono vuelve a perder un tiempo precioso preguntando tonterías, y el que llama le explica que los excursionistas se están mareando, que empiezan a desmayarse, que les falta el aire... Bueno, el caso es que hubo una descoordinación brutal y el operativo de rescate tardó en ponerse en marcha. Los servicios de rescate llegaron demasiado tarde y fallecieron seis personas. Y no quiero que eso vuelva a pasar.
¿Lo
entiendes? Aquí no estamos en el Reino Unido, las cosas a veces van muy lentas.
—A mí no me gusta el Reino Unido, me gusta el ritmo canario. —Tras decirlo, Gabriel se dio cuenta de que no era el momento para una afirmación así. El nerviosismo le había traicionado—. Pero sí, te entiendo.
Pasaron los minutos y después las horas mientras el sol caía a plomo y reverberaba en las piedras de los bancales, difuminando los colores. El paisaje soñoliento dormía sus vagos tonos, ajeno a las expectativas de aquellos tres. El calor no resultaba agobiante porque el viento impedía que los asfixiase. Gabriel experimentaba una corriente alterna de miedo y de renovada confianza en sí mismo que excitaba y relajaba su sistema nervioso con un ritmo sincopado que lo dejaba exhausto y que golpeaba el seco polvo de la espera. Los pensamientos se agolpaban difusos y en desorden, sin raíces ni estructura que los conectara o les diera sentido: vendrá, no vendrá, vendrá con Ulrike, vendrá con Cordelia, Cordelia no querrá hablarme, los ojos azules, un azul oscuro que habla de profundidades desconocidas, como el azul del cielo cuando lo miramos y advertimos que no existe, que no es esa gran tela extendida que parece ser, que sólo es aire y vacío, que ese azul refleja la inmensidad del universo, silenciosa e inmóvil, aterradora no por su quietud real, sino por el movimiento subyacente, por todo lo que contiene y no enseña, por todo lo que imaginamos y tememos.
Y, entonces, un Land Rover llegó cruzando la playa y aparcó no muy lejos de donde estaba el de Virgilio, que las ocupantes del coche debieron de tomar por uno de los vehículos de los
tour operators
alemanes. Dos mujeres adultas salieron del vehículo. Desde allí arriba no se advertía bien quiénes eran. «Mi reino por unos prismáticos», pensó Gabriel. Dos mujeres rubias, esbeltas. Podrían ser Heidi y Ulrike o Heidi y Cordelia. Gabriel advirtió que Helena temblaba violentamente. Las mujeres seguían ascendiendo. Si una de ellas era Cordelia, pensó Gabriel, ¿podría reconocerla al cabo de diez años? ¿Se habría cambiado el pelo?, ¿habría engordado? La última vez que regresó a Edimburgo, en vacaciones, para visitar a su tía, a Gabriel le paró en la calle una mujer morena, no muy atractiva, gruesa. Hasta que ella se identificó, Gabriel no reconoció a la que había sido su primera novia. La nueva Vicky nada tenía que ver con la chica dulce y delgada que tanto le había gustado. Y la nueva Cordelia podía guardar el mismo parecido que la Vicky de treinta años guardaba con la de diecisiete: ninguno. En las fotos que él había visto, Cordelia estaba mucho más delgada que cuando él dejó de verla. Pero las fotos muchas veces no concuerdan con la realidad. Las mujeres seguían subiendo y los contornos de sus figuras borrosas se fueron haciendo cada vez más precisos. Gabriel comenzó a intuir que una de ellas no podía ser Cordelia. Ambas eran de constitución atlética y parecían flexibles, pero algo en el paso, en el ritmo, en el porte, le hacía pensar que ninguna de las dos era joven. Los minutos del ascenso se convertían en horas. Y fue entonces cuando Helena le agarró la mano con tanta fuerza como para hacerle daño. Se había quedado boquiabierta y la sangre le afluía a la cara como si la estuvieran asfixiando. Tenía los ojos muy brillantes, parecía a punto de llorar. Helena le pasó el móvil a Gabriel y en un susurro le dijo:
—Marca tú. El último número marcado es el de Rayco. A mí me tiemblan demasiado las manos.
Gabriel marcó y le pasó a ella el aparato. Escuchó a Helena hablar. A partir del poco español que entendía, supo que ella intentaba describir la situación de la casa. Se preguntó si sería tan fácil para la policía localizar una casa que a ellos les había pasado desapercibida. Si podrían, quizá, rastrear con un GPS la localización exacta del móvil desde el que Helena llamaba. Pero eso lo había visto en películas muy poco verosímiles. Y la historia que Helena le había contado sobre los excursionistas atrapados en la cueva le hacía pensar que el rastreo del móvil era más una fantasía de un guionista americano que una posibilidad real. Se decidió entonces a sacar fotos de la casa desde su iPhone.
—Dame el teléfono de Rayco. Le enviaré todas las fotos posibles, clíselo. Le ayudarán a localizar el emplazamiento de la casa.
—Buena idea. Es éste —le enseñó el número en la pantalla.
Gabriel envió fotos. De la playa, de las dos mujeres, de la casa, de la montaña. Estar ocupado le ayudaba a no pensar.
—Ahora sólo nos queda esperar.
Entretanto, las dos mujeres habían entrado en la casa. Gabriel había entendido de manera contundente que, por mucho que Cordelia hubiese podido cambiar con los años, no podía ser ninguna de ellas, pues ambas eran mujeres maduras, y que la comprensión de ese detalle guillotinaba todas sus esperan/as. Pero le sorprendió el hecho de que, incluso desde aquella distancia, una de ellas —Heidi, supuso— le pareciera una mujer extraordinariamente atractiva. Gabriel comprendió entonces el porqué del extraño influjo que aquella mujer había ejercido sobre tanta gente. Y de pronto se enfrentó a la enormidad de lo que significaba que aquellas dos mujeres estuvieran allí, sin Cordelia: que su hermana, casi con toda probabilidad, se había ahogado. Y que por eso, a su lado, Helena lloraba en silencio. Hay cuatro cosas que no vuelven atrás: la piedra una vez lanzada, la palabra tras ser dicha, el instante que ha pasado y la oportunidad perdida. Qué estúpido, qué tremendamente estúpido había sido al no haber intentado contactar con su hermana en diez años. Y qué espantosa la vida que continuaba indiferente. El cielo azul que seguía suspendido en lo alto, la tierra ocre y cálida que latía bajo sus pies, las nubes que se movían con despreocupación. Cordelia ya no estaba allí, el cielo estaba desprovisto de su presencia y la tierra despoblada y hueca. Todo había perdido de repente su sentido. Y luego el dolor fue inmenso y empezó a conjurar imágenes que ya nunca volverían —sus ojos azules, su cabello rubio, su sonrisa, su falda de cuadros, su mirada herida—, que estallaban de pronto en su mente con la intensidad de descargas eléctricas. En realidad, había estado esperando el milagro, el prodigio, pero ya no quedaba nada que aguardar, había perdido la partida definitivamente, y después de diez años de esperanza torpe y obstinada, aquella esperanza que le movía a imaginar una llamada telefónica que nunca se produjo o a buscar en el buzón una carta que nunca llegó; después de diez años en los que Gabriel buscó el rostro de su hermana cada vez que regresaba a Edimburgo, por si acaso Cordelia hubiera vuelto aunque sólo fuera, como él, de vacaciones; después de diez años en los que tantas veces siguió por la calle a otra mujer que se movía con andares parecidos —la cabeza adelantada, la mirada al frente, los pasos elásticos y firmes—; después de diez años en los que más de una vez en un bar o un autobús volvió la cabeza al oír una voz parecida a la de Cordelia —una voz grave y calmada, casi sin deje de acento escocés, porque ella siempre quiso ser distinta, hasta en la forma de hablar—, después de diez años en los que su hermana siguió a su lado, en ausencia, como ese aroma tenaz que persiste en cajones mucho tiempo cerrados y en frascos de perfume vacíos; después de diez años en los que siempre pensó que volvería a verla, que la distancia o la pelea no serían definitivas; después de diez años aguardando como un perro fiel; después de diez años en los que en todas partes tropezaba con su ausencia, en todos los lugares donde habían estado juntos y en todos los lugares en los que había estado sin ella y a los que sin embargo iban juntos porque Gabriel siempre llevó dentro de sí a su hermana; después de diez años en los que si Cordelia no estuvo la conciencia de su vacío llenó a Gabriel; después de diez años en los que la imaginó como un puerto lejano en el que algún día por fin amarraría; después de diez años se dio cuenta en ese preciso momento de que ya no quedaba nada que esperar, ningún reencuentro que propiciar, y de repente la cabeza estaba tan sobrecargada de recuerdos, de luz y de intensidad, que el vacío explotó en su cerebro, como la misma luz que le dañaba los ojos, y ya no pronunció palabra. Y los tres permanecieron inmóviles, esperando.
Fue Virgilio el que rompió el silencio al cabo de un rato.
—Creo que viene un helicóptero.
—¿Dónde?
—Aquel punto de allá.
—No veo nada.
—Es un helicóptero, fijo. Aquí, en Fuerteventura, hay una unidad de rescate muy eficiente. Porque aquí pasa de todo. Surfistas que se van mar adentro y luego no pueden volver... Eso sucede cada dos por tres, y los rescatan con helicópteros. Y me acuerdo de que recogieron a casi cien inmigrantes del fondo de un acantilado de Fuerteventura contra el que se habían estrellado las dos pateras en las que viajaban. Y utilizaron un helicóptero y una grúa aérea, también, creo... Vamos, que lo sé, que lo sé... Ése es el helicóptero de la Guardia Civil. No puede ser otra cosa.
Cuando llegaron al hotel, en un coche de la Guardia Civil, Helena estaba tan cansada que se quedó dormida en su hombro. Gabriel tuvo que zarandearla para despertarla. Al principio, ella, aturdida, no parecía recordar nada de lo que había pasado. Preguntó dónde estaban con voz vacilante y quebrada. El la agarró por la cintura porque la chica, dócil y enajenada, parecía a punto de desmayarse. Llegaron a la recepción y Gabriel pidió las llaves de las dos habitaciones. Acompañó a Helena a la suya y decidió que no podía dejarla sola en aquel estado. Se la veía incapaz de sostener la mirada —los ojos perdidos, húmedos, atónitos, incrédulos, dilatados, en suspenso— y respiraba de modo desigual y desacompasado, agitada y confusa como un animalito atrapado. Helena se tiró en la cama y se tumbó boca abajo. El decidió que dormiría a su lado. No estaba pensando en tocarla, pero tenía miedo de que si la dejaba sola ella pudiera cometer alguna locura. Arrojarse por la terraza, quizá. El piso era alto.
Lo recordaba todo como en un sueño. El helicóptero, los jeeps, las luces, los hombres con uniforme, las dos mujeres y su extraña pasividad, cómo se dejaron subir al coche como si la cosa no fuera con ellas, con elegancia incluso. Las declaraciones en la comisaría. El intérprete. Las lágrimas de Helena. Preguntas y preguntas.
Helena empezó a llorar, abrazada a la almohada, con unos sollozos que le partían el pecho. Gabriel la abrazó. Parecía muy pequeña entre sus brazos, muy frágil. Y fue ella la que le buscó la boca. Después se enredaron manos, dedos, piernas, brazos, lenguas, todo con una urgencia salvaje. Las yemas de los dedos de Helena acariciaban su cuerpo como si estuvieran definiéndolo, trazando sus límites con el mundo exterior. Gabriel reprimía un sufrimiento muy intenso en el que no se hundía, sino que, por el contrario, soportaba con todas las fuerzas que le quedaban, al borde de la experiencia culminante que sería la felicidad. Increíble que en aquel grado extremo de desolación y ansiedad, a punto de tocar fondo y de trasponer límites, el cuerpo pudiera aún responder y desear. Y, cuando acariciaba los rizos sedosos y castaños de Helena y se abría paso con el dedo índice en el sexo húmedo y tibio que se separaba y le llamaba, comprendía perfectamente por qué Helena le deseaba precisamente entonces y no antes, por qué le estaba usando, en busca de un asidero que le permitiera sobrevivir hasta la mañana siguiente, en busca, quién sabe, de liberación o de restitución, y por qué él se dejaba usar: porque existe un grado extremo del sufrimiento en el que pierden sentido todas las nociones lógicas, y en el que lo único que importa es cómo va uno a superar el altísimo muro erizado de cristales en que la noche puede convertirse, gracias a qué extraña y poderosa alquimia seguirá palpitando el pulso de la sangre, cómo se contraerán y se expandirán los pulmones para inhalar y exhalar aire, y si esa magia se concreta en un cuerpo cercano todo vale, y Gabriel sentía que toda aquella situación le sobrepasaba y le desbordaba, y sabía que la certeza de la desaparición de Cordelia había abierto diques y derribado murallas, y que ambos, Helena y Gabriel, eran como dos náufragos que se aferraban desesperadamente el uno al otro.