En cuanto el último golondrino abandonó el dormitorio, Alonso hizo lo mismo, pues tenía curiosidad por saber adónde iban.
A pesar de lo temprano que era, una multitud de jóvenes caminaba alegremente hacia el río y Alonso los siguió. Cuando llegó a la ribera del Tormes, tuvo que abrirse a empujones un hueco entre las filas de estudiantes que se agolpaban en la orilla. Jaleaban con entusiasmo a varias docenas de mujeres que cruzaban el río en barcas adornadas con ramas. Las acompañaban un par de botes llenos de tunos que les amenizaban la travesía con sus músicas.
Alguien le puso una mano en el hombro.
—Hola, Alonso. ¿Qué haces aquí solo?
—¡Bernardí! Pensé que…
—¿Que habían acabado conmigo? Estuvieron a punto… y no han perdido la esperanza.
—¿Aún te persiguen?
—Me detuvieron cuando estaba poniendo tus documentos en las ropas de los sicarios. Les dije que te vi escapar, muy malherido, y que seguramente ya estarías muerto.
—Gracias, Di.
—No tiene importancia.
—¿Cómo lograste escapar… ?
—Hablemos de otra cosa.
—¿Quiénes son esas mujeres?
—¿Las de las barcas…? Rameras. Les hacemos una fiesta de recibimiento para desagraviarlas.
—¿De qué…?
—Hará unos seis años nuestro príncipe Felipe visitó Salamanca y ordenó que, durante la Cuaresma, las mujeres de mala vida, las putas, fueran expulsadas al otro lado del río. En cuanto acaba la Pascua, los estudiantes de Salamanca vamos a buscarlas y celebramos su regreso con ramas.
—¿Por eso las llamáis rameras?
—Así es.
—¿Por qué el príncipe sólo mandó expulsar a las mujeres?
—El pecado que más preocupa a nuestro príncipe es el que se origina entre las piernas y a él esa zona debe de… escocerle mucho.
—¿Te refieres a la fornicación, Di?
—Así es.
—¿Es el peor de los pecados?
—El asesinato, el robo, la calumnia, la usura o la rapiña son, a mi entender, pecados más viles. Pero no se los persigue con tanta saña.
—¿Por qué, Di?
—Porque son pecados propios de los poderosos y a los poderosos no se los toca. En cambio, las mujeres son débiles y sirven para expiar los pecados de todos. La Iglesia condena antes a una preñada que a un poderoso, aunque sea responsable de miles de muertes.
Alonso miró a su alrededor, temeroso de que alguien lo hubiera escuchado.
Bernardí percibió su miedo.
—Ya no tengo nada que perder —masculló con infinita desesperanza.
—¿Escapaste o te soltaron para seguirte?
Di sonrió sin ganas.
—Volvamos a la conversación anterior. No me has dicho cuál es tu opinión —señaló a las mujeres de las barcas.
—Creo que culpar solo a las mujeres de lo que también hacen los hombres es injusto.
—Sensata conclusión. Oye, ¿cuántos años tienes, Alonso?
—Pronto cumpliré catorce.
—Me pareciste mayor… Será mejor que vuelvas al colegio.
—¿Nos veremos en otra ocasión?
—No…, no es probable. ¡Te deseo una vida feliz!
Alonso se emocionó.
—Gracias, Di. Nunca te olvidaré.
Di lo abrazó con todas sus fuerzas durante unos instantes. A continuación, se perdió entre la muchedumbre de escolares.
En cuanto Alonso regresó al colegio, se acostó. Aunque el dormitorio estaba vacío y en silencio, no podía conciliar el sueño. Se sentía inquieto, como si presintiera que algo malo estaba a punto de suceder. Aquellos meses en Salamanca habían sido transcendentales para él. La asistencia a las clases de la universidad, el haber escuchado y tomado parte en las numerosas discusiones que, sobre derecho, teología, filosofía gramática o aritmética mantenían los estudiantes, e incluso las juergas y picardías en las que había participado con ellos, lo habían cambiado, habían abierto su mente a la libertad, a la libertad de pensar. Y por si fuera poco, los golondrinos lo habían protegido. Gracias a que lo acompañaban a todas partes, no había sentido miedo. Pero esa etapa estaba a punto de concluir.
A eso de las cuatro de la tarde, cuando dormía profundamente, Andrés lo despertó.
—Alonso, levántate.
—¿Qué sucede?
—El rector me ha mandado recado de que recojas tus cosas y vayas a verlo cuanto antes.
—¿Qué ocurre?
—Esta mañana, mientras se celebraba el lunes de aguas, han apresado a muchos estudiantes y a varios catedráticos. Se dice que el mismo rector está en la cuerda floja.
—¿Por qué…?
—Buscan libros, libros prohibidos.
—¿Los libros de Di?
—¿Qué sabes de eso, Alonso?
—Casi nada.
—Mejor. Si alguien te pregunta…
—Me haré el despistado. ¿Dónde está Di?
—¿Por qué quieres saberlo?
—Me salvó la vida.
—Nunca conocí a nadie más generoso, ni más valiente… —se le quebró la voz, y Alonso se estremeció.
—¿Está muerto…?
Andrés estalló en sollozos. Alonso sintió una losa en el estomago.
—Estuve con él hace apenas tres horas. —Notó que se le saltaban las lágrimas.
—Trataron de apresarlo junto al río…
—¿Lo mataron?
—No se dejó coger vivo. No estaba dispuesto a que le dieran tormento para que confesase dónde había escondido los libros.
—¿Tan importantes son?
—Sí, aunque no sé si tanto como para dar la vida por ellos. —Andrés se pasó el dorso de la mano por las mejillas para secarse las lágrimas.
—Nunca lo olvidaré.
—Ni yo, Alonso. —Lo abrazó—. Ve a ver al rector lo más aprisa que puedas.
Tras recoger apresuradamente sus pertenencias, Alonso fue a la universidad. Estaba completamente vacía, pero el rector lo esperaba en el patio de las escuelas menores paseando nerviosamente de un extremo al otro.
—¡Alonso, gracias a Dios que estás bien! —hablaba atropelladamente—. ¡Tienes que esconderte hasta que abandones Salamanca!
—¿Cuándo será?
—Dentro de mes y medio partirá una expedición de comerciantes con destino a Sevilla y te he buscado acomodo en ella.
—Gracias, señor.
—Hasta entonces, no te dejes ver ni por el colegio ni por la universidad.
—Sí, pero… dónde…
El rector rebuscó debajo de sus faldones y sacó un monedero y un billete.
—Busca a Manuel en el barrio de los curtidores y entrégale esta nota. Él te ocultará hasta que salga la expedición.
—¿Cómo sabré cuándo…?
—El comerciante al que servirás como criado se pondrá en contacto contigo. No debes volver a verme. Si te relacionan con nosotros, será tu perdición. —Le dio una afectuosa palmada en la espalda—. Dios te bendiga y te proteja, hijo mío.
—Que os bendiga también a vos por vuestra bondad, rector. —Alonso le besó la mano.
Medellín, Extremadura, España. Primavera del Año del Señor de 1548
A
na llevaba varios meses ejerciendo como dama de compañía o secretaria de doña Mencía. Le gustaba, pese a que ese año la primavera era muy calurosa y se le hacía arduo ir cada tarde después de comer a la casa de la dama. Para colmo, tenía que soportar con estoicismo los pesados trajes que su madre la obligaba a ponerse.
—¿No podría llevar algo más fresco? —preguntó el día de su cumpleaños al ver que su madre sacaba del baúl una gorguera.
—Hoy has de ir bien elegante, Ana, para que las comadres de Medellín no murmuren.
—¿De qué?
—Ha de parecer que vas a celebrar tu cumpleaños en casa de los Sanabria y no a trabajar.
Ana se dejó hacer dos moños a ambos lados de la cabeza y se puso con resignación la gorguera, que le ceñía el cuello como una faja.
—Ya sé por qué llaman lechuguillas a estos cuellos —comentó, incapaz de reprimir el fastidio—. ¡Si parece que la cabeza me sale tic una lechuga!
Sin hacer caso de sus quejas, su madre dijo:
—¡Qué enojo! No tenemos pendientes para este vestido. ¡Ah! Te pondrás la toca con papos de la abuela. ¡Como tapa las orejas, no necesitarás pendientes!
—¡La toca con papos! ¡Pero si ya estoy peinada! ¡Además, con estos calores me desmayaré si me la pongo!
—Nunca serás una dama distinguida, hija. Protestas por todo, lo único que no parece molestarte es el verdugado
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—Porque los aros me separan la ropa de las piernas y siento menos calor.
Después de mucho discutir con su madre, Ana llegó a casa del Adelantado primorosamente acicalada con la toca de papos y una basquiña de lana.
—¡Qué elegante vienes, Ana! —exclamó Mencía al verla.
—Hoy es mi cumpleaños.
—Y tu madre te ha hecho vestirte de gala. Puedes quedarte en camisa para que estés más cómoda, porque tenemos mucho trabajo.
Esa misma tarde completaron una tarea que las ocupaba desde hacía seis meses: revisar las actas de bautismo y los certificados de pureza de sangre de las ochenta doncellas que habían accedido a viajar al Nuevo Mundo.
—¿No iban a ser cien, señora? —preguntó Ana.
—Sí, pero no hemos logrado reunir más que ochenta. Y eso que hemos buscado en toda la región. Hemos tenido que excluir a muchas porque no cumplían los requisitos. La Casa de Contratación no quiere que los conversos o los moriscos viajen al Nuevo Mundo, sino solo los cristianos viejos, para evitar que los indios entren en contacto con infieles o gentes de fe poco firme.
—He leído que a las Indias están arribando multitud de picaros de toda Europa.
—Les es imposible controlar a todos los que van, por mucho que se empeñen —suspiró la dama.
La relación entre ellas se había estrechado mucho. Doña Mencía, aunque tenía dos hijas mayores que Ana, prefería su compañía, pues apreciaba su buen juicio y amena conversación. Era frecuente verlas haciendo diligencias por Medellín, bien en silla de manos, bien a pie. La dama ponía mucho empeño en conocer personalmente a todas las candidatas para asegurarse de que cumplían las condiciones requeridas por la Corona: linaje, pureza de sangre, castidad, devoción, buenas costumbres… y belleza, si era posible, para que los conquistadores las prefiriesen a las indias.
—¿Te gustaría acompañarme a Cáceres? Tengo que entregar unos documentos allí —le preguntó esa tarde doña Mencía a su joven secretaria.
—No sé si mi padre me dará permiso.
Don Primitivo accedió y tres días después emprendieron el viaje escoltadas por cinco criados.
Era la primera vez que Ana salía de Medellín y estaba emocionada. En cambio, doña Mencía encontraba molesto pasar tantas horas a lomos de una muía, con tan solo un parasol para protegerse de los ardientes rayos solares.
Durante las largas horas de conversación que mantuvieron para entretener el viaje, Ana se enteró de que don Juan de Sanabria necesitaría vender toda su hacienda para armar los seis buques que el Consejo de Indias le exigía llevar al Nuevo Mundo, según lo acordado en las capitulaciones.
—Nos harán falta doscientos mil maravedíes cada mes para pagar los sueldos de capitanes, pilotos, marineros y grumetes, y eso sin contar a carpinteros, calafates, despenseros y toneleros.
—No podía imaginar que hiera tanto.
—Además, hemos de comprar armas, pólvora, herramientas, baldes, anzuelos, plomos, redes, arpones… e instrumentos de marear como astrolabios, anteojos o cuadrantes…
—¿Qué clase de provisiones se llevan en un barco?
—Conservas de carne salada o seca, bizcochos, legumbres, membrillo, aceite de oliva, miel, vinagre, agua ¡y un sinfín de barriles de vino! Pero ha de ser de Pelayos o de San Martín, que por lo visto se mejoran en el mar.
—Nunca se me habría ocurrido pensar que fueran necesarios tantos pertrechos —murmuró Ana, abrumada por la cantidad de cosas que desconocía.
—No he mencionado cosas tan necesarias como paños para velas, cuerdas, correajes, brea, alquitrán, lámparas de aceite, mechas y pedernal, leña para hacer fuego… Nuestra fortuna no será suficiente; hemos de emplear también la de los amigos que nos acompañan.
—¿Y si algo sale mal? ¿Cómo afrontaréis el regreso sin dinero?
La dama vaciló un instante.
—Al Nuevo Mundo se va para «valer más», y o se vuelve rico o no se vuelve nunca.
Ana sentía una gran admiración por aquella dama inteligente, trabajadora, eficiente y capaz. Pero una semana después descubrió, para su sorpresa, que su opinión sobre doña Mencía no era compartida por algunas damas de Medellín. Leonor, una amiga de su madre, comentó a la salida de misa:
—Mencía usurpa tareas que corresponden a su marido.
—¡Es su propio esposo quien se lo ha pedido! —replicó Ana.
—Pues debería haberse negado. No es decente que una dama se ocupe de asuntos de hombres, abandonando el gobierno de su casa y el cuidado de sus hijos. Tengo entendido que Diego no es hijo suyo, sino de la primera esposa del Adelantado.
—Sea o no su hijo, doña Mencía lo quiere como tal, doy fe de ello. —Ana había sido testigo en varias ocasiones del mucho cariño que la dama le profesaba.
Leonor puso boca de higo seco.
—Pareces mostrar mucho interés por ese muchacho. El futuro Adelantado —recalcó.
—Aunque frecuento su casa, apenas he tenido ocasión de tratarlo.
—A propósito de eso, me han comentado que no tienes tiempo de acabar tu ajuar, Ana. Espero que «tu Adelantada» te encuentre un marido rico y no tengas que trabajar en el Nuevo Mundo; porque en este ya has trabajado bastante.