—En 1543 don Brás creó, en tierras de su propiedad, una Santa Casa de la Misericordia y la llamó hospital de Todos Os Santos. Para abreviar, todo el mundo lo llamó Santos, lo mismo que a la villa que creció alrededor del hospital.
—Parece mentira que Santos se haya hecho tan grande en tan solo diez años.
—Y más que crecerá. Tiene un gran futuro. Por lo visto, su puerto está mejor situado que el de la ciudad de San Vicente.
—Si don Brás fundó un hospital… es, sin duda, un hombre caritativo y temeroso de Dios.
Menciíta rio.
—¿Caritativo don Brás…? Quizá sean hablillas, Ana, pero se dice que es un hombre despiadado. Hace incursiones por todo el litoral en busca de indios para sus plantaciones.
—¿Esclaviza a los indios?
—Y a las indias más hermosas para usarlas como concubinas.
—¿Y quieres que me case con un hombre así?
—Ningún hombre de los que hacen fortuna en estas tierras es compasivo, Ana. Tampoco tu admirado capitán Salazar.
—No sé por qué dices eso.
—No estoy ciega.
—Te equivocas…
—Ana, soy tu amiga; permíteme darte un consejo: olvídate de Salazar. Si Brás de Cubas pide tu mano, ¡acéptalo! Ha sido gobernador de la Capitanía de San Vicente durante cuatro años y se rumorea que volverá a serlo. ¿Te imaginas lo que supondría ser gobernadora? ¡En el Nuevo Mundo es tanto como ser reina!
—Yo… no quiero casarme, por lo menos hasta que lleguemos.
—No encontrarás en Asunción un partido mejor.
—Tu madre no consentiría en ese matrimonio.
—No estés tan segura. Tu casamiento con don Brás sería un precio que pagaría gustosa para estar a bien con los portugueses.
Cuando se quedó a solas, Ana caviló que tendría que alegrarse de haber interesado al hombre más importante de la Capitanía, al que sus padres habrían elegido por su nobleza y fortuna. Sin embargo, le horrorizaba casarse con él.
Afortunadamente, don Brás se fue de viaje pocos días después a recorrer sus inmensas plantaciones del litoral y Ana dejó de pensar en ese asunto.
Las fiestas se multiplicaban y cada día tenía que esmerarse con los afeites y tocados para disimular la escasez de joyas y vestidos.
La víspera de San Juan, doña Mencía mandó recado a Alonso para que fuese a visitarla.
El joven la saludó con una respetuosa inclinación de cabeza, aunque aún sentía cierto resentimiento contra ella.
—Maese Pedro me ha dicho que hoy es tu cumpleaños y quiero ofrecerte un regalo por haberme servido bien.
—No merezco tanta generosidad —replicó.
—Con el próximo barco que zarpe de Santos enviaré un mensaje al Consejo de Indias solicitándole que mande una nao a recogernos. Y cuando lleguemos a Asunción, le pediré a mi hijo que u conceda un permiso para explorar nuevos territorios. Así, Dios mediante, tendrás la posibilidad de hacer fortuna.
Alonso abrió los ojos. Una concesión del Adelantado para ex plorar nuevas tierras era más de lo que se había atrevido a soñar.
—Gracias, muchas gracias, señora. —Besó las manos de la dama con emoción.
—De nada, mancebo. Espero que te sonría la fortuna. Pero no lo dejes todo al azar. Recuerda que tu carácter es tu destino.
Alonso asintió con los ojos chispeantes de alegría. Había ido al Nuevo Mundo para «valer más» y sus sueños podrían, al fin, cumplirse.
Decidió pedirle al jefe de armas del
San Miguel
, con quien había hecho amistad en Santa Catalina, que lo instruyese en el manejo de la espada y otras armas, pues necesitaría manejarlas con destreza si quería convertirse en un conquistador.
«Ya soy mayor para el oficio de armas y tendré que esforzarme si quiero aprenderlo», se dijo.
Al poco de su llegada, algunas doncellas, las más hermosas, recibieron proposiciones de matrimonio, cosa que irritó a doña Mencía.
Una tarde, las reunió en el patio de la casa que les había cedido don Brás. Con semblante grave, sentada junto al confesor de las jóvenes, les dijo:
—Fray Juan me ha comentado que algunas habéis recibido propuestas de matrimonio, y quiero recordaros que no os he traído al Nuevo Mundo para que desposéis con portugueses.
Lucinda replicó:
—Son cristianos y católicos como nosotros; no es como si se Matara de infieles…
La mirada fulminante de la Adelantada la hizo callar.
—Estáis destinadas a casaros con los caballeros de Asunción. ¡Y los hijos que con ellos tengáis repoblarán estas tierras! ¡Es la misión que me ha encomendado la Corona! ¡Y a fe mía que se cumplirá!
Ana enrojeció de indignación. ¡Cómo podía decir tan a las claras que las habían destinado a la procreación, como si fueran animales domésticos!
—Hijas mías, arrodillaos y rezad para pedir al Señor que os ayude a cumplir la misión que os ha sido encomendada —dijo fray Juan.
Las damas obedecieron dócilmente. Ana, tras vacilar un instante, las secundó con el alma llena de ira.
Pese a los rezos, unas cuantas doncellas se casaron, entre ellas Lucía y Lucinda, las gemelas.
—Lucinda, un caballero ha pedido mi mano.
—¿No se ha fijado en que te faltan los dientes?
—Nunca sonrío delante de él, ¿qué te crees?
—Ya… ¿Y tiene fortuna?
—Sí, es un comerciante muy rico.
—¿Y es hidalgo?
—No le he preguntado. No quiero hablar mucho… por los dientes. Él piensa que soy muy recatada.
—¿Quién es?
—Don Joaquín.
—¿Ese que parece un botijo? ¡Acéptalo!
—Tiene un amigo…
Como las gemelas no querían separarse, se casaron con sendos caballeros portugueses, a cual más horrendo.
Otras tres damas se casaron en Santos, pero el resto se limitó a inocentes galanteos, a la espera del marido que les habían prometido en Asunción.
Por su decimoctavo cumpleaños, Doña Mencía le había regalado a Ana una camisa con el cuello y los puños primorosamente bordados.
Esa mañana, cuando se la probó ante el espejo con el corpiño de mangas acuchilladas, se vio hermosa.
«Este viaje de pesadilla está a punto de terminar. Pronto llegaremos a Asunción y allí me será fácil conquistar al capitán Salazar, y si me rechazase, ¡Dios no lo quiera!, a algún otro hombre de mando», pensó.
Oyó dos golpecitos en la puerta y, a continuación, la voz de la Adelantada.
—¿Puedo entrar?
—Sí, señora.
—Te sienta bien. Te has convertido en una mujer muy agraciada. A decir verdad, no eres la más hermosa a primera vista, pero tienes algo que atrae… mucho. Quizá se deba a tu carácter… En fin, deberías ponerte esa ropa mañana.
—¿Mañana?
—Sí, iremos con el gobernador a visitar las plantaciones de azúcar de don Brás.
—No me apetece, señora.
—El gobernador me pidió expresamente que fueras. «Llevaos a vuestra hija soltera y a la joven que sentía tanta curiosidad por el ingenio y que agradó a don Brás», dijo. Así que no puedes faltar.
Brás de Cubas fue a buscarlas en un corcel blanco. Le seguía un carro descubierto, con una toldilla con flecos de oro para protegerse del sol.
—¿Os habéis fijado? No creo que nuestro emperador tenga un coche tan magnífico —masculló Menciíta, asombrada.
—Es más rico que un rey y sus tierras más extensas que muchos reinos de Europa —le explicó la Adelantada.
El carro iba conducido por un joven negro de extraordinaria gallardía, vestido con un jubón de terciopelo ribeteado con hilo de oro.
Don Brás, tras ayudar a subir a las mujeres, colocó su corcel en la parte izquierda del coche, para escoltarlas.
Tomé de Souza, al que recogieron a continuación, colocó su montura al lado derecho, donde iba sentada doña Mencía. La dama le sonrió, agradecida por la gentileza.
Se internaron en la selva. Las envolvió aquella vegetación exuberante, verde y jugosa tan abundante en las Indias y que tanta admiración despertaba en Ana.
Cuando llegaron a la plantación, la Adelantada se sorprendió:
—Todo en el Nuevo Mundo tiene unas dimensiones colosales —dijo.
—¡Estas benditas tierras son un regalo que Dios Nuestro Señor nos ha concedido a los portugueses! —dijo el gobernador mirando a la dama.
Doña Mencía se mordió la lengua para no replicar que Dios se las había concedido a los españoles.
Ana estuvo a punto de decir que a quien Dios había dado esas tierras era a los indios, pero se contuvo. «Desde que hemos llegado al Nuevo Mundo, mi juicio ha cambiado. Cosas que antes aceptaba como incuestionables, ahora me parecen un dislate», pensó con aprensión.
—Estas tierras serían perfectas si estuvieran bien pobladas —afirmó Brás de Cubas.
—¿A qué os referís? —le preguntó doña Mencía.
—Como los indios son débiles, nos vemos obligados a traer esclavos fuertes y resistentes para trabajar las plantaciones —señaló a los numerosos hombres y mujeres de piel oscura que trabajaban entre las cañas.
Ana se fijó en que casi todos eran extraordinariamente esbeltos y hermosos, como si los hubieran escogido.
—Habéis traído buenos esclavos de África —comentó doña Mencía.
—Los mejores —dijo con orgullo el
fazendeiro
—. Me atrevo a aseguraros que ni siquiera en Sevilla se ven de esta calidad.
—Afortunadamente, los habéis vestido con decoro. En África exhibían sus cuerpos sin recato y tuve que velar por el pudor de nuestras doncellas.
—He dado orden de que sean instruidos en la verdadera fe y bautizados, lo quieran o no —terció el gobernador.
—Me parece atinado, excelencia. Hemos de procurar su salvación.
—Aunque… caen constantemente en el pecado.
—Lo que mi amigo Tomé quiere decir es que ¡no paran de reproducirse! —añadió el
fazendeiro
con una risita hipócrita. Y señaló a un grupo de niños de piel canela que correteaban por los linderos de la plantación. Ana se percató de que tenían la piel más clara que sus madres. Eran hijos de los blancos.
A la misma conclusión llegó doña Mencía, que ironizó:
—Veo que vuestros hombres se… sacrifican cruzándose con las esclavas para aumentar la hacienda.
—Es que las esclavas no tienen pudor… Hasta se mezclan con los indios por puro placer.
Su cinismo sublevó a Ana.
—¿Por qué culpáis a esas pobres mujeres de vuestra lujuria? —le espetó al
fazendeiro
.
Brás de Cubas la miró con descaro.
—Las mujeres hermosas nos incitan a pecar. Los hombres no podemos evitarlo.
—¿Y nosotras sí?
—¿Acaso no tentó Eva a Adán?
—Sí…, pero…
—Desde entonces, las mujeres son responsables de la lujuria que despiertan en los hombres, mi joven señora. Y en ellas está el evitarla.
Ana, indignada, quiso replicar, pero doña Mencía le advirtió, con la mirada, de que no se atreviera a hacerlo.
Llegaron a una zona de la plantación cerrada con una empalizada y vigilada por
bandeirantes
armados. Ana se fijó en que los trabajadores que había allí eran indios.
—¿Por qué hay tanta vigilancia? —le preguntó la Adelantada al
fazendeiro
.
—Estos indios están recién traídos del litoral; hay peligro de que huyan.
—¿Es que hacéis trabajar a los indios como esclavos?
Brás de Cubas miró a la Adelantada con socarronería.
—¿Queréis que os mienta, señora?
—Los reyes de España y Portugal han prohibido expresamente que se esclavice a los indios, don Brás.