Alonso cerró los puños con tal fuerza que se clavó las uñas en las palmas de las manos. Aquella altiva dama despreciaba su advertencia porque no era más que el ayudante del cocinero. No se daba cuenta de que los conspiradores habrían tenido tiempo de llegar a Asunción y hacer un pacto con Irala para deshacerse del joven Adelantado y, quizá, también de él, que por lo visto representaba un peligro para la maldita dinastía de los Andrade.
—¡Ah! Una cosa más —le dijo la dama cuando se alejaba—. ¡Olvídate de Ana, no es para ti!
Esa madrugada comenzaron a cargar las naos para zarpar hacia Mbiazá.
Alonso ayudaba a maese Pedro a acomodar unos barriles en la bodega del
San Miguel
cuando una ola hizo zozobrar la nave y una caja se escurrió del estante más alto.
—¡Apartaos! —gritó Alonso.
—¡Diablos! ¡Por poco me afeita las vergüenzas! ¡Cielos, mira, Alonso! —señaló el lugar que había ocupado la caja—. Se ha hecho un agujero en el casco, con el roce de la caja. ¡Este barco está podrido!
—¿No será un sabotaje, maese Pedro?
—No. Es la humedad y el calor de estas tierras, que hacen fermentar la madera. La caja, al caer, ha quebrado también el suelo.
Alonso se agachó con la linterna para iluminar el lugar donde había caído. Comenzaba a manar agua de entre las tablas.
—¡Ha abierto una vía de agua en el casco inferior! —exclamó.
—¡Dios nos asista, Alonso! ¡Este barco se deshace! ¡Vamos a dar aviso!
Intentaron taponare! agujero, pero la madera podrida no resistía el empuje del agua. Y cada vez que trataban de clavar otra tabla encima, el suelo se deshacía y aparecía un agujero mayor.
Afortunadamente tuvieron tiempo de vaciar la carga antes de que, al anochecer, el
San Miguel
se hundiera en las aguas de Santa Catalina.
—Nos sirvió bien —musitó doña Mencía, con los ojos brillantes, cuando el último remolino se lo tragó.
Costa de Brasil. Desde enero del Año del Señor de 1552 a enero del Año del Señor de 1553
L
a bahía de Mbiazá era muy adecuada para resguardarse de un ataque sorpresa, pues se trataba de una especie de lago salado con tan solo una estrecha entrada desde el mar, a su vez protegida por una barrera de arrecifes muy difícil de sortear.
—Divisaremos desde la orilla cualquier barco o canoa que intente entrar en la bahía —explicó Francisco de Becerra, que, tras oír hablar a los colonos libres de las excelencias del lugar, lo había explorado poco antes de la llegada del
San Miguel
.
Para trasladarse a Mbiazá tuvieron que hacer varios viajes en el único barco que les quedaba: la nao de Becerra.
En el primer viaje embarcaron a los hombres más fuertes, entre los que estaba Alonso, para que tuvieran tiempo de levantar bohíos donde alojar a las mujeres.
En el segundo, trasladaron a las mujeres y a los soldados.
Ya solo quedaban en Santa Catalina unos cuantos hombres desmantelando el campamento y la mayor parte de la carga. Francisco de Becerra se aprestó para ir a recogerlos.
—Se ha levantado mucho viento, te valdría más esperar a que se calme —le advirtió su esposa.
—¡Quedé en ir a recogerlos hoy!
—Podrán esperar hasta mañana.
—No temas, Isabel; sé lo que me hago.
A mitad del viaje de vuelta se desató un vendaval terrible, las aguas se encresparon y a la nao le costaba avanzar.
Después de muchos virajes logró llegar a la bahía de Mbiazá.
Los expedicionarios instalados allí dejaron sus quehaceres y corrieron a la playa para ver la maniobra de entrada.
—No les será fácil sortear los arrecifes con este viento —opinó preocupado Sánchez Vizcaya, el piloto mayor, que oteaba con su catalejo.
—Para colmo, pronto se irá la luz —añadió Salazar.
Un golpe de viento azotó la nao con una fuerza inusitada cuando pasaba entre los arrecifes.
—¡Roguemos a Dios Nuestro Señor por su salvación! —exclamó fray Juan dejándose caer de rodillas sobre la arena.
Isabel de Contreras, abrazada a sus hijas y con la mirada clavada en el barco que se balanceaba a merced de las olas, era incapaz de pronunciar palabra. Ni siquiera gritó cuando una ola enorme estrelló la nao contra los arrecifes y esta comenzó a hundirse ante los ojos de todos.
Unos cuantos marineros saltaron por la borda para intentar alcanzar la playa a nado. Pero la mayoría no sabía nadar y gritaba desde la cubierta pidiendo auxilio.
En la playa, los expedicionarios contemplaban atónitos la pavorosa escena. Alonso fue el primero en reaccionar. Se ató una cuerda a la cintura y se internó en el agua encabritada, que saltaba por encima de su cabeza. Ana se sorprendió de su valor. Hacía falta mucho para internarse entre aquellas olas espeluznantes que golpeaban la arena con tanta furia. A los pocos minutos, Alonso regresó con un hombre y, tras dejarlo en la arena, entró de nuevo en el agua. Varios marineros que sabían nadar siguieron su ejemplo y, con cuerdas atadas a la cintura, entraron a sacar a otros náufragos. En cambio, los mandos se quedaron en la orilla.
«El nacimiento es un azar injusto», se dijo Ana, al ver que aquellos villanos se comportaban con más valor que los hidalgos.
La playa se llenó de cuerpos rescatados del agua. Maese Nicolás, el barbero cirujano, se acercaba corriendo desde las dunas con una brazada de lonas, tiras de tela y una bota de vinagre cruzada en la espalda.
Ana le salió al paso.
—¿Necesitáis ayuda? —le preguntó.
—Sí. A los que estén vivos, tapadlos con estas lonas para que entren en calor.
Ana reclutó a varias jóvenes para que la ayudaran.
Mientras, el cirujano, ayudado por maese Pedro y doña Mencía, se esforzaba en atender a los más graves.
Doña Isabel escudriñaba las olas con desesperación.
—¡Francisco! ¡Falta Francisco! ¡Tenéis que buscarle! —repetía una y otra vez.
El piloto mayor corrió de un lado a otro para interrogar a los que salían del agua por su pie.
—¿Dónde está Becerra? ¡Falta Becerra! ¿Lo habéis visto?
Todos movían la cabeza en sentido negativo.
Un jubón de color rojo asomó un instante por encima de las aguas oscuras antes de volver a hundirse.
—¡Franciscooo! —gritó Isabel de Contreras. Y se internó entre las olas.
—¡Detente, Isabel! ¡Está a más distancia de la que piensas! ¡Las olas te derribarán! —gritó Mencía, angustiada.
Isabel no la escuchaba. Impasible, siguió avanzando.
—¡Ya es tarde, Isabel! ¡Está muerto! ¡Es un cuerpo muerto! —Corrió al agua para detener a su amiga. No llegó a tiempo. Una ola enorme la derribó. Su cabeza emergió un par de veces, pero el reflujo la arrastró mar adentro.
—¡Socorredla! ¡Se ahoga! —gritó la Adelantada.
El capitán Salazar se lanzó a rescatarla. Tras varias zambullidas logró sacar del agua la cabeza de doña Isabel. Ella, presa de la desesperación, se le agarró al cuello con tal fuerza que le impedía bracear.
Se estaba yendo la luz y Ana solo podía atisbar dos cabezas, que la corriente arrastraba mar adentro. Cayó de rodillas sobre la arena y sollozó:
—¡Dios Bendito, salvadlos! ¡Salvad al capitán Salazar!
Alonso, que estaba su lado ajustándose la soga a la cintura para volver al mar a sacar más náufragos, la oyó. «Haga lo que haga, nunca se fijará en mí», pensó apesadumbrado.
Tras más de media hora de lucha, cuando todos los daban por muertos, Salazar logró dar con una corriente que volvía a la playa. Nadaba con la melena de doña Isabel enrollada en su muñeca derecha para que no se hundiese. En varias ocasiones tuvo que dejarse flotar un rato boca arriba para recuperar las fuerzas. Por fin, sus pies tocaron suelo. Depositó sobre la arena a la desmayada dama y se dejó caer, desfallecido. Ya era completamente de noche y dos marineros se acercaron con hachas encendidas para alumbrarlos. Doña Isabel tenía los muslos al aire, sus sayas y faldetas le habían sido arrancadas.
—Tuve que aligerarla del peso de tanta ropa mojada, para no hundirnos —musitó Salazar.
Maese Nicolás, el diligente barbero, se acercó corriendo.
—¿Estáis bien?
Salazar inspiró antes de contestar.
—Sí.
—¿Se os ha roto algún miembro?
—No…, no creo.
—Entonces, moveos para entrar en calor mientras yo me ocupo de socorrer a la dama.
Se arrodilló junto a ella y comenzó a palparle el estómago.
—¿Respira? —preguntó Salazar sin aliento.
—Sí, pero… muy débilmente. Ha tragado mucha agua.
En ese momento llegó fray Juan Fernández Carrillo, que, al ver los muslos desnudos de doña Isabel, gritó:
—¡Apartaos! ¡Nadie debe contemplar su desnudez!
—¡Dejaos de pudores, fray Juan, y ayudadme a desnudarla! —replicó el barbero cirujano tratando de desanudar el apretado corpiño de terciopelo verde que llevaba la dama.
Salazar se arrodilló para ayudar al barbero.
—No entiendo por qué se ha puesto estas ropas tan complicadas —se quejó tirando nervioso de las cintas del corpiño sin conseguir aflojarlo.
Fray Juan separó las manos de los hombres del corpiño de la dama.
—¡No consentiré esa impudicia!
Salazar apartó malhumorado al fraile.
—¡Quitaos de en medio! ¡Hemos de conseguir que respire! —sacó su daga y con ella cortó el apretado corpiño de la dama.
La Adelantada y las dos hijas de doña Isabel llegaron corriendo en ese momento.
—¡Está muerta! —gimió Elvira.
—Aún le queda aliento. Pero… respira con mucha dificultad —contestó el barbero.
Salazar y maese Nicolás le apretaban el estómago a doña Isabel para que echase el agua que había tragado. Ana se fijó en las piernas de la dama. Eran blancas, hermosas y bien formadas.
Por fin, doña Isabel vomitó varias bocanadas de agua y Salazar pareció aliviado. Pero enseguida comenzó a toser, ahogada por sus vómitos.
Salazar arrimó su boca a la de la dama y comenzó a insuflarle aire. El fraile, horrorizado, intentó apartarlo.
—¡No os atreváis a mancillarla!
—¡Intento conseguir que respire! —replicó Salazar, demudado. Apartó al fraile de un empujón y siguió insuflando aire en la boca de doña Isabel.
—Ya vuelve en sí —murmuró al ver que la dama abría los ojos.
Isabelita y Elvira se echaron a llorar. Su madre las miró.
—¡Madre, madre! ¡El capitán Salazar os ha salvado!
Fray Juan puso en manos de Elvira un lienzo.
—Tapadla, hija mía.
Mientras lo hacía, el rostro de doña Isabel se contrajo con un rictus de dolor.
—¿Dónde está Francisco? ¿Dónde está mi esposo? —preguntó.
Se hizo un silencio sepulcral.
—¿Dónde está tu padre, Elvira?
La muchacha se apartó para ahogar un gemido.
A la mañana siguiente, unos marineros volvieron con la noticia de que habían visto el cuerpo de Francisco de Becerra apresado entre unas rocas que estaban en el otro extremo de la playa.
Isabel de Contreras, nada más enterarse, corrió hasta allí. Besó y zarandeó el cuerpo del difunto, en un intento desesperado de devolverle la vida, hasta que doña Mencía la agarró por los hombros y la obligó a ponerse en pie.
—¡Está muerto, Isabel!
—No… Me está mirando.
Mencía cerró los ojos del difunto.
—Hace horas que su alma abandonó este mundo, Isabel; hagas lo que hagas no volverá jamás. ¿Lo has entendido? ¡Jamás!
Doña Isabel emitió un quejido grave y profundo que le heló el alma a Mencía. La viudez las unía a ella y a su mejor amiga en aquella tierra extraña, inmensa y hostil.
El capitán Salazar se quitó la capa y cubrió con ella a Isabel, que temblaba.
—Gracias —musitó. Luego, comenzó a llorar en silencio.
Durante el entierro, Salazar juró delante de todos amparar a doña Isabel y a sus hijas, que se habían quedado solas en el Nuevo Mundo.
Este noble gesto incrementó la admiración que Ana sentía por él.
Elvira, la hija menor de Isabel de Contreras, quedó muy afectada por la desgracia. El horror y la impotencia de haber visto desaparecer a su padre bajo las aguas le provocaron pesadillas que se prolongaron durante varios meses. Su madre estaba desesperada. Al dolor por la pérdida de su esposo se unía la preocupación por su hija.
—Elvira se despierta por las noches diciendo que se ahoga, Mencía, y temo que algún día le suceda de verdad, pues se queda sin respiración.
—¿Tan mal está?
—En una ocasión se puso negra y nos costó mucho lograr que recuperara el aliento.
—¿Has hablado con el cirujano?
—Le ha dado hipérico, pero hasta ahora no ha dado resultado y no sé qué hacer.
—¿Quieres que hable con fray Bernardo, mi confesor? Es un gran conocedor del alma humana y de sus sufrimientos.
—Creo que sería más adecuado encomendar esa tarea al padre Juan Fernández Canillo, el confesor de las muchachas.
—Sí, pese a su juventud es un hombre sabio y piadoso. Hablaré con él.
—Lo haré yo misma, Mencía. —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. ¿Crees que mi Elvira hallará consuelo en sus consejos?
—No te derrumbes, Isabel. Se curará, pero ten paciencia. Los males entran en un momento y se van a paso lento.
A partir de aquel día, el padre Juan Fernández Carrillo se ocupó de levantar el ánimo de la joven Elvira. Desde que se levantaba hasta que se acostaba, en sus rezos o en sus paseos por la playa, luchaba por sacarla de la tristeza y la desesperación en la que se estaba hundiendo. Unos meses después, sus buenos oficios devolvieron la sonrisa a la muchacha, que se aficionó tanto a su compañía que no quería separarse de él ni siquiera para ir de paseo con las otras jóvenes. Entre ellos se estableció una sólida amistad que se prolongó hasta el final de sus días
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Solo hubo un motivo de alegría en Mbiazá por aquellos días: el anuncio de la boda entre María de Sanabria y el capitán Hernando de Trejo.
Doña Mencía no intentó oponerse, pese a que esa boda acarreaba para el capitán Trejo el título de alguacil mayor de Asunción y contrariaba el deseo del marqués de Mondéjar, que había elegido a Salazar para ese cargo.
Ana, que aparte de doña Mencía era la única que lo sabía, se guardó de decírselo. Entre otras razones porque esa boda le facilitaba el acercamiento al hombre de sus sueños.