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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

El corazón del océano (38 page)

BOOK: El corazón del océano
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—Tampoco. Opina que es peligroso que permanezcamos en San Francisco con tantas mujeres, expuestos a los ataques de los indios y ¡nos ha dado permiso para que nos traslademos a Santos!

La dama no pareció alegrarse con la noticia.

—¿No será que quiere hacernos abandonar San Francisco?

—Probablemente. Pero debemos aceptar su oferta. Sin armas ni víveres no tenemos ninguna posibilidad de sobrevivir aquí mucho más tiempo.

—Se hará como decís —murmuró resignada.

En el mes de marzo del año 1553, los expedicionarios abandonaron San Francisco, la colonia que habían fundado dos meses antes, para trasladarse a la Capitanía portuguesa de San Vicente.

IV
CAPITANÍA DE SAN VICENTE

Puerto de Santos. Capitanía portuguesa de San Vicente. De marzo a junio del Año del Señor de 1553

L
a Capitanía portuguesa de San Vicente, cuya capital se hallaba en la isla del mismo nombre, era una colonia próspera y bien abastecida. A su principal puerto, Santos, llegaban barcos procedentes de Lisboa y de media Europa. Sin contar el comercio que mantenían, por tierra y mar, con otras colonias del Nuevo Mundo.

Las mujeres europeas escaseaban y doña Mencía y sus damas fueron muy bien recibidas.

Don Tomé de Souza, el gobernador portugués, ordenó que se les repusieran sus ajuares. Y les proporcionó alojamiento en el puerto de Santos.

Brás de Cubas, el mayor
fazendeiro
o hacendado de la Capitanía, se encargó, a instancias del gobernador, de alojar a las mujeres en una magnífica mansión de su propiedad en pleno centro de Santos. La casa estaba lujosamente amueblada y bien provista de servidumbre, compuesta, en su mayoría, por esclavos africanos que abundaban mucho allí, pues los
fazendeiros
los hacían traer desde África para que trabajasen en sus haciendas.

Tanto Santos como la cercana ciudad de San Vicente parecían lugares idóneos para recuperarse de las calamidades sufridas durante el viaje.

Las damas estaban encantadas. Aquella tierra era bellísima, disfrutaban de toda clase de comodidades y recibían continuos agasajos y atenciones de los caballeros portugueses, con quienes se entendían sin gran dificultad, pues Extremadura hacía frontera con el Reino de Portugal y estaban acostumbradas a su lengua.

Salazar, Trejo, Sánchez Vizcaya y los demás mandos, así como todos los hidalgos y familias nobles de la expedición, fueron decorosamente instalados en otras mansiones de hacendados de Santos y de la cercana ciudad de San Vicente.

Marineros, artesanos y gente de tropa fueron alojados en unos barracones de los muelles y el gobernador ordenó que se les proporcionase ropa y comida para tres meses.

Tan solo Alonso se sentía inseguro. Los portugueses eran aliados de su padre y temía que hasta Santos hubiera llegado la orden de acabar con él. A ello se prestaría cualquier malencarado de los muchos que se cruzaba en la calle, pues gran parte de la población de la Capitanía estaba compuesta por delincuentes convictos a los que se les había conmutado la pena de cadena perpetua o muerte por la de destierro en las Indias. Pero a medida que pasaban los días sin que le sucediera nada, se tranquilizó: «O me dan por muerto o he dejado de interesarles».

El gobernador y otros gentilhombres portugueses invitaban a las damas españolas de mayor rango a todas las fiestas y banquetes que se celebraban en Santos y en la cercana ciudad de San Vicente. Isabel, sus hijas y otras damas asistían encantadas. Pero doña Mencía siempre rehusaba, alegando que estaba de luto y preocupada por la suerte de su hijo Diego, impidiendo a Ana y Menciíta hacer vida social.

Don Brás de Cubas, el hacendado en cuya casa estaban alojadas, ofreció un banquete en una mansión que poseía en San Vicente. En esta ocasión, hubiese sido una descortesía no asistir y la dama accedió, para alegría de Menciíta y Ana.

Dieron gritos de admiración al recibir los vestidos que les había enviado don Brás a ellas y a doña Mencía para que asistieran a la fiesta. Eran de tafetán, con pasamanos de terciopelo y flecos de seda. Uno de color verde agua, otro azul y otro rojo. Con ellos venían tres mantos de humo, fabricados con tul de seda tan transparente que parecían nubes.

—Los jubones tienen demasiado escote —arguyó doña Sancha.

—Sí, tendremos que añadirles lechuguillas —dijo doña Mencía.

—Pero, madre, nadie las lleva en Santos, hace demasiado calor —protestó Menciíta, encantada con el hermoso vestido verde que había escogido.

—De acuerdo, pero no os abráis demasiado la camisa.

Ana se decidió por el azul y la Adelantada devolvió el rojo a Sancha.

—Dile a don Brás que me lo cambie por uno negro.

La dueña regresó, un par de horas después, con un elegante vestido negro de seda gruesa prensada que hacía visos, aguas, al moverse. Y que las dejó con la boca abierta.

El día del banquete, Ana y Menciíta se levantaron muy temprano, pues necesitaban mucho tiempo para afeitarse. Primero se blanquearon con mudas la cara y manos; después, se las empolvaron con polvos pálidos, casi blancos. A continuación, colorearon sus mejillas, sienes, barbilla, garganta, punta de las orejas, escote y palmas de las manos. Dieron a sus labios un color rojo más intenso y les untaron un poco de cera para hacerlos parecer más jugosos. Luego bordearon de negro sus ojos y cejas. Finalmente se peinaron con ayuda de Sancha y de dos esclavas negras. Menciíta se hizo un complicado peinado de rodetes y trenzas, que sujetó en la parte alta de la cabeza. El de Ana fue más sencillo: se dejó el cabello flojo por delante y envolvió el resto en un tranzado
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de seda del mismo color que el vestido, para que le cayera sobre la espalda. Después se perfumaron con un aceite de violetas que les habían regalado al llegar a Santos.

Ana se miró al espejo y sonrió satisfecha al ver el resultado. Salazar asistía al banquete y seguro que la encontraría hermosa.

Doña Mencía las esperaba en la puerta. Estaba espectacular con aquel sobrio vestido negro. No iba maquillada. Solo llevaba un dije de perlas junto al corazón, pero tenía una elegancia natural que no dejaba de asombrar a Ana.

El coche llegó enseguida para conducirlas a la cercana ciudad de San Vicente, donde se celebraría el banquete.

Mientras los criados ofrecían agua olorosa en jofainas de plata para que los comensales se lavasen las manos, don Brás tomó la palabra:

—Estimadas y excelentísimas damas, en este banquete de bienvenida quiero que degustéis los platos más sabrosos de las Indias. Haced un esfuerzo, venced vuestra aversión a lo desconocido y probad todo lo que se os ofrece, porque estoy seguro de que os deleitará.

Vestía con más suntuosidad que el gobernador. Sobre su jubón verdeazulado brillaba una pesada cadena cuajada de esmeraldas, a juego con la tela.

Alrededor de la mesa, además del gobernador y otros gentilhombres y damas portugueses, se sentaba toda la gente importante de la expedición. Tan solo faltaban Hernando de Trejo y su esposa, María de Sanabria. Según la Adelantada, porque debían ocuparse de su pequeño. Ana sospechaba que don Juan de Salazar tenía algo que ver en la exclusión de Trejo. No era un secreto que estaban muy distanciados, casi no se dirigían la palabra. Y que Salazar gozaba de una cordial relación con el gobernador.

Ana, Menciíta y las hijas de doña Isabel estaban sentadas a un extremo de la mesa, presidida por el gobernador, don Brás, doña Mencía y Salazar. .

Llevaron a la mesa una inmensa fuente de plata con un animal parecido a un ternero, rodeado de unas bolas ovoides del tamaño de puños.

Doña Mencía le preguntó al gobernador en voz baja:

—¿Qué es, excelencia?

—Una de las mejores especialidades del Nuevo Mundo: guanaco asado con papas.

—Huele… bien.

—Os gustará —terció don Brás.

—¿No será carnero? —dijo Menciíta. No era adecuado que una dama joven interviniese en la conversación sin ser invitada y doña Mencía le lanzó una mirada reprobatoria.

—No. Este animal tiene el cuerpo de un camello, las patas de un ciervo y la cola de un caballo.

Menciíta dejó en el plato el trozo de carne.

—Un animal… monstruoso —musitó.

—¿Con qué está aderezado? —Ana no pudo reprimir su curiosidad.

—¿Os referís a esas bolas redondas, joven dama?

—Sí, excelencia.

—Son papas. Crecen debajo de la tierra.

—¿A qué saben? —preguntó de nuevo Ana. Inmediatamente se arrepintió. Don Brás clavó los ojos en la joven y dijo:

—Probadlas y lo sabréis.

—¡Hum! ¡Están muy ricas!

En la siguiente bandeja venía un ave del tamaño de tres pollos, aderezada con frutos verdes, amarillos y rojos.

—Se llama pavo —explicó don Brás. Miró a Ana y añadió—: Tiene el aspecto de un gallo con barbas.

Ella aprovechó que le había dado pie para preguntar:

—¿Y esas bayas verdes, rojas y amarillas?

—Se llaman jitomates.

—Oí decir que proceden de México —dijo Salazar.

Don Brás se encogió de hombros.

—Otros dicen que vienen de Perú. El caso es que mis cocineras indias preparan con los jitomates unos platillos deliciosos. Os mandaré unos cuantos, pues veo que tenéis curiosidad —dijo mirando a Ana.

—Gracias, señor.

Doña Mencía la miró reprobatoriamente y dijo entre dientes:

—Se refería a don Juan, Ana.

La joven enrojeció.

Llegó una bandeja de tortas rellenas de carne y vegetales. Las damas se apresuraron a degustarlas, pues de todo lo que había en la mesa era lo que menos aprensión les producía.

—Me recuerdan a nuestras empanadas —comentó la Adelantada.

—A mí me resultan raras —dijo doña Isabel—. ¡Mira esta! ¡Está llena de col o… lo que sea! En las Indias se comen demasiadas verduras. No creo que sea sano.

—Los frailes comen muchas y viven luengos años —terció el padre Juan Fernández Carrillo.

—¡Eso lo hacen por penitencia! —bromeó Salazar—. Y no es que vivan más, es que se les hace la vida muy larga. Ya lo dice el refrán: «Frutas y legumbres no dan más que pesadumbres».

Varias risas y gestos de asentimiento corearon las palabras del capitán, que levantó su copa y dijo:

—¡Brindemos por nuestro anfitrión, don Brás!

Con los postres, llegó un platillo lleno de minúsculos granitos de color tostado.

—Esto es azúcar, azúcar de caña —explicó don Brás a los comensales.

Ana cogió con su cucharilla unos cuantos granos y se los puso en la punta de la lengua.

—Hum… ¡Es más dulce que la miel! —exclamó.

—¿Cómo os llamáis, señora?

—Se llama Ana, Ana de Rojas —terció doña Mencía—. Procede de una noble familia extremeña de cristianos viejos.

—Entonces somos de tierras vecinas. Es un placer conocer a una joven tan… curiosa… e interesante.

Menciíta y las hermanas Becerra intercambiaron miradas de complicidad.

—¿El azúcar es del Nuevo Mundo? —Ana bajó la cabeza para evitar la mirada reprobatoria que, sabía, le iba a dirigir la Adelantada por volver a preguntar.

—No. Procede de Oriente, aunque se cultiva desde antiguo en los lugares cálidos del Mediterráneo —don Brás bajó la voz y añadió—: Las malas lenguas aseguran que los Borgia consiguieron su fortuna y el papado gracias al cultivo de la caña de azúcar.

Ana se relamió para atrapar los minúsculos granitos que se le habían quedado pegados a los labios. No se percató del descaro ion que la miraba don Brás.

—¡Hum! ¡Es deliciosa!

—¡Pues disfrutadla a placer! En la Península es un alimento costoso. Pero en estas tierras crece con suma facilidad.

—¿Cómo llegó al Nuevo Mundo?

—Dicen que fue al mismo Colón y a un tal Pedro de Arranca a quienes se les ocurrió plantar unas cañas. Se adaptaron tan bien que en pocos años su cultivo se multiplicó por todo el Caribe y llegó hasta Brasil. Yo estoy construyendo varios ingenios…

—¿Ingenios…?

—Se llama así a los molinos de azúcar.

—Ana, estás pasando de curiosa a impertinente —la reprendió doña Mencía.

—Más bien al contrario, señora. Me agrada su afán de saber. Si queréis que os sea sincero, amiga mía, la templanza y la contención de las damitas de la Península resultan… insípidas en el Nuevo Mundo —se volvió a Ana y continuó—: Me preguntabais por ingenios. Gracias a ellos espero producir seiscientas arrobas de azúcar al mes que exportaré a la Península y ¡a toda Europa!

Ana no se atrevió a abrir la boca durante el resto de la comida, aunque Brás de Cubas no paraba de sonreírle.

En el coche que conducía a las damitas de vuelta a casa, Menciíta musitó:

—Le has interesado, Ana.

—¿A quién?

—A don Brás.

—Pero si es un hombre mayor…

—En un caballero la edad es lo de menos. Lo que importa es la cuna y la fortuna. Don Brás acaba de ser nombrado proveedor de las rentas y derechos de la Capitanía por el rey de Portugal. ¡Dicen que es el hombre más rico de Brasil! ¡Y le gustas!

—Pasó la mayor parte de la velada conversando con tu madre.

—Pero mi madre nunca se casará con él.

—Yo tampoco.

—¡No puedes desperdiciar una ocasión así, Ana! Don Brás es un hombre de mucha influencia y poder. ¿Sabes que fundó esta villa?

—¿Santos…?

—Sí. Lo sabe todo el mundo.

—Yo no. Cuéntamelo.

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