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Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno

BOOK: La conciencia de Zeno
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Zeno Cosini, protagonista de esta novela, es un hombre de cincuenta y siete años, un fumador empedernido que decide someterse al psicoanálisis con el objetivo de intentar descubrir la causa de su adicción al tabaco. El psicoanálisis, desacreditado ya en el preámbulo, será la excusa para viajar a través de las irónicas memorias de Zeno, que el doctor le pide que escriba, de la conciencia y el inconsciente de Zeno, un hombre triste y adúltero del que conoceremos sus deseos, sus anhelos, su obsesión por las mujeres, su temor a la muerte, el tiempo que le toca vivir, la guerra, su entrega a los negocios... Novela de rasgos autográficos, en la que se percibe la influencia de Joyce y de Proust, Svevo nos muestra la complejidad de la realidad existencial más allá de las teorías uniformadoras de Sigmund Freud.

Italo Svevo

La conciencia de Zeno

ePUB v1.0

chungalitos
26.08.12

Título original:
La coscienza di Zeno

Italo Svevo, 1923

Traducción: Carlos Manzano

Editor original: chungalitos (v1.0)

ePub base v2.0

Prefacio

Soy el doctor de quien se habla en esta novela a veces con palabras poco lisonjeras. Quien conozca el psicoanálisis sabrá juzgar la antipatía que el paciente siente por mí.

No voy a hablar de psicoanálisis, porque en este libro ya se habla de él bastante. Debo excusarme por haber inducido a mi paciente a escribir su autobiografía; los estudiosos del psicoanálisis fruncirán el ceño ante tamaña novedad. Pero él era viejo, y yo confiaba en que con esa evocación se refrescaran sus recuerdos del pasado y la autobiografía fuese un buen preludio para el psicoanálisis. Aun hoy mi idea me parece buena, porque me ha dado resultados inesperados, que habrían sido mayores, si el enfermo, en el momento culminante, no se hubiera substraído a la cura, con lo que me privó del fruto de mi largo y paciente análisis de estas memorias.

Las publico para vengarme y espero que le disguste. Sepa, sin embargo, que estoy dispuesto a repartir con él los elevados ingresos que obtendré con esta publicación, con tal de que reanude la cura. ¡Parecía sentir tanta curiosidad por sí mismo! ¡Si supiera cuántas sorpresas le reservaría el comentario sobre las numerosas verdades y mentiras que ha acumulado aquí!…

DOCTOR S.

Preámbulo

¿Ver mi infancia? Más de diez lustros me separan de ella y mi vista cansada tal vez podría alcanzarla, si la luz que aún refleja no se viera interceptada por obstáculos de todas clases, auténticas montañas altas: mis años y algunas horas de mi vida.

El doctor me recomendó que no me obstinara en mirar tan lejos. Hasta las cosas recientes son preciosas para los médicos y sobre todo las imaginaciones y los sueños de la noche anterior. Pero, aun así, debería haber un poco de orden y para poder comenzar ab ovo, nada más separarme del doctor, que estos días se va de Trieste por una temporada larga, sólo para facilitarle la tarea, compré y leí un tratado de psicoanálisis. No es difícil de entender, pero sí muy aburrido.

Después de comer, repantigado en una tumbona, cojo el lápiz y una hoja de papel. No hay arrugas en mi frente, porque he eliminado todo esfuerzo mental. Mi pensamiento se me presenta disociado de mí. Lo veo. Sube, baja… pero ésa es su única actividad. Para recordarle que es el pensamiento y que su deber sería manifestarse, cojo el lápiz. Y entonces se me arruga la frente, porque cada palabra está compuesta de muchas letras y el imperioso presente resurge y desdibuja el pasado.

Ayer había intentado el máximo abandono. El experimento acabó en el sueño más profundo y no conseguí otro resultado que un gran descanso y la curiosa sensación de haber visto durante ese sueño algo importante. Pero está olvidado, perdido para siempre.

Gracias al lápiz que tengo en la mano, hoy permanezco despierto. Veo, vislumbro imágenes extrañas que no pueden tener relación alguna con mi pasado: una locomotora que pita por una cuesta arrastrando innumerables vagones: ¡quién sabe de dónde vendrá y adónde irá y por qué ha acertado a aparecer aquí!

En el duermevela recuerdo que mi tratado asegura que con este sistema se puede llegar a recordar la primera infancia, la de los pañales. Al instante veo a un niño en pañales, pero ¿por qué habría de ser yo ése? No se me parece en nada y creo que es, en realidad, el que dio a luz mi cuñada hace pocas semanas y que nos enseñaron como un milagro porque tiene las manos tan pequeñas y los ojos tan grandes. ¡Pobre niño! ¡Sí, sí, recordar mi infancia! Ni siquiera encuentro el modo de avisarte a ti, que ahora vives la tuya, sobre la importancia de recordarla para tu inteligencia y para tu salud. ¿Cuándo llegarás a saber que te convendría recordar tu vida, aun esa gran parte de ella que te repugnará? Y, entretanto, inconsciente, vas investigando tu pequeño organismo en busca del placer y tus deliciosos descubrimientos te encaminarán hacia el dolor y la enfermedad, a la que te empujarán hasta quienes bien te quieran. ¿Qué hacer? Es imposible proteger tu cuna. En tu interior —¡chiquitín!— se está produciendo una combinación misteriosa. Cada minuto que pasa arroja un reactivo. Demasiadas probabilidades de enfermedad te están reservadas, porque no todos tus minutos pueden ser puros. Y, además, eres consanguíneo de personas que yo conozco. Los minutos que pasan ahora pueden ser puros, pero, desde luego, no lo fueron todos los siglos que, te prepararon.

Aquí me tenéis muy alejado de las imágenes que preceden al sueño. Mañana volveré a probar.

1. EL TABACO

El doctor a quien hablé de mi propensión a fumar, me dijo que iniciara mi trabajo con un análisis de ella:

—¡Escriba! ¡Escriba! Verá cómo llega a verse entero.

En realidad, creo que del tabaco puedo escribir aquí, en mi mesa, sin ir a soñar en la tumbona. No sé cómo empezar y pido ayuda a los cigarrillos, todos tan parecidos al que tengo en la mano.

Hoy descubro algo que ya no recordaba. Los primeros cigarrillos que fumé ya no están a la venta. Hacia 1870 teníamos en Austria esos que se vendían en cajetillas con el sello del águila imperial. Ya está: en torno a una de esas cajetillas se agrupan al punto varias personas con rasgos suficientes para sugerirme su nombre, pero no para conmoverme por el inesperado encuentro. Intento obtener más y me voy a la tumbona: las personas se desdibujan y en su lugar aparecen bufones que se ríen de mí. Vuelvo a la mesa desalentado.

Una de las figuras, de voz algo ronca, era Giuseppe, un joven de mi edad, y otra, mi hermano, un año más joven que yo y muerto hace mucho tiempo. Al parecer, Giuseppe recibía mucho dinero de su padre y nos regalaba aquellos cigarrillos. Pues estoy seguro de que daba más a mi hermano que a mí. Por lo que me vi en la necesidad de conseguirme otros por mi cuenta. Así llegué a robar. En verano mi padre dejaba sobre una silla su chaleco, en cuyo bolsillo había siempre algunas monedas: cogía los cincuenta céntimos necesarios para comprar la preciosa cajetilla y me fumaba uno tras otro los diez cigarrillos que contenía, para no guardar por mucho tiempo el comprometedor fruto del hurto.

Todo eso yacía en mi conciencia al alcance de la mano. Hasta ahora no ha resurgido porque antes no sabía que podía tener importancia. Acabo de registrar el origen de mi vergonzoso hábito y (¿quién sabe?) quizá ya esté curado. Por eso, para probar, enciendo un último cigarrillo y tal vez lo arroje al instante, asqueado.

Después recuerdo que un día mi padre me sorprendió con su chaleco en la mano. Yo, con una desfachatez que ahora no tendría y que aún ahora me disgusta (tal vez ese disgusto tenga una gran importancia en mi cura), le dije que había sentido curiosidad por contar los botones. Mi padre se rió de mi inclinación a las matemáticas o a la sastrería y no advirtió que tenía los dedos en el bolsillo de su chaleco. En mi honor, puedo decir que bastó esa risa ante mi inocencia, cuando ésta ya no existía, para impedirme por siempre jamás robar. Es decir… seguí robando, pero sin saberlo. Mi padre dejaba por la casa puros de Virginia a medio fumar, en equilibrio sobre mesas y armarios. Yo creía que era su forma de tirarlos y también creía saber que nuestra vieja criada, Catina, los tiraba. Me los fumaba a escondidas. Ya en el momento de apoderarme de ellos un escalofrío me recorría la espalda, porque sabía lo mal que me iban a sentar. Después me los fumaba hasta que la frente se me cubría de sudores fríos y el estómago se me revolvía. No se puede decir que yo careciera de energía en la infancia.

Sé perfectamente cómo me curó mi padre de ese hábito. Un día de verano, había vuelto a casa de una excursión escolar, cansado y bañado en sudor. Mi madre me había ayudado a desnudarme y, tras envolverme en una bata, me había echado a dormir en un sofá, en el que ella misma se sentó a coser. Estaba a punto de dormir pero aún tenía los ojos llenos de sol y tardaba en perder los sentidos. La dulzura que a esa edad acompaña al sueño, después de un gran cansancio, se me aparece clara como una imagen en sí misma, tan clara como si estuviese ahora allí, junto a ese cuerpo querido que ya no existe.

Recuerdo la habitación fresca y grande donde nosotros, los niños, jugábamos, y que ahora en estos tiempos avaros de espacio, está dividida en dos partes. En esa escena no aparece mi hermano, lo que me sorprende, porque pienso que también él debió de asistir a aquella excursión y participar después en el reposo. ¿Dormiría también ése en el otro extremo del sofá? Miro ese sitio, pero me parece vacío. Sólo me veo a mí, la dulzura de mi reposo, a mi madre, y después a mi padre, cuyas palabras oigo resonar. Había entrado y no me había visto en seguida, porque llamó en voz alta:

—¡María!

Mi mamá, con un gesto acompañado de un ligero sonido con los labios, me señaló, creyéndome inmerso en el sueño, cuando, en realidad, nadaba sobre él con plena conciencia. Me gustaba tanto que mi papá hubiera de tener una atención conmigo, que no me moví.

Mi padre se lamentó en voz baja:

—Me parece que me estoy volviendo loco. Estoy casi seguro de haber dejado hace media hora medio puro sobre ese armario y ahora ya no lo encuentro. Estoy peor que de costumbre. Las cosas se me escapan.

También en voz baja, pero que traicionaba una hilaridad contenida sólo por miedo a despertarme, mi madre respondió:

—Y, sin embargo, después de comer nadie ha estado en esa habitación.

Mi padre murmuró:

—Ya lo sé. ¡Por eso me parece que me estoy volviendo loco!

Se volvió y salió.

Yo abrí a medias los ojos y miré a mi madre. Había reanudado su trabajo, pero seguía sonriendo. Desde luego, no pensaba que mi padre estuviera a punto de enloquecer; si no, no se habría reído así de sus miedos. Esa sonrisa se me quedó tan grabada, que la recordé al instante al volver a verla un día en los labios de mi madre.

Más adelante, no fue la falta de dinero lo que me impidió satisfacer mi vicio, pero las prohibiciones sirvieron para estimularlo.

Recuerdo haber fumado mucho, escondido en todos los lugares posibles. A causa del fuerte malestar físico que siguió, recuerdo haber permanecido durante media hora en una bodega oscura junto a otros dos muchachos, de los que sólo conservo en la memoria lo infantil de sus vestidos: dos pares de pantalones cortos que se sostienen en pie porque dentro hubo un cuerpo que el tiempo eliminó. Teníamos muchos cigarrillos y queríamos ver quién era capaz de quemar más en poco tiempo. Yo vencí y heroicamente oculté el malestar que me produjo aquel extraño ejercicio. Después salimos al sol y al aire. Tuve que cerrar los ojos para no caer aturdido. Me recobré y me jacté de la victoria. Uno de los dos hombrecitos me dijo entonces:

BOOK: La conciencia de Zeno
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