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Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno (8 page)

BOOK: La conciencia de Zeno
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—¡Mira! ¡Mira! —me dijo con severo aspecto de amonestación. Volvió a clavar la vista en el cielo y después se volvió de nuevo hacia mí—: ¿Has visto? ¿Has visto?

Intentó mirar de nuevo a las estrellas, pero no pudo: se abandonó exhausto sobre el respaldo de la tumbona y cuando yo le pregunté qué había querido mostrarme, no me entendió ni recordó haber visto ni haber querido que yo viera. La palabra que tanto había buscado para comunicármela se le había escapado para siempre.

La noche fue larga pero, debo confesarlo, no especialmente fatigosa para mí y el enfermero. Dejábamos hacer al enfermo lo que quisiera y él caminaba por la habitación con su extraño traje, totalmente inconsciente de esperar a la muerte. Una vez intentó salir al pasillo, donde hacía tanto frío. Yo se lo impedí y me obedeció al instante. En cambio, otra vez, el enfermero, que había oído la recomendación del médico, quiso impedirle que se levantara de la cama, pero entonces mi padre se rebeló. Salió de su estupor, se levantó llorando y renegando y yo conseguí que le dejaran en libertad para moverse como quería. Se calmó al instante y volvió a su vida silenciosa y a su inútil carrera en busca de alivio.

Cuando volvió el médico, se dejó examinar e intentó incluso respirar hondo, como le pedían. Después se volvió hacia mí:

—¿Qué dice?

Me abandonó por un momento, pero en seguida volvió a dirigirse a mí:

—¿Cuándo voy a poder salir?

El doctor, alentado por tamaña docilidad, me exhortó a decirle que se esforzase por permanecer más tiempo en la cama. Mi padre escuchaba sólo las voces a que estaba más habituado: la mía, la de María y la del enfermero. Yo no creía en la eficacia de esas recomendaciones, pero, aun así, lo hice poniendo tono de amenaza en la voz.

—Sí, sí —prometió mi padre, y en ese mismo instante se levantó y se fue a la tumbona.

El médico lo miró y, resignado, murmuró:

—Se ve que un cambio de posición le da un poco de alivio.

Poco después me encontraba en la cama, pero no pude pegar ojo. Miraba al porvenir intentando averiguar por qué y para quién podría continuar mis esfuerzos por mejorar. Lloré mucho, pero más por mí que por el desventurado que corría sin paz por su habitación.

Cuando me levanté, María fue a acostarse y yo me quedé a la cabecera de mi padre junto al enfermero. Me encontraba abatido y cansado; mi padre estaba más inquieto que nunca.

Entonces fue cuando se produjo la terrible escena que no olvidaré nunca y que empañó con su sombra mi valor, toda mi alegría. Para olvidar el dolor, fue necesario que mis sentimientos se debilitaran con los años.

El enfermero me dijo:

—Sería conveniente conseguir mantenerlo en la cama. ¡El doctor lo considera tan importante!

Hasta ese momento, yo había permanecido tumbado en el sofá. Me levanté y me acerqué a la cama donde, en ese momento, jadeando más que nunca, el enfermo se había acostado. Estaba decidido: iba a obligar a mi padre a permanecer media hora al menos en el reposo deseado por el médico. ¿Acaso no era ése mi deber?

Al instante mi padre intentó deslizarse hacia el borde de la cama para librarse de mi presión y levantarse. Con mano vigorosa apoyada en su hombro, se lo impedí mientras en voz alta e imperiosa le ordenaba no moverse. Por un instante, aterrorizado, obedeció. Después exclamó:

—¡Me muero!

Y se irguió. A mi vez, espantado al instante por su grito, aflojé la presión de mi mano. Por eso, pudo sentarse en el borde de la cama justo enfrente de mí. Pienso que entonces su ira aumentó al encontrarse —si bien sólo por un momento— impedido en sus movimientos y, desde luego, le pareció que yo le privaba del aire que tanto necesitaba, igual que le quitaba la luz por estar de pie delante de él, que estaba sentado. Con un esfuerzo supremo consiguió ponerse de pie, levantó la mano muy en alto, como si supiera que no podía comunicarle otra fuerza que la de su peso, y la dejó caer sobre mi mejilla. Después se derrumbó sobre la cama y de ella cayó al suelo. ¡Muerto!

Yo no sabía que estaba muerto, pero el corazón se me contrajo por el dolor del castigo que él, moribundo, había querido infligirme. Con la ayuda de Carlo, lo levanté y lo volví a colocar sobre la cama. Llorando, igual que un niño castigado, le grité al oído:

—¡No es culpa mía! ¡Fue ese maldito doctor que quería obligarte a estar tumbado!

Era una mentira. Después, también como un niño, añadí la promesa de no hacerlo más:

—Te dejaré moverte como quieras.

El enfermero dijo:

—Está muerto.

Tuvieron que alejarme a la fuerza de aquella habitación ¡Había muerto y yo no podía demostrarle mi inocencia!

En la soledad intenté serenarme. Razonaba: había que excluir la posibilidad de que mi padre, que no había recuperado la conciencia en ningún momento, hubiera podido decidir castigarme y dirigir la mano con tanta exactitud como para golpearme en la mejilla.

¿Cómo habría podido tener la certeza de que mi razonamiento era exacto? Pensé incluso en dirigirme a Coprosich. Él, como médico que era, habría podido decirme algo sobre la capacidad de un moribundo para decidir y actuar. ¡Hasta podía haber sido víctima de un acto provocado por un intento de facilitarse la respiración! Pero no hablé con el doctor Coprosich. Era imposible ir a revelarle cómo se había despedido mi padre de mí. ¡A él, que ya me había acusado de haber carecido de afecto por mi padre!

Otro grave golpe fue para mí oír a Carlo, el enfermero, contar por la noche, en la cocina, a María:

—El último acto del padre fue levantar muy en alto la mano y abofetear a su hijo.

Si Carlo lo sabía, Coprosich iba a saberlo también.

Cuando me dirigí a la habitación mortuoria, descubrí que habían vestido al cadáver. El enfermero debía de haberle peinado también la hermosa cabellera blanca. La muerte había ya vuelto rígido aquel cuerpo, que yacía soberbio y amenazante. Sus grandes manos, potentes, bien formadas, estaban lívidas, pero yacían con tal naturalidad, que parecían listas para agarrar y castigar. No quise, no pude, volver a verlo.

Después, en el entierro, conseguí recordar a mi padre débil y bueno, como lo había conocido siempre en mi infancia, y me convencí de que aquella bofetada que me había dado moribundo había sido involuntaria. Me volví muy bueno y el recuerdo de mi padre me acompañó y se volvió cada vez más dulce. Fue como un sueño delicioso: ahora estábamos perfectamente de acuerdo, yo convertido en el más débil y él en el más fuerte.

Volví y por mucho tiempo permanecí en la religión de mi infancia. Imaginaba que mi padre me oía y yo podía decirle que la culpa no había sido mía, sino del doctor. La mentira carecía de importancia porque ahora él entendía todo y yo también. Y durante mucho tiempo continuaron los coloquios con mi padre, dulces y ocultos como un amor ilícito, porque delante de todo el mundo seguí riéndome de todas las prácticas religiosas, cuando, en realidad —y quiero confesarlo aquí—, cada día encomendaba a alguien el alma de mi padre con fervor. La religión verdadera es precisamente la que no hay que profesar en alta voz para recibir el consuelo del que a veces —raras veces— no se puede prescindir.

3. LA HISTORIA DE MI MATRIMONIO

En la mente de un joven de familia burguesa el concepto de vida humana va asociado al de la carrera y en la primera juventud la carrera es la de Napoleón I. Sin por ello soñar con llegar a ser emperador, porque se puede parecer uno a Napoleón permaneciendo mucho, pero que mucho, más abajo. El sonido más rudimentario, el de las olas del mar, que, desde que se forma, cambia a cada instante hasta morir, sintetiza la vida más intensa. Por eso, yo también esperaba llegar a ser y deshacerme como Napoleón y la ola.

Mi vida sólo sabía emitir una nota, sin variación, bastante alta y que algunos me envidiaban, pero horriblemente tediosa. Mis amigos me conservaron durante toda mi vida la misma estima y creo que ni siquiera yo, desde que llegué a la edad de la razón, he cambiado mucho el concepto que me hice de mí mismo.

Por eso, puede ser que la idea de casarme se me ocurriera por el cansancio de emitir y oír esa única nota. Quien aún no ha conocido el matrimonio, lo considera más importante de lo que es. La compañera que se elige renovará, empeorándola o mejorándola, la raza propia en los hijos, pero la madre naturaleza, que así lo quiere y que no podría dirigirnos directamente, porque en esa época no pensamos en los hijos, nos hace creer que la esposa producirá una renovación en nosotros mismos, lo que constituye una curiosa ilusión que ningún texto autoriza. En efecto, después vivimos uno junto al otro, sin haber experimentado otro cambio que una nueva antipatía por quien es tan diferente de uno y una envidia por quien es superior a uno.

Lo curioso es que mi aventura matrimonial empezó con el conocimiento de mi futuro suegro y con la amistad y la admiración que le dediqué antes de saber que era padre de muchachas casaderas. Por eso, es evidente que no fue una resolución lo que me hizo avanzar hacia la meta que ignoraba. Me desinteresé de una muchacha que por un momento creí me convenía y seguí apegado a mi futuro suegro. Me vienen ganas de creer en el destino.

Giovanni Malfenti, tan distinto de mí y de todas las personas cuya compañía y amistad había buscado hasta entonces, satisfacía mi deseo de novedad. Yo era bastante culto, pues había pasado por dos facultades universitarias y también por mi larga indolencia de años, que considero muy instructiva. En cambio, él era un gran negociante inculto y activo. Pero su ignorancia le proporcionaba fuerza y serenidad y a mí me encantaba observarlo y lo envidiaba.

Malfenti tenía entonces cincuenta años, una salud de hierro, un cuerpo enorme, alto y grueso y de más de un quintal de peso. Las pocas ideas que se agitaban en su enorme cabeza las desarrollaba con tal claridad, las analizaba con tal asiduidad, las aplicaba a tantos asuntos nuevos de cada día, que se convertían en partes suyas, sus miembros, su carácter. Yo era muy pobre en ideas así y me apegué a él para enriquecerme.

Había ido al Tergesteo por consejo de Olivi, según el cual frecuentar la Bolsa sería un buen comienzo para mi actividad comercial, y, además, podría proporcionarle noticias útiles. Me senté a aquella mesa en la que sobresalía mi futuro suegro y de allí no me moví más, como si hubiera llegado a una auténtica cátedra comercial, como la que buscaba desde hacía tiempo.

No tardó en advertir mi admiración y la correspondió con una amistad que en seguida me pareció paternal. ¿Sabría acaso cómo iba a acabar todo aquello? Cuando, entusiasmado por el ejemplo de su gran actividad, declaré una noche que quería librarme de Olivi y dirigir en persona mis negocios, me lo desaconsejó y pareció alarmado incluso ante mi propósito. Podía dedicarme al comercio, pero debía mantener siempre a mi lado a Olivi, a quien él conocía.

Estaba más que dispuesto a enseñarme e incluso anotó de su puño y letra en mi libreta tres mandamientos que, según consideraba, bastaban para hacer prosperar cualquier empresa: 1. No es necesario saber trabajar, pero quien no sabe hacer trabajar a los demás perece. 2. Sólo hay un gran motivo de remordimiento: el de no haber sabido trabajar para el interés propio. 3. En los negocios la teoría es utilísima, pero sólo es aplicable, cuando el negocio esté concluido.

Me sé de memoria estos y muchos otros teoremas, pero a mí no me fueron de provecho.

Cuando yo admiro a alguien, intento en seguida parecerme a él. Conque copié a Malfenti. Quise ser y me sentí muy astuto. Una vez hasta soñé con ser más zorro que él. Me parecía haber descubierto un error en su organización comercial: me apresuré a decírselo para granjearme su aprecio. Un día, en la mesa del Tergesteo lo interrumpí, cuando, discutiendo sobre un negocio, estaba llamando animal a su interlocutor. Le advertí que se equivocaba al proclamar delante de todo el mundo su astucia. En mi opinión, el auténtico zorro comercial debía hacerse pasar por bobo.

Se burló de mí. La fama de astuto era utilísima. Por lo pronto, muchos iban a pedirle consejo y le traían noticias frescas, mientras que él les daba sus utilísimos consejos confirmados por una experiencia que se remontaba a la Edad Media. A veces, además de la oportunidad de conseguir noticias, tenía también la posibilidad de vender mercancías. Por último —y entonces se puso a gritar porque le parecía haber encontrado por fin el argumento que debía convencerme—, para vender o para comprar con ventaja todos se dirigían al más astuto. Del bobo no podían esperar otra cosa que convencerlo para que sacrificara su beneficio, pero su mercancía era siempre más cara que la del astuto, porque ya en la compra lo habían timado.

Yo era la persona más importante para él en aquella mesa. Me confió sus secretos comerciales, que yo nunca traicioné. Había depositado bien su confianza, hasta el punto de que pudo engañadme dos veces, cuando ya me había convertido en su yerno. La primera vez su sagacidad me costó dinero, pero el engañado fue Olivi, por lo que no me dolió demasiado. Olivi me había enviado a verlo para conseguir noticias y las recibió: tales, que no me lo perdonó nunca y, cuando yo abría la boca para darle una información, me preguntaba:

—¿Quién se la ha dado? ¿Su suegro?

Para defenderme tuve que defender a Giovanni y acabé sintiéndome más estafador que estafado. Sensación agradabilísima.

Pero en otra ocasión fui yo quien hizo el papel de imbécil, si bien ni siquiera entonces pude abrigar rencor hacia mi suegro. Tan pronto provocaba mi envidia como mi hilaridad. Yo veía en mi desgracia la aplicación exacta de sus principios, que jamás me había explicado él tan bien. Hasta encontró el modo de reírse de ello conmigo, sin confesar nunca haberme engañado y afirmando que no podía por menos de reír del aspecto cómico de mi mala suerte. Una sola vez confesó haberme hecho esa jugada y fue en la boda de su hija Ada (no conmigo), tras haber bebido champán, que había alterado aquel corpachón habitualmente abrevado con agua.

Entonces contó el caso, gritando para dominar la hilaridad que le impedía hablar:

—Entonces, ¡va y aparece ese decreto! Estaba calculando abatido lo que me costaría. En ese momento entra mí yerno. Me declara que quiere dedicarse al comercio. «Aquí tienes una ocasión estupenda», le digo. Va y se precipita sobre el documento para firmar temiendo que Olivi pudiera llegar a tiempo para impedírselo y concluimos el negocio. —Luego me dedicaba grandes elogios—: Conoce los clásicos de memoria. Sabe quién dijo esto y quién lo otro. Pero ¡no sabe leer un periódico!

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