Read La conciencia de Zeno Online

Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno (35 page)

BOOK: La conciencia de Zeno
10.75Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Así, pues, en su pensamiento seguía teniendo importancia la belleza de Ada. Si hubiese estado seguro de que su abandono era causado por ella, habría tenido modo de remediarlo. Le habría hecho saber que Ada no era mi mujer y le habría enseñado a Augusta con su ojo estrábico y su figura de nodriza sana. Pero ¿no eran ahora más importantes las obligaciones que había adquirido? Había que hablarlo.

Intenté hablar con tranquilidad, cuando, en realidad, me temblaban los labios, pero de deseo. Le dije que ella no sabía hasta qué punto era mía y que ya no tenía derecho a disponer de sí. Por mi cabeza cruzó la prueba científica de lo que quería decir, o sea, ese célebre experimento de Darwin con una yegua árabe, pero, gracias al cielo, estoy casi seguro de no haberlo citado. Sin embargo, debí de hablar de animales y de su fidelidad física, con un balbuceo sin sentido. Después abandoné los temas más difíciles, inaccesibles para ella y para mí en aquel momento, y dije:

—¿Qué obligaciones puedes haber adquirido? ¿Y qué importancia pueden tener frente a un afecto como el que nos ha unido durante más de un año?

La cogí con fuerza de la mano, por sentir la necesidad de un acto enérgico y no encontrar palabra alguna que pudiera suplirlo.

Ella se apartó con energía, como si hubiera sido la primera vez que me hubiese permitido semejante cosa.

—¡Nunca —dijo con la actitud de quien jura— he adquirido una obligación más sagrada! La he adquirido con un hombre que, a su vez, se ha comprometido de modo idéntico conmigo.

¡No había duda! La sangre que le coloreó de repente las mejillas afluía empujada por el rencor hacia el hombre que no había asumido ningún compromiso hacia ella. Y se explicó aún mejor:

—Ayer caminamos por las calles, uno del brazo del otro en compañía de su madre.

Era evidente que mi mujer se alejaba cada vez más de mí. Yo corría tras ella enloquecido, con saltos semejantes a los de un perro al que se le disputa un sabroso trozo de carne.

Volví a cogerle la mano con violencia.

—Pues bien —propuse—, caminemos así, cogidos de la mano, por toda la ciudad. Para que nos observen mejor, pasemos por la Corsia Stadion y después por los soportales de Chiozza y Corso abajo hasta Sant'Andrea para volver a nuestra habitación por un camino muy distinto a fin de que toda la ciudad nos vea.

Mira por dónde, ¡por primera vez renunciaba a Augusta! Y me pareció una liberación porque de ella era de quien Carla quería separarme.

Volvió a apartarse de nuevo y dijo seca:

—¡Sería más o menos el mismo camino que recorrimos nosotros ayer!

Volví a saltar:

—Y él, ¿sabe todo? ¿Sabe que aun ayer fuiste mía?

—Sí —dijo con orgullo—. Lo sabe todo, todo.

Me sentía perdido y, con mi rabia, semejante al perro que, cuando no puede alcanzar el bocado deseado, muerde la ropa de quien se lo disputa, dije:

—Ese prometido tuyo tiene un estómago excelente. Hoy me digiere a mí y mañana podrá digerir todo lo que quieras.

Yo no percibía el sonido exacto de mis palabras. Sabía que gritaba de dolor. En cambio, ella puso una expresión de indignación, de la que no habría creído capaces sus ojos negros y dulces de gacela:

—¿A mí me lo dices? ¿Y por qué no tienes el valor de decírselo a él?

Me volvió la espalda y con paso rápido se dirigió hacia la salida. Yo ya sentía remordimiento por lo que había dicho, pero estaba confuso por la gran sorpresa de que ahora me estuviera prohibido tratar a Carla con menor dulzura. Esa sorpresa me tenía clavado en el sitio. La figurita azul y blanca, con paso corto y rápido, alcanzaba ya la salida, cuando me decidí a correr tras ella. No sabía qué le iba a decir, pero era imposible que nos separásemos así.

La detuve en el portal de su casa y sólo le dije, sincero, el gran dolor de aquel momento:

—¿Vamos a separarnos así, después de tanto amor?

Ella continuó sin responder y yo la seguí también por la escalera. Después me miró con sus ojos enemigos.

—Si quiere usted ver a mi prometido, venga conmigo, ¿no lo oye? Es él quien toca el piano.

Entonces oí las notas sincopadas del
Adiós
de Schubert, transcrito por Liszt.

Aunque desde la infancia no he manejado ni sable ni bastón, no soy hombre temeroso. El gran deseo que me había conmovido hasta entonces había desaparecido de improviso. Del macho sólo quedaba en mí la combatividad. Había pedido, imperioso, una cosa que no me correspondía. Para reparar el error ahora tenía que batirme, porque, si no, el recuerdo de aquella mujer que me amenazaba con hacerme castigar por su prometido habría sido atroz.

—Pues bien —le dije—, si lo permites, voy contigo.

El corazón me latía no por miedo, sino por el temor a no comportarme bien.

Seguí subiendo a su lado. Pero se detuvo de improviso, se apoyó en la pared y se echó a llorar en silencio. Arriba seguían resonando las notas del
Adiós
en aquel piano que yo había pagado. El llanto de Carla volvió ese sonido muy conmovedor.

—¡Haré lo que quieras! ¿Quieres que me vaya? —pregunté.

—Sí —dijo, sin apenas fuerza para articular respuesta tan breve.

—¡Adiós! —le dije—. Ya que lo deseas, ¡adiós para siempre!

Bajé despacio la escalera, silbando también yo el
Adiós
de Schubert. No sé si sería una ilusión, pero me pareció que me llamaba:

—¡Zeno!

En aquel momento podría haberme llamado con ese extraño nombre de Dario, que para ella era un apelativo cariñoso, y no me habría detenido. Tenía un gran deseo de marcharme de allí y volvía una vez más, puro, junto a Augusta. También el perro al que se impide a patadas acercarse a la hembra huye corriendo muy puro, de momento.

Cuando el día siguiente me vi reducido de nuevo al estado en que me había encontrado en el momento de dirigirme al Jardín Público, me pareció pura y simplemente haber sido un cobarde: ¡ella me había llamado, aunque no con el nombre amoroso, y yo no había respondido! Fue el primer día de dolor, al que siguieron muchos otros de amarga desolación. Al no comprender por qué me había alejado así, me atribuía la culpa de haber tenido miedo de aquel hombre o miedo al escándalo. Ahora habría aceptado de nuevo cualquier compromiso, como cuando había propuesto a Carla aquel largo paseo por la ciudad. Había perdido un momento favorable y sabía perfectamente que con ciertas mujeres sólo se presenta una vez. A mí me habría bastado esa única vez.

Decidí al instante escribir a Carla. No podía dejar pasar ni un día más sin hacer un intento de aproximarme de nuevo a ella. Escribí y reescribí aquella carta para que aquellas pocas palabras encerraran todo el ingenio de que era capaz. También lo hice tantas veces porque escribirle era un gran consuelo para mí; era el desahogo que necesitaba. Le pedía perdón por la ira que había mostrado y afirmaba que el gran amor mío necesitaba tiempo para calmarse. Añadía: «Cada día que pasa me aporta otra brizna de calma» y escribí esta frase muchas veces, sin dejar de rechinar los dientes. Después le decía que no podía perdonarme las palabras que le había dirigido y sentía la necesidad de pedirle perdón. Por desgracia, no podía ofrecerle lo que Lali le ofrecía y de que ella era tan digna.

Me imaginaba que la carta causaría gran efecto. Como Lali sabía todo, Carla se la enseñaría y para Lali podría ser ventajoso tener un amigo de mi clase. Soñé incluso con que podríamos encaminarnos hacia una dulce vida entre los tres, porque mi amor era tal, que por el momento habría visto suavizada mi suerte, aunque sólo se me hubiera permitido hacer la corte a Carla.

A los tres días recibí una breve nota de Carla. En ella no me designaba ni con el nombre de Zeno ni con el de Dario. Sólo me decía: «¡Gracias! ¡Que sea usted también feliz con su esposa, tan digna de tanto bien!». Se refería a Ada, por supuesto.

El momento favorable había pasado, cosa que siempre sucede con las mujeres, si no se lo detiene cogiéndolas de las trenzas. Mi deseo se condensó en una bilis furiosa. ¡No contra Augusta! Mi ánimo estaba tan colmado de Carla, que sentía remordimiento por ello y ante Augusta adoptaba una sonrisa estúpida, estereotipada, que a ella parecía auténtica.

Pero tenía que hacer algo. ¡No podía en absoluto esperar y sufrir así cada día! No quería escribirle más. Para las mujeres las palabras escritas tienen muy poca importancia. Tenía que encontrar algo mejor.

Sin propósito preciso, me dirigí hacia el Jardín Público. Después, muy despacio, a la casa de Carla y, al llegar al rellano, llamé a la puerta de la cocina. Si era posible, evitaría ver a Lali, pero no me habría desagradado tropezarme con él. Habría sido la crisis que, según sentía, necesitaba.

La anciana señora, como de costumbre, estaba junto al fogón, en el que ardían dos grandes fuegos. Se sorprendió al verme, pero después se echó a reír, como buena e inocente que era. Me dijo:

—¡Estoy encantada de verlo! Estaba usted tan acostumbrado a vernos todos los días, que se comprende que no logre prescindir del todo de nosotras.

Me resultó fácil hacerla hablar. Me contó que Carla y Vittorio se amaban profundamente. Ese día su madre y él iban a comer con ellas. Añadió riendo:

—Pronto acabará animándola a acompañarlo incluso a las muchas clases de canto a que tiene que ir cada día. No pueden separarse ni siquiera unos instantes.

Sonreía maternal ante esa felicidad. Me contó que de allí a pocas semanas se iban a casar.

Yo tenía mal sabor de boca y estuve a punto de dirigirme a la puerta para marcharme. Después me contuve esperando que la charla de la vieja me sugiriera alguna idea buena o me diese alguna esperanza. El último error que yo había cometido con Carla había sido precisamente marcharme corriendo antes de haber estudiado todas las posibilidades que se me podían ofrecer.

Por un instante creí haber encontrado la idea. Pregunté a la vieja si había decidido hacer de criada para su hija hasta la muerte. Le dije que sabía que Carla no era demasiado cariñosa con ella.

Siguió trabajando diligente junto al fogón, pero me escuchaba. Fue de una candidez que yo no merecía. Se quejó de Carla que perdía la paciencia por nada. Se excusaba:

—Desde luego, cada día me hago más vieja y todo se me olvida. ¡No es culpa mía!

Pero esperaba que ahora las cosas irían mejor. Los malos humores de Carla disminuirían, ahora que era feliz. Y, además, Vittorio, desde un principio, le había demostrado un gran respeto. Por último, sin dejar de hacer unos buñuelos con una mezcla de pasta y fruta, añadió:

—Mi deber es permanecer junto a mi hija. No puedo hacer otra cosa.

Intenté convencerla con cierta ansiedad. Le dije que podía perfectamente liberarse de esa esclavitud. ¿Para qué estaba yo, si no? Seguiría pasándole la mensualidad que hasta entonces había concedido a Carla. ¡Ahora quería yo mantener a alguien! Quería mantener junto a mí a la vieja, que me parecía parte de la hija.

La vieja me manifestó su agradecimiento. Admiraba mi bondad, pero se echó a reír ante la idea de que se le propusiera abandonar a su hija. Era algo inconcebible.

¡Ésas fueron palabras duras que chocaron contra mi frente, y la hicieron curvarse! Volvía a esa gran soledad en la que faltaba Carla y ni siquiera se veía un camino que condujera hasta ella. Recuerdo que hice un último esfuerzo para crearme la ilusión de que ese camino pudiera al menos seguir trazado. Dije a la vieja, antes de irme, que podía ocurrir que de allí a algún tiempo cambiara de idea. Le rogaba que en ese caso se acordara de mí.

Al salir de aquella casa iba embargado por el desdén y el rencor, exactamente como si me hubieran maltratado, cuando me disponía a realizar una buena acción. Esa vieja me había ofendido de verdad con su estallido de risa. Lo oía resonar aún en los oídos y significaba mucho más que una burla ante mi última propuesta.

No quise ir junto a Augusta en ese estado. Preveía mi destino. Si hubiera ido junto a ella, habría acabado maltratándola y ella se habría vengado con esa tremenda palidez que me hacía tanto daño. Preferí caminar por las calles con paso rítmico, que podría devolver un poco de orden a mi ánimo. ¡Y, en efecto, recuperé el orden! Dejé de quejarme de mi destino y me vi como si una gran luz me hubiera proyectado entero contra el empedrado que miraba. Yo no pedía a Carla, quería su abrazo y de preferencia su último abrazo. ¡Una cosa ridícula! Me clavé los dientes en los labios para cubrir con el dolor, es decir, con un poco de seriedad, mi ridícula imagen. Sabía todo lo relativo a mí y era imperdonable que sufriera tanto porque se me ofreciese una oportunidad única de destete. Ya no existía la Carla que yo había deseado tantas veces.

Con esa claridad de ánimo, cuando poco después, en una calle céntrica de la ciudad, a la que había llegado sin proponérmelo, una mujer muy acicalada me hizo una seña, corrí junto a ella sin vacilar.

Llegué muy tarde a comer, pero estuve tan cariñoso con Augusta, que en seguida se puso contenta. Sin embargo, no fui capaz de besar a mi niña y durante varias horas no pude comer siquiera. ¡Me sentía muy sucio! No fingí una enfermedad, como había hecho otras veces para ocultar y atenuar la culpa y el remordimiento. No me parecía que pudiera encontrar consuelo en un propósito relativo al porvenir y por primera vez no concebí ninguno. Fueron necesarias muchas horas para volver al ritmo habitual, que me llevaba del oscuro presente al luminoso porvenir.

Augusta advirtió que había algo nuevo en mí. Se echó a reír:

—Contigo no se puede uno aburrir nunca. Cada día eres un hombre nuevo.

¡Sí! Aquella mujer del arrabal no se parecía a ninguna otra y yo la llevaba conmigo.

Pasé también la tarde y la noche con Augusta. Estaba muy ocupada y yo permanecía a su lado sin hacer nada. Me parecía verme transportado así, inerte, por una corriente, una corriente de agua límpida: la vida honrada de mi casa.

Me abandonaba a aquella corriente que me transportaba, pero no me limpiaba. ¡Al contrario! Destacaba mi suciedad.

Por supuesto, en la larga noche que siguió llegué a concebir el propósito. El primero fue el más férreo. Me procuraría un arma para matarme en cuanto me viera dirigiéndome hacia esa parte de la ciudad. Ese propósito me hizo bien y me calmó.

No gemí en la cama, sino que, al contrario, simulé la respiración regular de una persona dormida. Así volví a la antigua idea de purificarme con una confesión a mi mujer, exactamente como cuando había estado a punto de traicionarla con Carla. Pero ahora era una confesión muy difícil y no por la gravedad de la culpa, sino por la complicación que había resultado. Frente a un juez como mi mujer, debería alegar las circunstancias atenuantes y éstas servirían sólo si pudiera explicar la violencia imprevista con que había quedado rota mi relación con Carla.

BOOK: La conciencia de Zeno
10.75Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

INFORMANT by Payne, Ava Archer
Kathryn Smith by A Seductive Offer
Dollar Bahu by Sudha Murty
Samurai Game by Christine Feehan
Europa Strike by Ian Douglas
Strip Search by Shayla Black
McNally's Puzzle by Lawrence Sanders