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Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno (36 page)

BOOK: La conciencia de Zeno
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Pero en ese caso habría sido necesario también confesar esa traición, ya antigua. Era más pura que ésta, pero (¿quién sabe?) más ofensiva para una esposa.

A fuerza de estudiarme, llegué a concebir propósitos cada vez más razonables. Pensé en evitar que se repitiera una historia semejante apresurándome a trabar otra relación como la que había perdido y que, como estaba visto, necesitaba. Pero también la mujer nueva me espantaba. Mil peligros me habrían acechado a mí y a mi familia. En este mundo no había otra Carla, y la lloré con lágrimas amarguísimas, a ella, la dulce, la buena, la que había intentado incluso amar a la mujer que yo amaba y no lo había conseguido sólo porque yo le había colocado delante otra mujer, ¡precisamente la que no amaba!

5. HISTORIA DE UNA ASOCIACIÓN COMERCIAL

Fue Guido quien quiso que trabajara con él en su nueva casa comercial. Yo me moría de deseo de participar, pero estoy seguro de no haberle dejado nunca adivinar tal deseo mío. Se comprende que, con mi inactividad, la propuesta de ese trabajo en compañía de un amigo me resultara simpática. Pero había algo más. Aún no había abandonado la esperanza de poder llegar a ser un buen negociante, y me parecía más fácil avanzar enseñando a Guido que aprendiendo de Olivi. En este mundo muchas personas aprenden sólo escuchándose a sí mismas o al menos no saben aprender escuchando a los demás.

Tenía, además, otras razones para desear esa asociación. ¡Quería ser útil a Guido! Ante todo, le tenía aprecio y, aunque él quería parecer fuerte y seguro, a mí me parecía inerme y necesitado de protección, que yo quería concederle de buen grado. Además, también en mi conciencia y no sólo ante Augusta, me parecía que cuanto más me vinculaba a Guido más clara resultaba mi absoluta indiferencia por Ada.

En resumen, sólo esperaba una palabra de Guido para ponerme a su disposición, y éste no la pronunció antes sólo porque no me creía muy inclinado al comercio, ya que no había querido saber nada del que me ofrecía mi familia.

Un día me dijo:

—Yo he hecho toda la Escuela Superior de Comercio, pero, aun así, me preocupa un poco tener que ocuparme de todos los detalles que garantizan el funcionamiento adecuado de una casa comercial. De acuerdo: el comerciante no necesita saber nada, porque, si necesita un balance, llama a un experto; si necesita saber algo de leyes, se dirige al abogado; y para la contabilidad recurre a un contable. Pero ¡es muy duro tener que poner desde el principio la contabilidad en manos de un extraño!

Fue la primera alusión clara a su propósito de tenerme a su lado. La verdad es que yo no había hecho otras prácticas de contabilidad que durante los pocos meses en que había llevado el libro mayor para Olivi, pero estaba seguro de ser el único contable que no habría sido un extraño para Guido.

Hablamos con claridad y por primera vez de la posibilidad de nuestra asociación, cuando fue a escoger los muebles para su oficina. Sin más ni más, encargó dos escritorios para la dirección. Le pregunté, al tiempo que me ruborizaba:

—¿Por qué dos?

Respondió:

—El otro es para ti.

Sentí tal agradecimiento hacia él, que casi lo habría besado.

Cuando hubimos salido de la tienda, Guido, un poco violento, me explicó que aún no estaba en condiciones de ofrecerme un empleo en su casa. Dejaba a mi disposición ese puesto en su despacho, sólo para animarme a acudir a hacerle compañía, siempre que me apeteciera. No quería obligarme a nada y también él quedaba en libertad. Si su comercio iba bien, me concedería un puesto en la dirección de su casa.

Hablando de su comercio, la hermosa cara morena de Guido se ponía muy seria. Parecía que hubiera pensado ya todas las operaciones a que quería dedicarse. Miraba a lo lejos, por encima de mi cabeza, y yo confié tanto en la seriedad de sus meditaciones, que me volví también yo a mirar lo que él veía, es decir, esas operaciones que debían aportarle la fortuna. No quería recorrer ni el camino seguido con tanto éxito por nuestro suegro ni el de la modestia y la seguridad, seguido por Oliví. Todos ésos, para él, eran comerciantes a la antigua. Había que seguir un camino muy distinto, y se asociaba conmigo de buen grado, porque yo no estaba aún estropeado por los viejos.

Todo eso me pareció cierto. Me regalaban mi primer éxito comercial y enrojecí de placer por segunda vez. Por eso y por gratitud ante la estima que me había demostrado, trabajé con él y para él, unas veces con mayor y otras con menor intensidad, durante dos buenos años, sin otra compensación que la gloría de ese puesto en el propio despacho de la dirección. Hasta entonces fue ése, sin lugar a dudas, el período más largo que yo hubiera dedicado a una misma ocupación. No puedo jactarme de ello, porque tal actividad mía no dio fruto alguno ni para mí ni para Guido y en el comercio —todo el mundo lo sabe— sólo se puede juzgar por el resultado.

Durante tres meses, el tiempo necesario para fundar aquella empresa, seguí convencido de ir camino de constituir un gran comercio. Supe que me iba a corresponder no sólo ocuparme de detalles como la correspondencia y la contabilidad, sino también de vigilar los asuntos. Sin embargo, Guido conservó un gran ascendiente sobre mí, tanto que habría podido incluso arruinarme y sólo mi buena suerte se lo impidió. Bastaba una señal suya para que corriese junto a él. Eso me provoca estupefacción aun ahora que escribo, después de haber tenido tiempo de reflexionar sobre ello durante buena parte de mi vida.

Y escribo sobre esos dos años porque mi apego a Guido me parece una clara manifestación de mi enfermedad. ¿Qué razón había para apegarse a él a fin de aprender el comercio en gran escala y poco después permanecer vinculado a él para enseñarle el de poca envergadura? ¿Qué razón había para sentirse bien en aquella posición sólo porque me parecía que mi gran amistad con Guido significaba una gran indiferencia hacia Ada? ¿Quién me exigía todo eso? ¿No bastaba para provocar nuestra indiferencia recíproca la existencia de todos esos mocosos que, asiduos, traíamos al mundo? Yo no tenía nada contra Guido, pero, desde luego, no habría sido el amigo que habría elegido libremente. Vi siempre con tanta claridad sus defectos, que con frecuencia sus ideas me irritaban, cuando no me conmovía algún acto suyo de debilidad. Durante mucho tiempo le sacrifiqué mi libertad y me dejé arrastrar por él a las situaciones más odiosas sólo para ayudarlo. Una auténtica manifestación de enfermedad o de gran bondad, dos cualidades que están en relación muy íntima entre sí.

No deja de ser cierto, aunque con el tiempo se desarrollara entre nosotros un gran afecto, como sucede siempre entre personas de bien que se ven todos los días. ¡Y fue un gran afecto, el mío! Cuando Guido desapareció, durante mucho tiempo sentí su falta e incluso mi vida entera me pareció vacía, porque una parte tan grande de ella había sido invadida por él y sus negocios.

Me dan ganas de reír al recordar que, sin ir más lejos, en nuestro primer negocio, la compra de los muebles, cometimos una equivocación. Ya teníamos los muebles y no nos decidíamos aún a la hora de escoger un local para el despacho. En relación con eso, entre Guido y yo había una diferencia de opinión, que fue la causa del retraso. Por lo que yo había visto con mi suegro y con Olivi, la oficina debía estar contigua al almacén, para permitir su vigilancia. Guido protestaba con una mueca de disgusto:

—¡Esas oficinas triestinas que apestan a bacalao o a pieles!

Guido aseguraba que sabría organizar la vigilancia incluso desde lejos, pero aun así vacilaba. Un buen día el vendedor de los muebles lo apremió a retirarlos, porque, de lo contrario, los arrojaría a la calle y entonces Guido corrió a alquilar un despacho, el último que le habían ofrecido, sin almacén cercano, pues se encontraba en el centro mismo de la ciudad. Por eso nunca tuvimos almacén.

La oficina se componía de dos grandes habitaciones bien iluminadas y de un cuartito sin ventanas. Sobre la puerta de ese cuartito inhabitable se fijó un cartelito con la inscripción en letras lapidarias:
Contabilidad
; luego, en una de las otras dos puertas se colocó el letrerito:
Caja
y la otra quedó adornada con la designación, tan inglesa, de
Privado
. También Guido había estudiado comercio en Inglaterra y había aprendido nociones útiles. La
Caja
fue provista, como Dios manda, de una magnífica caja de hierro y de la reja tradicional. Nuestra habitación
Privada
se convirtió en una cámara de lujo espléndidamente tapizada con color castaño aterciopelado y fue provista de dos escritorios, un sofá y varias butacas muy cómodas.

Luego vino la compra de los libros y de los diferentes utensilios. En eso mi autoridad de director fue indiscutible. Hacía encargos y las cosas llegaban. En realidad, habría preferido que no me hubiesen obedecido con tanta prontitud, pero era mi deber decir todas las cosas que hacían falta en una oficina. Entonces me pareció descubrir la gran diferencia que había entre Guido y yo. Lo que yo sabía me servía para hablar y a él para actuar. Cuando él llegaba a saber lo que yo sabía y no más, compraba. Es cierto que a veces, en las cuestiones comerciales, estuvo por completo decidido a no hacer nada, es decir, ni comprar ni vender, pero también ésa me pareció una resolución de persona que cree saber mucho. Yo habría tenido más dudas, incluso en la inactividad.

En esas compras fui muy prudente. Corrí a ver a Olivi a fin de tomar medidas para el copiador de cartas y para los libros de contabilidad. Después el joven Olivi me ayudó a abrir los libros y me explicó una vez más la contabilidad por partida doble, cosas todas fáciles de aprender, pero también de olvidar. Cuando llegáramos al balance, también me lo explicaría.

Aún no sabíamos lo que haríamos en aquella oficina (ahora sé que ni siquiera Guido lo sabía entonces) y discutíamos toda nuestra organización. Recuerdo que durante días hablamos de dónde colocaríamos a los otros empleados, si llegáramos a necesitarlos. Guido sugería que metiéramos a todos los que cupieran en la Caja. Pero el pequeño Luciano, nuestro único empleado de momento, dijo que allí donde estaba la caja no podía haber otras personas que las encargadas de la propia caja. ¡Era muy duro tener que aceptar lecciones de nuestro recadero! Yo tuve una inspiración:

—Me parece recordar que en Inglaterra se paga, todo con cheques.

Era una cosa que me habían dicho en Trieste.

—¡Muy bien! —dijo Guido—. También yo lo recuerdo ahora. ¡Es curioso que lo hubiera olvidado!

Se puso a explicar con toda clase de detalles a Luciano que ya no se acostumbraba a manejar tanto dinero. Los cheques circulaban de mano en mano por los importes que se deseara. Fue una bella victoria la nuestra, y Luciano calló.

Éste obtuvo gran provecho de lo que aprendió de Guido. Nuestro recadero es en la actualidad un comerciante de Trieste bastante respetado. Aún me saluda con cierta humildad, atenuada por una sonrisa. Guido pasaba siempre una parte de la jornada enseñando primero a Luciano, luego a mí y después a la empleada. Recuerdo que por mucho tiempo había acariciado la idea de hacer comercio a comisión para no arriesgar su dinero. Me explicó la esencia de ese comercio a mí y, en vista de que yo aprendía demasiado rápido, se puso a explicarlo a Luciano, que por mucho tiempo estuvo escuchándolo con muestras de la más viva atención, con sus grandes ojos brillantes en la cara aún imberbe. No se puede decir que Guido perdiera el tiempo, porque Luciano es el único de nosotros que ha tenido éxito en esa clase de comercio. ¡Y luego dicen que la ciencia es la que vence!

Mientras tanto, de Buenos Aires llegaron los pesos. ¡Fue un asunto serio! A mí al principio me había parecido cosa fácil, pero, en realidad, el mercado de Trieste no estaba preparado para esa moneda exótica. Volvimos a necesitar al joven Olivi, que nos enseñó a realizar esos cheques. Después, como en determinado momento Olivi nos dejó solos, por parecerle que nos había conducido a buen puerto, Guido se encontró durante varios días con los bolsillos llenos de coronas, hasta que encontramos el camino a un Banco, que nos libró del incómodo peso entregándonos un talonario de cheques, que pronto aprendimos a utilizar.

Guido sintió la necesidad de decir a Olivi, que le facilitaba la tarea:

—¡Le aseguro que nunca haré la competencia a la empresa de mi amigo!

Pero el joven, que tenía otra concepción del comercio, respondió:

—¡Ojalá hubiera más comerciantes dedicados a nuestros artículos! ¡Mejor nos iría!

Guido se quedó con la boca abierta, comprendió demasiado bien, como le sucedía siempre, y adoptó aquella teoría, que ofreció a quien la quisiera oír.

A pesar de sus estudios en la Escuela Superior, Guido tenía una idea poco precisa del debe y el haber. Miró con sorpresa cómo constituí la cuenta de capital y también cómo registré los gastos. Después supo tanta contabilidad, que, cuando le proponían un negocio, lo analizaba ante todo desde el punto de vista contable. Le parecía incluso que el conocimiento de la contabilidad confería un aspecto nuevo al mundo. Veía nacer deudores y acreedores por todos lados, hasta cuando dos se peleaban o se besaban.

Se puede decir que entró en el comercio armado de la máxima prudencia. Rechazó cantidad de negocios e incluso durante seis meses los rechazó todos con el aspecto tranquilo de quien sabe lo que hace.

—¡No! —decía, y el monosílabo parecía el resultado de un cálculo preciso, aun cuando se trataba de un artículo que nunca había visto. Pero toda esa reflexión había resultado desperdiciada viendo cómo el negocio y después su posible beneficio o su pérdida debería pasar a través de una contabilidad. Era lo último que había aprendido y se había superpuesto a todas sus nociones.

Me duele tener que hablar tan mal de mi pobre amigo, pero debo ser veraz, también para entenderme mejor a mí mismo. Recuerdo cuánta inteligencia empleó para atestar nuestra pequeña oficina de fantasías que nos impedían cualquier actividad sensata. En determinado momento, para iniciar el comercio a comisión, decidimos enviar por correo un millar de circulares. Guido hizo esta reflexión:

—¡Cuántos sellos ahorraríamos, si, antes de expedir estas circulares supiéramos cuáles de ellas llegarán a las personas que las tendrán en cuenta!

La frase sola no habría impedido nada, pero le complació demasiado y comenzó a lanzar al aire las circulares cerradas para expedir sólo las que caían con la dirección hacia arriba. El experimento recordaba a algo parecido que yo había hecho en el pasado, pero, de todos modos, me parece que nunca llegué a ese extremo. Como es natural, no recogí ni expedí las circulares eliminadas por él, porque no podía estar seguro de que no hubiese habido de verdad una seria inspiración que lo hubiera incitado a esa eliminación y de que debiese, por esa razón, no derrochar los sellos que correspondía pagar a él.

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