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Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno (39 page)

BOOK: La conciencia de Zeno
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Entonces recordé y me ruboricé. Tal vez si hubiera recordado antes, no habría vuelto nunca a la oficina. Había sido algo tan breve, y mezclado con tantas otras acciones del mismo valor, que si no me lo hubieran recordado habría podido creerse que nunca había existido. Pocos días después del abandono de Carla, me había puesto a examinar los libros con ayuda de Carmen y poco a poco, para ver mejor en la misma página, le había pasado el brazo en torno a la cintura, que después había estrechado cada vez más. De un salto Carmen se había apartado de mí y yo había abandonado entonces la oficina.

Habría podido defenderme con una sonrisa induciéndola a sonreír conmigo, porque las mujeres son muy propensas a sonreír de delitos semejantes. Podría haberle dicho:

—Intenté algo que no me salió bien y me duele, pero no le guardo rencor y quiero ser amigo suyo, si le parece bien.

O habría podido responder también como una persona seria, disculpándome ante ella y ante Guido:

—Discúlpeme y no me juzgue antes de saber en qué condiciones me encontraba entonces.

En cambio, me faltaron las palabras. Tenía —creo— la garganta cerrada por el rencor que se había solidificado en ella y no podía hablar. Todas esas mujeres que me rechazaban con decisión daban un auténtico tinte trágico a mi vida. Nunca había vivido una época tan desgraciada. En vez de darle una respuesta, sólo me sentía capaz de rechinar los dientes, cosa poco cómoda, al tener que ocultarla. Tal vez me faltaran las palabras también por el dolor de ver excluida con tanta decisión una esperanza que aún acariciaba. No puedo por menos de confesarlo: con nadie mejor que con Carmen habría podido sustituir a la amante que había perdido, esa muchacha tan poco comprometedora, que no me había pedido sino el permiso de vivir junto a mí hasta que pidió el de no volver a verme. Una amante para dos es la menos comprometedora. Desde luego, entonces no había aclarado tan bien mis ideas, pero las sentía y ahora las conozco. Al pasar a ser el amante de Carmen, habría hecho un bien a Ada y no habría perjudicado demasiado a Augusta. Ambas se habrían visto traicionadas mucho menos que si Guido y yo hubiéramos tenido una mujer entera para cada uno.

Di la respuesta a Carmen varios días después, pero aún me produce rubor. La excitación a que me había arrojado el abandono de Carla debía de subsistir todavía para hacerme llegar hasta tal extremo. Me arrepiento de aquella acción como de ninguna otra de mi vida. Las palabras bestiales que dejamos escapar nos remuerden la conciencia con mayor fuerza que las acciones más abominables a que nos induzca la pasión. Por supuesto, llamo palabras sólo a las que no son acciones, porque sé muy bien que las palabras de Yago, por ejemplo, son auténticas acciones. Pero las acciones, incluidas las palabras de Yago, se realizan para obtener un placer o un beneficio y entonces todo el organismo, incluso la parte que después debería erigirse en juez, participa en ellas y, en consecuencia, se convierte en un juez muy benévolo. Pero la estúpida lengua actúa por sí misma y para satisfacción de alguna pequeña parte del organismo que sin ella se siente vencida y procede a la simulación de una lucha, cuando la lucha está acabada y perdida. Quiere herir o quiere acariciar. Se mueve siempre en medio de metáforas mastodónticas. Y cuando son ardientes, las palabras queman a quien las ha pronunciado.

Había yo observado que Carmen ya no tenía los colores que le habían abierto con tanta rapidez las puertas de nuestra oficina. Pero me imaginé que los habría perdido por un sufrimiento que no creí fuera físico y lo atribuí al amor por Guido. Por lo demás, nosotros, los hombres, somos muy propensos a compadecer a las mujeres que se entregan a los otros. No vemos nunca qué ventaja puede reportarles esa entrega. Podemos hasta apreciar al hombre de que se trate —como ocurría en mi caso—, pero ni siquiera entonces podemos olvidar cómo suelen acabar en este mundo las aventuras amorosas. Sentí una compasión sincera por Carmen, como no la había sentido nunca por Augusta o por Carla. Le dije:

—Ya que ha tenido la amabilidad de invitarme a ser su amigo, ¿me permitiría hacerle unas advertencias?

No me lo permitió, porque, como todas las mujeres en esos trances, también ella creyó que cualquier advertencia es una agresión. Enrojeció y balbució:

—¡No comprendo! ¿Por qué me dice eso? —y al instante añadió para hacerme callar—: Si necesitara consejos, desde luego que recurriría a usted, señor Cosini.

Por eso, no tuve oportunidad de predicarle la moral, por desgracia para mí. Desde luego, predicándole la moral habría llegado a un grado superior de sinceridad, aun intentando tomarla de nuevo entre mis brazos. No volvería a irritarme por haber querido adoptar el hipócrita aspecto de un mentor.

Varios días de todas las semanas, Guido ni siquiera aparecía por la oficina, porque se había apasionado por la caza y la pesca. En cambio, yo, desde mi regreso y durante un tiempo, acudí con asiduidad, pues estaba muy ocupado poniendo al día los libros. Con frecuencia me encontraba a solas con Carmen y Luciano, que me consideraban su jefe. No me parecía que Carmen sufriera por la ausencia de Guido y me imaginé que lo amaba tanto, que era feliz al saber que estaba divirtiéndose. Debía de saber incluso qué días iba a faltar, porque no daba señales de estar angustiada por la espera. En cambio, sabía por Augusta que Ada no era así, porque se quejaba amargamente de las frecuentes ausencias de su marido. Por lo demás, no era ésa su única queja. Como todas las mujeres no amadas, se quejaba con la misma intensidad de las ofensas grandes que de las pequeñas. No sólo la traicionaba Guido, sino que, además, cuando estaba en casa no dejaba de tocar el violín. Aquel violín, que tanto me había hecho sufrir, era una especie de lanza de Aquiles por la variedad de sus prestaciones. Supe que había pasado también por nuestra oficina, donde había contribuido a la corte a Carmen con bellísimas variaciones sobre el
Barbero
. Después había desaparecido porque ya no era necesario en la oficina y había vuelto a casa, donde libraba a Guido del aburrimiento que era hablar con su mujer.

Entre Carmen y yo no volvió a haber nunca nada más. No tardé en sentir por ella una indiferencia absoluta, como si hubiera cambiado de sexo, algo semejante a lo que había sentido por Ada. Una viva compasión por las dos. Eso y nada más.

Guido me colmaba de amabilidades. Creo que en los meses en que lo había dejado solo había aprendido a apreciar mi compañía. Una mujercita como Carmen puede ser agradable de vez en cuando, pero no se la puede soportar durante días enteros. Guido me invitó a ir a cazar y a pescar. Detesto la caza y me negué, decidido, a acompañarlo. Sin embargo, una noche, impulsado por el aburrimiento, acabé yendo con él a pescar. Al pez le falta cualquier medio de comunicación con nosotros y no puede inspirarnos compasión. Pero ¡si da boqueadas incluso cuando está sano y salvo en el agua! Ni siquiera la muerte altera su aspecto. Su dolor, si existe, está perfectamente oculto bajo sus escamas.

Cuando un día Guido me invitó a ir a pescar por la noche, esperé a ver si Augusta me permitiría salir esa noche y permanecer fuera hasta tan tarde. Le dije que recordaría que su barquita saldría del muelle Sartorio a las nueve de la noche y que, si podía, me encontraría con él allí. Por eso, pensé que también él debía de saber que esa noche no volvería a verme y que, como había hecho tantas otras veces, no acudiría a la cita.

Sin embargo, esa noche me echaron de casa los chillidos de mi pequeña Antonia. Cuanto más la acariciaba la madre, más chillaba la niña. Entonces probé un sistema mío, que consistía en gritar insolencias al oidito de aquella mónita chillona. El único resultado fue que cambió el ritmo de sus gritos, porque se puso a aullar de espanto. Después me habría gustado probar otro sistema un poco más enérgico, pero Augusta recordó a tiempo la invitación de Guido y me acompañó hasta la puerta, al tiempo que me prometía acostarse sola, si yo volvía tarde. Más aún: con tal de que me marchara, se resignaría incluso a tomar sin mí el café de la mañana siguiente, si yo permanecía fuera hasta esa hora. Entre Augusta y yo existe una pequeña divergencia —la única— sobre el modo de tratar a los niños fastidiosos: a mí me parece que el dolor del niño es menos importante que el nuestro y que vale la pena infligírselo con tal de evitar un gran trastorno al adulto; en cambio, a ella le parece que nosotros, que hemos hecho a los niños, debemos también sufrirlos.

Tenía tiempo de sobra para llegar a la cita y atravesé despacio la ciudad mirando a las mujeres, al tiempo que ideaba un instrumento especial que impediría que existieran divergencias entre Augusta y yo. Pero ¡la humanidad no había evolucionado lo suficiente como para que fuera realizable mi instrumento! Estaba destinado al futuro lejano y a mí sólo podía servirme para demostrarme qué nimia era la razón por la que eran posibles mis disputas con Augusta: ¡la falta de un pequeño instrumento! Habría sido sencillo: un tranvía doméstico, una silla provista de ruedas y carriles sobre la que mi niña pasaría el día; además, un botón eléctrico, pulsando el cual la chillona niña se pondría en movimiento hasta llegar al punto más alejado de la casa, donde su voz, debilitada por la distancia, nos habría parecido hasta agradable. Y Augusta y yo habríamos permanecido juntos, tranquilos y afectuosos.

Era una noche rica en estrellas y carente de luna, una de esas noches en que se ve a mucha distancia y que, por esa razón, calma y aquieta. Miré las estrellas que podrían llevar aún la señal de la mirada de adiós de mi padre moribundo. Pasaría la época horrible en que mis hijos ensuciaban y chillaban. Después serian semejantes a mí; yo los amaría según mi deber y sin esfuerzo. En la bella y vasta noche me serené del todo y sin necesidad de concebir propósitos.

En la punta del muelle Sartorio las luces procedentes de la ciudad quedaban interceptadas por la antigua caseta, de la que sobresale la propia punta como una corta calle veneciana. La oscuridad era perfecta y el agua, alta, negra y quieta, me parecía perezosamente hinchada.

No volví a mirar ni al cielo ni al mar. A pocos pasos de mí había una mujer que despertó mi curiosidad por sus botitas de charol, que por un instante brillaron en la oscuridad. En el breve espacio y en la oscuridad, me pareció que aquella mujer alta y tal vez elegante se encontraba encerrada en una la habitación conmigo. Las aventuras más agradables pueden presentarse cuando menos se piensa, y, al ver que aquella mujer de repente se acercaba deliberadamente, tuve por un instante una sensación agradabilísima, que al momento desapareció cuando oí la voz ronca de Carmen. Quería fingir que le encantaba descubrir que yo también iba a participar en la excursión. Pero en la oscuridad y con aquella clase de voz no se podía fingir. Le dije con rudeza:

—Guido me ha invitado. Pero, si lo desea, ¡los dejo solos!

Ella protestó diciendo que, al contrario, se alegraba de verme por tercera vez aquel día. Me contó que en aquella barquita se iba a encontrar reunida la oficina entera, porque también venía Luciano. ¡Ay de nuestros negocios, si se iba a pique! Desde luego, me había dicho que también venía Luciano para demostrarme la inocencia del encuentro. Después siguió charlando con volubilidad: primero me dijo que era la primera vez que iba de pesca con Guido y después confesó que era la segunda. Se le había escapado decir que no le desagradaba ir sentada sobre «el pañol» de una barquita y a mí me había parecido extraño que conociera ese término. Así, hubo de confesarme que lo había aprendido la primera vez que había ido de pesca con Guido.

—Ese día —añadió para recalcar la completa inocencia de aquella primera excursión— fuimos a pescar caballas y no doradas. Por la mañana.

Lástima que no tuve tiempo para hacerla charlar más, porque habría podido enterarme de todo lo que me interesaba, pero de la oscuridad de la Sacchetta salió y se acercó a nosotros la barquita de Guido. Yo seguía vacilando: puesto que iba Carmen, ¿no debería alejarme? Tal vez Guido no tuviese siquiera la intención de invitarnos a los dos, porque yo recordaba haber casi rechazado su invitación. Entretanto, la barca atracó y, juvenilmente segura hasta en la oscuridad, Carmen descendió hasta ella sin apoyarse en la mano que Luciano le había ofrecido. Como yo vacilaba, Guido gritó:

—¡No nos hagas perder tiempo!

De un salto me encontré también yo en la barquita. Mi salto fue casi involuntario: consecuencia del grito de Guido. Yo miraba la tierra con nostalgia, pero bastó un instante de vacilación para volverme imposible el desembarco. Acabé sentándome a proa de la estrecha barca. Cuando me habitué a la oscuridad, vi que a popa, frente a mí, iba sentado Guido y a sus pies, en el pañol, Carmen. Luciano, que iba remando, nos separaba. Yo no me sentí ni demasiado seguro ni demasiado cómodo en barca tan pequeña, pero pronto me acostumbré y miré a las estrellas, que de nuevo me calmaron. Era cierto que delante de Luciano —un siervo devoto de las familias de nuestras mujeres— Guido no se habría arriesgado a traicionar a Ada y, por esa razón, no tenía nada de malo que yo fuera con ellos. Deseaba vivamente poder gozar de aquel cielo, aquel mar y aquella gran paz. Si hubiera tenido que sentir remordimiento y, por tanto, sufrir, habría hecho mejor quedándome en casa y dejándome torturar por la pequeña Antonia. El fresco aire nocturno me hinchó los pulmones y comprendí que podía divertirme en compañía de Guido y Carmen, a quien en el fondo apreciaba.

Pasamos por delante del faro y llegamos a mar abierta. Unas millas más allá brillaban las luces de innumerables veleros: allí acechaban a los peces peligros mayores. Desde el Presidio Militar —una mole poderosa que aparecía negruzca sobre sus pilones— comenzamos a movernos arriba y abajo a lo largo de la ribera de Sant'Andrea. Era el lugar predilecto de los pescadores. Junto a nosotros, silenciosas, muchas otras barcas hacían la misma maniobra. Guido preparó los tres sedales y cebó los anzuelos clavando en ellos gambas por la cola. Entregó un sedal a cada uno de nosotros diciendo que el mío a proa —el único provisto de plomo— sería el que preferirían los peces. Divisé en la oscuridad mi gamba con la cola traspasada y me pareció que movía la parte superior del cuerpo, la parte que no se había convertido en una vaina. Ese movimiento me pareció más de meditación que de dolor. Tal vez lo que produce el dolor en los organismos grandes en los muy pequeños pueda reducirse hasta convertirse en una experiencia nueva, un estímulo para el pensamiento. Lo metí en el agua hundiéndolo, como me dijo Guido, diez brazas. Después de mí, Carmen y Guido sumergieron sus sedales. Guido tenía ahora a popa un remo con el que impulsaba la barca con la habilidad necesaria para que los sedales no se enredaran. Al parecer, Luciano no estaba aún en condiciones de dirigir la barca de ese modo. Por lo demás, Luciano estaba encargado ahora de la pequeña red con la que sacaría del agua los peces traídos a la superficie por los anzuelos. Durante mucho tiempo no tuvo nada que hacer. Guido charlaba mucho. Quién sabe si no se había aficionado a Carmen la causa de su pasión por la enseñanza más que por amor. A mí me habría gustado no tener que oírlo para seguir pensando en el animalito que tenía expuesto a la voracidad de los peces, suspendido en el agua, y que con los gestos de la cabecita —si los continuaba en el agua— atraería mejor a los peces. Pero Guido me llamó repetidas veces y tuve que escuchar su teoría sobre la pesca. El pez tocaría varias veces el cebo y nosotros lo sentiríamos, pero no debíamos tirar del sedal hasta que no estuviera tenso. Entonces debíamos estar preparados para dar el tirón que ensartaría con seguridad el anzuelo en la boca del pez. Guido, como de costumbre, alargó en exceso sus explicaciones. Quería explicarnos con claridad lo que sentiríamos en la mano, cuando el pez olisqueara el anzuelo. Y continuaba sus explicaciones, cuando, en realidad, Carmen y yo conocíamos ya por experiencia la casi sonora repercusión en la mano de cualquier contacto que sufría el anzuelo. Varias veces tuvimos que recoger el sedal para renovar el cebo. El animalito pensativo acababa, impune, en las fauces de algún pez astuto que sabía evitar el anzuelo.

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