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Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno (18 page)

BOOK: La conciencia de Zeno
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Le dije:

—¡Escuche, Alberta! Tengo una idea: ¿ha pensado alguna vez que está en la edad de tomar marido?

—¡Yo no pienso casarme! —dijo sonriendo y mirándome con dulzura, sin turbación ni rubor—. Al contrario, pienso continuar mis estudios. También mamá lo desea.

—Podría continuar sus estudios aun después de casada.

Se me ocurrió una idea que me pareció ingeniosa y la expresé al instante:

—También yo pienso iniciarlos después de haberme casado.

Se rió con ganas, pero yo me di cuenta de que perdía el tiempo, porque no era con semejantes necedades como se podía conquistar a una mujer y la paz. Había que ser serio. Además, en ese caso era fácil porque la acogida que recibía era totalmente distinta a la de Ada.

Me puse serio de verdad. Mi futura esposa debía saberlo todo. Con voz conmovida le dije:

—Hace un poco he dirigido a Ada la misma propuesta que acabo de hacerle a usted. Me ha rechazado con desdén. Ya puede imaginarse en qué estado me encuentro.

Esas palabras, acompañadas de una expresión de tristeza, no eran otra cosa que mi última declaración de amor por Ada. Me estaba poniendo demasiado serio y, sonriendo, añadí:

—Pero creo que si usted aceptara casarse conmigo, yo sería muy feliz y por usted olvidaría todo y a todos.

Ella se puso muy seria para decirme:

—Sentiría que se ofendiera, Zeno. Yo le tengo mucho aprecio. Sé que es usted buena persona y, además, sin saberlo, sabe muchas cosas, mientras que mis profesores sólo saben exactamente lo que saben. Yo no quiero casarme. Tal vez cambie de idea, pero por el momento sólo tengo una meta: me gustaría llegar a ser escritora. Ya ve qué confianza le demuestro. No lo he dicho nunca a nadie y espero que no me traicione. Por mi parte, le prometo que no repetiré a nadie su propuesta.

—Pero ¡si puede usted contársela a todo el mundo! —la interrumpí enfadado. Me sentía de nuevo bajo la amenaza de verme expulsado de aquel salón y corrí en busca de refugio. Sólo había un modo de atenuar en Alberta el orgullo de haber podido rechazarme y lo adopté apenas lo descubrí. Le dije—: Ahora voy a hacer la misma propuesta a Augusta y voy a contar a todo el mundo que me caso con ella porque sus dos hermanas me han rechazado.

Reía con un buen humor exagerado, que me había sobrevenido por la extrañeza de mi proceder. No era en las palabras en las que ponía el ingenio de que estaba tan orgulloso, sino en los actos.

Miré a mi alrededor para buscar a Augusta. Había salido al pasillo con una bandeja sobre la que sólo había un vaso semivacío que contenía un calmante para Anna. La seguí corriendo y llamándola por su nombre y ella se pegó a la pared para esperarme. Me coloqué frente a ella y le dije al instante:

—Oiga, Augusta, ¿quiere que nos casemos?

La propuesta era muy ruda. Yo debía casarme con ella y ella conmigo, y yo no preguntaba su opinión ni pensaba que pudiera corresponderme a mí la obligación de dar explicaciones. ¡Si no hacía otra cosa que lo que todos querían!

Ella alzó los ojos dilatados por la sorpresa. Así el que se desviaba estaba aún más diferente que de costumbre del otro. Su rostro aterciopelado y blanco primero empalideció aún más y después se congestionó al instante. Cogió con la mano derecha el vaso que bailaba sobre la bandeja. Con un hilo de voz me dijo:

—Usted bromea y eso no está bien.

Temí que se echara a llorar y se me ocurrió la curiosa idea de consolarla contándole mi tristeza.

—Yo no bromeo —dije serio y triste—. Primero he pedido la mano a Ada, quien me la ha rechazado airada; después he pedido a Alberta que se casara conmigo y, con palabras hermosas se ha negado también. No guardo rencor ni a una ni a otra. Sólo me siento muy, pero que muy infeliz.

Ante mí dolor ella se serenó y se puso a mirarme conmovida y sumida en sus reflexiones. Su mirada se parecía a una caricia que no me daba placer.

—Entonces, ¿yo debo saber y recordar que usted no me ama? —preguntó.

¿Qué significaba esa frase sibilina? ¿Era el preludio de la aceptación? ¡Quería recordar! ¿Recordar durante toda la vida que había de pasar conmigo? Me sentí como quien para matarse se ha colocado en una posición peligrosa y ahora se ve obligado a hacer grandes esfuerzos para salvarse. ¿No habría sido mejor que también Augusta me hubiera rechazado y que yo hubiese podido volver sano y salvo a mi estudio en el que ni siquiera ese día me había sentido demasiado mal? Le dije:

—¡Sí! Yo amo sólo a Ada y ahora me casaría con usted…

Estaba a punto de decirle que no podía resignarme a la idea de volverme un extraño para Ada y que, por eso, me contentaba con llegar a ser su cuñado. Habría sido excesivo, y Augusta habría podido creer de nuevo que quería burlarme de ella. Por eso sólo dije:

—Ya no puedo resignarme a vivir solo.

Ella seguía apoyada a la pared, cuyo sostén tal vez necesitara, pero parecía más tranquila y ahora sostenía la bandeja con una sola mano. ¿Estaba salvado y debía abandonar aquel salón o podía permanecer en él y debía casarme? Dije otras palabras sólo porque estaba impaciente de esperar las suyas que no querían salir:

—Yo soy buena persona y creo que conmigo se puede vivir fácilmente, aun cuando no haya un gran amor.

Ésa era una frase que en los largos días anteriores había preparado para Ada, con el fin de inducirla a decirme que sí, aun cuando no sintiera por mí un gran amor.

Augusta jadeaba ligeramente y seguía callada. Ese silencio podía significar también un rechazo, el rechazo más delicado que se pudiera imaginar: estaba casi a punto de escapar en busca de mi sombrero, a tiempo para ponerlo sobre una cabeza salvada.

En cambio, Augusta, decidida, con un movimiento digno y que nunca olvidé, se irguió y abandonó el sostén de la pared. En el pasillo, que no era largo, se acercó aún más a mí, que estaba enfrente de ella. Me dijo:

—Usted, Zeno, necesita una mujer que quiera vivir para usted y lo ayude. Yo quiero ser esa mujer.

Me tendió la mano llenita, que yo casi por instinto besé. Evidentemente, no existía la posibilidad de actuar de otro modo. Además, debo confesar que en aquel momento me sentí embargado por una satisfacción que me ensanchó el pecho. Ya no tenía que resolver nada, porque todo había quedado resuelto. Esa era la auténtica claridad.

Así fue como me prometí. Al instante nos vimos muy agasajados. Tantos fueron los aplausos de todos, que el mío se parecía un poco al gran éxito del violín de Guido. Giovanni me besó y al instante me tuteó. Con expresión de afecto exagerada me dijo:

—Me sentía tu padre desde hacía mucho tiempo, desde que empecé a darte consejos para tu comercio.

Mi futura suegra me ofreció también la mejilla, que rocé con los labios. Ni siquiera casándome con Ada me habría librado de ese beso.

—¿Ve cómo yo lo había adivinado todo? —me dijo con una desenvoltura increíble y que quedó sin castigo porque yo no supe ni quise protestar.

Después abrazó a Augusta y la intensidad de su afecto se reveló en un sollozo que se le escapó e interrumpió sus manifestaciones de alegría. Yo no podía soportar a la señora Malfenti, pero debo decir que ese sollozo coloreó, al menos durante toda aquella noche, mi noviazgo con una luz simpática.

Alberta, radiante, me estrechó la mano:

—Yo quiero ser para vosotros una buena hermana.

Y Ada:

—¡Bravo, Zeno! —Y añadió en voz baja—: Sépalo: nunca un hombre que crea haber hecho algo con precipitación habrá actuado con más juicio que usted.

Guido me dio una gran sorpresa:

—Desde esta mañana había comprendido que usted quería a una u otra de las hermanas Malfenti, pero no lograba saber a cuál.

Así, pues, ¡no debían de tener mucha intimidad, si Ada no le había hablado de mi corte! ¿Sería verdad que me había precipitado?

Sin embargo, poco después Ada me dijo también:

—Desearía que usted me quisiera como un hermano. Olvidemos todo lo demás; yo no diré nunca nada a Guido.

Por lo demás, era bello haber provocado tanta alegría en una familia. Yo no podía disfrutar demasiado de ella porque estaba muy cansado. Además, tenía sueño. Eso demostraba que había actuado con gran discreción. La noche iba a ser buena.

En la cena Augusta y yo asistimos mudos a los agasajos que se nos hacían. Ella sintió la necesidad de excusarse por su incapacidad para participar en la conversación general:

—No sé qué decir. Debéis recordar que, hace media hora, no sabía lo que me iba a suceder.

Siempre decía la verdad exacta. Se encontraba entre la risa y el llanto y me miró. Quise acariciarla también yo con los ojos y no sé si lo logré.

Aquella misma noche sufrí en la mesa otra herida. Me la causó Guido precisamente.

Al parecer, antes de que yo llegara para participar en la sesión espiritista Guido había contado que por la mañana yo había afirmado no ser persona distraída. Le dieron al instante tantas pruebas de que yo había mentido, que, para vengarse (o tal vez para mostrar que sabía dibujar), me hizo dos caricaturas. En la primera aparecía representado mirando hacia arriba y apoyado en un paraguas clavado en el suelo. En la segunda el paraguas se había roto y el mango me había penetrado en la espalda. Las dos caricaturas conseguían su fin y hacían reír simplemente porque el individuo que debía representarme —muy parecido a mí, la verdad, pero caracterizado por una gran calvicie— era idéntico en el primero y en el segundo dibujo y, por esa razón, se lo podía imaginar tan distraído como para no haber cambiado de aspecto a pesar de que un paraguas lo hubiera traspasado.

Todos rieron mucho e incluso demasiado. Me dolió profundamente un intento tan logrado de cubrirme de ridículo. Y fue entonces cuando me atacó por primera vez mi dolor lancinante. Esa noche me dolieron el antebrazo derecho y la cadera. Un intenso ardor, un hormigueo en los nervios como si amenazaran con contraerse. Al instante me llevé la mano derecha a la cadera y con la mano izquierda me cogí el antebrazo afectado. Augusta me preguntó:

—¿Qué tienes?

Respondí que sentía un dolor en el sitio donde me había hecho daño al caerme en el café de que se había hablado aquella misma noche.

Al instante hice un intento enérgico de librarme de aquel dolor. Me pareció que se me pasaría, si pudiera vengarme del ultraje que había sufrido. Pedí un trozo de papel y un lápiz e intenté dibujar a un individuo aplastado por un velador. Luego puse a su lado un bastón que se le había escapado de la mano a consecuencia de la catástrofe. Nadie reconoció el bastón, por lo que la ofensa no tuvo el efecto que yo habría deseado. Para que se reconociese quién era el individuo y cómo había llegado a esa posición, escribí debajo: «Guido Speier en pugna con el velador». Por lo demás, de aquel desgraciado bajo el velador sólo se veían las piernas, que habrían podido parecerse a las de Guido, si yo no las hubiera desfigurado con maña y el espíritu de venganza no hubiese intervenido para empeorar mi dibujo, ya tan infantil.

El dolor que me atormentaba me hizo apresurarme. Desde luego, nunca mi organismo se había visto tan embargado por el deseo de herir y, si hubiera tenido en la mano un sable en lugar de ese lápiz que no sabía manejar, tal vez la cura habría dado resultado. Guido se rió sincero de mi dibujo, pero después observó tranquilo:

—¡No me parece que el velador me haya hecho daño!

En efecto, no le había hecho daño y ésa era la injusticia de que me dolía.

Ada tomó los dos dibujos de Guido y dijo que quería conservarlos. Yo la miré para expresarle mi reprobación y ella tuvo que desviar la mirada. Tenía derecho a hacerle un reproche porque aumentaba mi dolor.

Encontré una defensa en Augusta. Ésta quiso que escribiera en mi dibujo la fecha de nuestro compromiso porque también ella deseaba conservar ese mamarracho. Ante tal muestra de afecto, que por primera vez reconocí tan importante para mí, una cálida ola de sangre me inundó las venas. Sin embargo, el dolor no cesó y hube de pensar que, si esa muestra de afecto me hubiera venido de Ada, me habría provocado tal oleada en las venas, que habría limpiado todos los detritus acumulados en mis nervios.

Aquel dolor no me abandonó nunca. Ahora, en la vejez, sufro menos de él porque, cuando me ataca, lo soporto con indulgencia: «¡Ah! ¿Ya estás aquí, prueba evidente de que en tiempos fui joven?». Pero en la juventud fue distinto. No digo que el dolor fuese grande, aun cuando a veces me impidiera moverme con libertad o me tuviese despierto por noches enteras. Pero ocupó buena parte de mi vida. ¡Quería curarme! ¿Por qué había de llevar toda la vida sobre mi propio cuerpo el estigma del vencido? ¿Convertirme en el monumento ambulante de la victoria de Guido? Debía borrar de mi cuerpo ese dolor.

Así comenzaron las curas. Pero, poco después, olvidé el origen colérico de la enfermedad e incluso ahora me ha resultado difícil dar con él. No podía ser de otro modo: yo tenía gran confianza en los médicos que me curaron y les creí con sinceridad cuando atribuyeron dicho dolor ora al metabolismo ora a la circulación defectuosa, después a la tuberculosis o a diversas infecciones, alguna de ellas vergonzosa. Además, debo confesar que todas las curas me aportaron algún alivio pasajero gracias al cual en todos los casos parecía confirmado el nuevo diagnóstico. Tarde o temprano resultaba menos exacto, pero no del todo equivocado, porque en mí ninguna función es idealmente perfecta.

En una sola ocasión hubo un auténtico error: una especie de veterinario, en cuyas manos me había colocado, se obstinó por largo tiempo en atacar mi nervio ciático con sus vesicantes y acabó burlado por mi dolor que, en una sesión, saltó de improviso de la cadera a la nuca, lejos, por tanto, de conexión alguna con el nervio ciático. El cirujano se enfureció y me puso en la puerta y yo me fui —lo recuerdo muy bien— nada ofendido, sino admirado de que el dolor siguiera siendo el mismo en la nueva localización. Seguía siendo furioso e inalcanzable como cuando me torturaba la cadera. Es extraño que todas las partes de nuestro cuerpo sepan doler del mismo modo.

Todos los demás diagnósticos viven exactos en mi cuerpo y luchan entre sí por la supremacía. Hay días en que vivo para la diátesis úrica y otros en que la diátesis resulta suprimida, es decir, curada, por una inflamación de las venas. Tengo cajones llenos de medicinas y son los únicos cajones míos que conservo en orden personalmente. Me gustan las medicinas y sé que, cuando abandono una, tarde o temprano volveré a recurrir a ella. Por lo demás, no creo haber perdido el tiempo. Quién sabe cuánto haría ya que habría muerto, y de qué enfermedad, si mi dolor no las hubiese simulado todas para inducirme a curarlas antes de atraparlas.

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