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Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno (22 page)

BOOK: La conciencia de Zeno
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De regreso del viaje de novios, advertí con sorpresa que nunca había vivido en una casa tan cómoda y cálida. Augusta introdujo en ella todas las comodidades que había tenido en la suya, pero también muchas otras que ella misma ideó. El cuarto de baño, que desde siempre había estado en el fondo de un pasillo a medio kilómetro de mi alcoba, fue trasladado junto a la nuestra y se le aumentaron los grifos. Después un cuartucho contiguo al comedor quedó convertido en cuarto del café. En ese cuarto, acolchado con tapices y amueblado con grandes sillones de cuero, pasábamos todos los días una hora tras la comida. Contra mi deseo, había en él todo lo necesario para fumar. Hasta mi pequeño estudio, a pesar de mi prohibición, sufrió modificaciones. Yo temía que los cambios me lo volvieran odioso, pero, en realidad, comprendí al instante que sólo entonces era posible vivir en él. Augusta dispuso su iluminación de modo que podía leer sentado a la mesa, arrellanado en la butaca o tumbado en el sofá. Incluso colocó un atril para el violín con una lamparita encantadora que iluminaba la música sin herir a los ojos. También allí, y contra mi voluntad, me vi acompañado de todos los utensilios necesarios para fumar tranquilo.

Por eso, siempre había obreros trabajando en casa y había cierto desorden que disminuía nuestra quietud. Para ella, que trabajaba para la eternidad, esa breve incomodidad podía no importar, pero para mí la cosa era muy distinta. Me opuse enérgico, cuando quiso instalar un pequeño lavadero en nuestro jardín, lo que entrañaba la construcción de una caseta. Augusta afirmaba que el lavadero en la casa era una garantía de salud para los niños. Pero de momento no había niños y yo no veía necesidad alguna de que me incomodaran antes de su llegada. En cambio, ella aportaba a mi vieja casa un instinto que procedía del aire libre y, en el amor, se parecía a la golondrina que en seguida piensa en el nido.

Pero también manifestaba mi amor y llevaba a casa flores y gemas. Mi vida quedó cambiada por completo con mi matrimonio. Tras un débil intento de resistencia, renuncié a disponer como gustara del tiempo y me adapté al horario más rígido. A ese respecto mi educación se vio coronada por el éxito. Un día, poco después de nuestro viaje de novios, me entretuve y no me dio tiempo a ir a almorzar a casa y, tras haber comido algo en un bar, estuve fuera hasta la noche. A mi regreso, caída ya la noche, me encontré con que Augusta no había comido y estaba muerta de hambre. No me hizo ningún reproche, pero no se dejó convencer de que había hecho mal. Dulce, pero decidida, declaró que, si no la avisaba antes, me esperaría para comer hasta la hora que fuese. ¡No era cosa de broma! En otra ocasión me dejé convencer por un amigo para permanecer fuera de casa hasta las dos de la mañana. Me encontré a Augusta esperándome y castañeteando los dientes de frío, por haber descuidado la estufa. Resultado de eso fue también una leve indisposición de Augusta para que yo no olvidara la lección recibida.

Otro día quise hacerle otro gran regalo: ¡trabajar! Ella lo deseaba y yo mismo pensaba que el trabajo sería útil para mi salud. Está claro que está menos enfermo quien tiene poco tiempo para estarlo. Fui al trabajo y, si no continué, fue culpa mía, la verdad. Fui con los mejores propósitos y con auténtica humildad. No exigí participar en la dirección de los negocios; al contrario: pedí que me dejaran llevar de momento el libro mayor. Ante el enorme libro, en que los asientos estaban dispuestos con la regularidad de calles y casas, me sentí lleno de respeto y me puse a escribir con mano temblorosa.

El hijo de Olivi, un joven de sobria elegancia, con gafas y muy preparado en todas las ciencias comerciales, se encargó de mi instrucción y de él no tengo queja, la verdad. Me fastidió un poco con su ciencia económica y la teoría de la oferta y la demanda, que a mí me parecía más evidente de lo que él decía. Pero se veía en él un respeto indudable hacia el patrón, y yo se lo agradecía tanto más cuanto que no era de suponer que lo hubiese aprendido de su padre. El respeto a la propiedad debía de formar parte de su ciencia económica. Nunca me reprochó los errores de registro que yo cometía con frecuencia; los atribuía a la ignorancia y me daba explicaciones que eran superfluas, la verdad.

Lo malo fue que, a fuerza de observar los negocios, me dieron ganas de hacer alguno. Llegué a imaginar que el libro representaba con toda claridad mi propio bolsillo y, cuando registraba un monto en el «debe» de los clientes, me parecía tener en la mano, en lugar de la pluma, la raqueta del
croupier
que recoge el dinero esparcido por la mesa de juego.

El joven Olivi me enseñaba también el correo que llegaba y yo lo leía con atención y —debo decirlo— en principio con la esperanza de entenderlo mejor que los demás. Un día una oferta muy corriente conquistó mi atención apasionada. Aun antes de leerla sentí moverse en mi pecho algo que al instante reconocí como oscuro presentimiento de que tal vez me encontrara en la mesa de juego. Es difícil describir tal presentimiento. Consiste en una dilatación de los pulmones, por lo que se respira con voluptuosidad el aire, aun cuando esté cargado de humo. Pero después hay algo más: al instante sabes que cuando hayas doblado la apuesta te encontrarás aún mejor. Pero hace falta práctica para entender todo eso. Hay que haberse alejado de la mesa de juego con los bolsillos vacíos y el dolor de no haber seguido el presentimiento; entonces te obsesiona. Cuando no lo has seguido, ya no hay salvación para ese día, porque las cartas se vengan. Pero en la mesa verde es bastante más perdonable no haberlo sentido que ante el tranquilo libro mayor, y, en efecto, yo lo percibí con claridad, mientras gritaba en mi interior: «¡Compra en seguida esos frutos secos!».

Hablé de ello con toda modestia a Olivi, sin aludir, por supuesto, a mi inspiración. Olivi respondió que esos negocios sólo los hacía por cuenta de terceros, cuando podía conseguir un pequeño beneficio. Así eliminaba de mis negocios la posibilidad de la inspiración y la reservaba para los terceros.

La noche reforzó mi convicción: así, pues, el presentimiento estaba dentro de mí. Respiraba tan bien, que no podía dormir. Augusta sintió mi inquietud y tuve que explicarle el motivo. Ella tuvo al instante la misma inspiración que yo y llegó a murmurar en sueños:

—¿Acaso no eres el patrón?

Es cierto que por la mañana, antes de que yo saliera, me dijo pensativa:

—No te conviene enfadar a Olivi ¿Quieres que hable de eso a mi padre?

No quise, porque sabía que también Giovanni atribuía poca importancia a las inspiraciones.

Llegué al despacho decidido a batirme por mi idea, para vengarme también del insomnio sufrido. La batalla duró hasta el mediodía, cuando expiraba el plazo para aceptar la oferta. Olivi permaneció firme y me liquidó con la observación habitual:

—¿Es que quiere usted disminuir los poderes que me confirió su difunto padre?

Por el momento volví, resentido, a mi libro mayor, decidido a no inmiscuirme más en los negocios, pero me quedó en la boca el sabor de la uva pasa y todos los días me informaba de su precio en el Tergesteo. Por lo demás, no me importaba. Subió lento, lento como si necesitara concentrarse para lomar impulso. Después, en un solo día, dio un salto formidable hacia arriba. La cosecha había sido muy escasa y no se había sabido hasta ese momento. ¡Extraña cosa la inspiración! No había previsto la cosecha escasa, sino sólo el aumento del precio.

Las cartas se vengaron. Entretanto yo no podía permanecer ante el libro mayor y perdí todo el respeto a mis instructores, tanto más cuanto que ahora Olivi no parecía tan seguro de haber hecho bien. Yo me reí y me burlé; fue mi ocupación principal.

Llegó otra oferta con el precio aumentado casi al doble. Olivi, para apaciguarme, me pidió consejo y yo, triunfante, dije que no comería la uva a ese precio. Olivi, ofendido, murmuró:

—Yo me atengo al sistema que he seguido toda mi vida.

Y fue en busca del comprador. Encontró uno por una cantidad muy reducida y, también con la mejor intención, volvió a verme y me preguntó vacilante:

—¿Cubro esta pequeña venta?

Respondí, con la misma mala intención:

—Yo la habría cubierto antes de hacerla.

Olivi acabó por perder la fuerza de su convicción y dejó la venta descubierta. Las uvas siguieron subiendo y nosotros perdimos todo lo que se podía perder por la pequeña cantidad.

Pero Olivi se enojó conmigo y declaró que había jugado sólo para complacerme. El bribón olvidaba que yo le había aconsejado apostar al rojo y que él, para fastidiarme, había apostado al negro. Nuestra disputa fue interminable. Olivi recurrió a mi suegro diciéndole que entre él y yo la empresa resultaría perjudicada y que, si mi familia lo deseaba, él y su hijo se retirarían para dejarme el campo libre. Mi suegro decidió al instante en favor de Olivi. Me dijo:

—El asunto de los frutos secos es muy instructivo. Sois dos hombres que no podéis estar juntos. Ahora bien, ¿quién debe retirarse? ¿Quién habría hecho un buen negocio y nada más o quien desde hace medio siglo dirige solo la empresa?

El padre de Augusta indujo también a ésta a convencerme para que no me inmiscuyera nunca más en mis propios asuntos.

—Al parecer, tu bondad e ingenuidad —me dijo— te vuelven inapto para los negocios. Quédate en casa conmigo.

Yo, airado, me retiré a mi tienda, es decir, a mi estudio. Por un tiempo leí y toqué el violín, después sentí el deseo de una actividad más seria y poco faltó para que volviera a la química y después a la jurisprudencia. Por último, y la verdad es que no sé por qué, por un tiempo me dediqué a los estudios de religión. Me pareció reanudar el estudio que había iniciado a la muerte de mi padre. Tal vez fuera esa vez por un intento enérgico de aproximarme a Augusta y a su salud. No bastaba con acompañarla a misa; debía ir de otro modo, es decir, leyendo a Renan y a Strauss, al primero con deleite y al segundo soportándolo como un castigo. Lo digo aquí sólo para revelar el gran deseo que me unía a Augusta. Y ella no lo adivinó, cuando me vio en las manos los Evangelios en edición crítica. Prefería la indiferencia a la ciencia, por lo que no pudo apreciar la máxima señal de afecto que le había dado. Cuando, como acostumbraba, interrumpía su
toilette
o sus ocupaciones en la casa y se asomaba a la puerta de mi cuarto para saludarme, al verme inclinado sobre esos libros, torcía el gesto:

—¿Todavía con eso?

La religión que Augusta necesitaba no requería tiempo para adquirirse o practicarse. ¡Una genuflexión y el regreso inmediato a la vida! Nada más. Para mí la religión adquiría un aspecto muy distinto. Si hubiera tenido la fe auténtica, ninguna otra cosa en el mundo habría existido para mí.

Con el tiempo el aburrimiento vino a visitarme a veces a mi cuartito tan bien organizado. Era más que nada una angustia porque precisamente entonces me parecía sentirme con fuerzas para trabajar, pero estaba esperando a que la vida me impusiese alguna tarea. En la espera salía con frecuencia y pasaba muchas horas en el Tergesteo o en algún café.

Vivía simulando actividad. Una actividad aburridísima.

La visita de un amigo de la Universidad, que había tenido que regresar a toda prisa de un pueblo de Estiria para curarse de una enfermedad grave fue mi Némesis, aunque no lo pareciera. Vino a verme después de haber pasado en Trieste un mes en la cama, que había servido para convertir su enfermedad, una nefritis, de aguda en crónica y probablemente incurable. Pero creía encontrarse mejor y se disponía, alegre, a trasladarse en seguida, durante la primavera, a algún lugar de clima más suave que el nuestro, donde esperaba recuperar del todo la salud. Tal vez le fuera fatal haberse entretenido demasiado en su rústico lugar natal.

Considero la visita de aquel hombre tan enfermo, pero alegre y sonriente, nefasta para mí; pero tal vez me equivoque: sólo señala una fecha de mi vida, por la que necesitaba pasar.

Mi amigo, Enrico Copler, se asombró de que yo no hubiera sabido nada ni de él ni de su enfermedad, de la que Giovanni debía de estar enterado. Pero Giovanni, desde que estaba enfermo también él, no tenía tiempo para nadie y no me había contado nada, pese a venir a mi casa todos los días de sol para pasar unas horas dormido al aire libre.

Entre los dos enfermos pasaron una tarde de lo más alegre. Hablaron de sus enfermedades, lo que constituye la máxima distracción para un enfermo y no es cosa demasiado triste para los sanos que escuchan. Sólo hubo un desacuerdo, porque Giovanni necesitaba aire libre, que el otro tenía prohibido. Pero desapareció cuando se levantó un poco de viento, que indujo también a Giovanni a quedarse con nosotros, en el cuartito caliente.

Copler nos contó su enfermedad, que no daba dolor pero le quitaba las fuerzas. Sólo ahora que estaba mejor comprendía lo enfermo que había estado. Habló de las medicinas que le habían recetado y entonces mi interés se avivó. Su doctor le había aconsejado entre otras cosas un sistema eficaz para conseguir un sueño prolongado pero sin envenenarlo con somníferos. Pero ¡si eso era lo que yo más necesitaba!

Mi pobre amigo, al comprender mi necesidad de medicinas, se ilusionó por un instante con la idea de que yo estaba aquejado por la misma enfermedad que él y me aconsejó que fuera a reconocerme, auscultarme y analizarme.

Augusta se echó a reír con ganas y declaró que yo era un simple enfermo imaginario. Entonces en el demacrado rostro de Copler se dibujó algo parecido al resentimiento. De repente, se liberó, viril, del estado de inferioridad a que parecía estar condenado y me atacó con gran energía.

—¿Enfermo imaginario? Pues, bien, yo prefiero ser un enfermo real. Ante todo, un enfermo imaginario es una monstruosidad ridícula y, además, para éste no existen medicinas, mientras que, como se ve en mí, la farmacia siempre tiene algo eficaz para nosotros, los enfermos verdaderos.

Sus palabras parecían las de un hombre sano y a mí —quiero ser sincero— me hirieron.

Mi suegro se asoció a él con gran energía, pero sus palabras no llegaron a herir al enfermo imaginario, porque revelaban con demasiada claridad la envidia del hombre sano. Dijo que, si él hubiera estado sano como yo, en lugar de fastidiar al prójimo con lamentaciones, habría corrido a sus queridos negocios, sobre todo ahora que había conseguido disminuir su barriga. Ni siquiera sabía que su adelgazamiento no se consideraba síntoma favorable.

A causa del ataque de Copler yo tenía auténtico aspecto de enfermo, de enfermo mal tratado. Augusta sintió la necesidad de intervenir en mi ayuda. Al tiempo que me acariciaba la mano que yo había dejado descansar sobre la mesa, dijo que mi enfermedad no molestaba a nadie y que ni siquiera ella estaba convencida de que yo creyese estar enfermo, porque, de lo contrario, no habría tenido tanta alegría de vivir. Así Copler regresó al estado de inferioridad a que estaba condenado. Estaba totalmente solo en este mundo y, si bien podía luchar conmigo en materia de enfermedad, no podía presentar un afecto semejante al que Augusta me ofrecía. Por sentir una necesidad intensa de una enfermera, más adelante me confesó cuánto me había envidiado por eso.

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