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Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno (21 page)

BOOK: La conciencia de Zeno
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Pero me admiraba: en todas sus palabras, en todos sus actos se traslucía, en el fondo, su creencia en la vida eterna. No es que la llamara así: incluso le sorprendió que una vez yo, a quien los errores repugnaban antes de aprender a amar los suyos, hubiera sentido la necesidad de recordarle su brevedad. ¡Pues claro! Sabía que todos debíamos morir, pero eso no impedía que ahora que estábamos casados seguiríamos siempre, siempre, siempre juntos. Así, pues, ignoraba que, cuando en este mundo las personas se unían, lo hacían por un período tan breve, breve, breve, que no se entendía cómo habíamos llegado a hablarnos de tú después de habernos ignorado por un tiempo infinito y estando destinados a no volver a vernos nunca más durante otro tiempo infinito. Al final, cuando adiviné que para ella el presente era una verdad tangible en que podía uno retirarse y estar calentito, comprendí lo que era la salud humana perfecta. Intenté ser admitido a él y procuré vivir en él, decidido a no burlarme ni de mí ni de ella, pues esto no podía ser sino mi enfermedad y al menos debía procurar no contagiar a quien se me había confiado. También por eso, con el esfuerzo por protegerla, durante un tiempo fui capaz de comportarme como un hombre sano.

Ella conocía todas las cosas que provocan desesperación, pero en sus manos esas cosas cambiaban de naturaleza. Puesto que también la tierra giraba, ¡no había motivo para marearse! ¡Al contrario! La tierra giraba, pero todas las demás cosas permanecían en su sitio. Y esas cosas inmóviles tenían importancia: el anillo de matrimonio, todas las gemas y vestidos, el verde, el negro, el de paseo que acababa en el armario al llegar a casa y el de noche qué en ningún caso se podía llevar de día ni cuando yo no me resignaba a vestirme de frac. Y las horas de la comida se respetaban con rigidez y también las del sueño. Esas horas existían y se encontraban siempre en su sitio.

Los domingos iba a misa y yo la acompañé a veces para ver cómo soportaba la imagen del dolor y de la muerte. Para ella no había tal, y esa visita le infundía serenidad para toda la semana. Iba también algunos días festivos, que recordaba de memoria. Nada más, mientras que yo, si hubiera sido religioso, me habría garantizado la salvación pasando el día en la iglesia.

También aquí abajo había numerosas autoridades que la tranquilizaban. En primer lugar, la austríaca o italiana, que cuidaba de la seguridad en las calles y en las casas, y yo siempre hice lo posible para asociarme a su respeto hacia ella. Después los médicos, los que habían hecho los estudios oficiales para salvarnos cuando —Dios no lo quiera— cayésemos enfermos. Yo utilizaba esa autoridad todos los días; ella, en cambio, nunca. Pero, por eso, yo conocía mi atroz destino, cuando me sobreviniera la enfermedad mortal; en cambio, ella creía que aun entonces, con el sólido apoyo de allá arriba y aquí abajo, tendría salvación.

Estoy analizando su salud, pero no lo consigo porque me doy cuenta de que, al analizarla, la convierto en enfermedad. Y, al escribir sobre ella, empiezo a dudar si necesitaba dicha salud cura o instrucción para sanar. Pero, mientras viví junto a ella por tantos años, nunca lo dudé.

¡Qué importancia se me atribuía en su pequeño mundo! Debía expresar mi voluntad a propósito de cualquier cosa: la elección de las comidas y los vestidos, de las compañías y las lecturas. Me veía obligado a realizar una gran actividad que no me molestaba. Estaba colaborando en la construcción de una familia patriarcal y yo mismo me convertía en el patriarca que había odiado y que ahora me parecía el símbolo de la salud. Una cosa es ser el patriarca y otra muy distinta venerar a otro que se arrogue tal dignidad. Yo quería la salud para mí a costa de endilgar la enfermedad a quienes no eran patriarcas y, sobre todo durante el viaje, a veces adopté de buen grado la actitud de estatua ecuestre.

Pero ya en el viaje no siempre me fue fácil la imitación que me había propuesto. Augusta quería ver todo, como si se encontrara en viaje de estudios. No bastaba ni mucho menos con haber estado en el Palacio Pitti, sino que había que pasar por todas aquellas salas innumerables y detenerse por lo menos unos instantes ante todas las obras de arte. Yo me negué a abandonar la primera sala y no vi nada más y sólo me tomé la molestia de buscar pretextos para mi pereza. Pasé una media hora ante los retratos de los fundadores de la casa Médicis y descubrí que se parecían a Carnegie y a Vanderbilt. ¡Maravilloso! Y, sin embargo, ¡eran de mi raza! Augusta no compartía mi maravilla. Sabía lo que eran los
yankees
, pero aún no sabía bien lo que era yo.

En ese caso su salud no venció y tuvo que renunciar a los museos. Le conté que una vez en el Louvre me encolericé hasta tal punto entre tantas obras de arte, que estuve a punto de hacer pedazos la Venus. Augusta, resignada, dijo:

—¡Menos mal que los museos se visitan en los viajes de novios y luego nunca más!

En efecto, en la vida falta la monotonía de los museos. Pasan los días merecedores de marco, pero están llenos de sonidos que aturden y, además de líneas y colores, de luz auténtica, de la que quema y, por eso, no aburre.

La salud incita a la actividad y a cargar con multitud de molestias. Tras los museos vinieron las compras. Ella, que no había vivido nunca en nuestra casa la conocía mejor que yo y sabía que en una habitación faltaba un espejo y en otra una alfombra y que en una tercera había sitio para una estatuilla. Compró los muebles de un salón entero y, desde todas las ciudades en que vivimos, organizó al menos una expedición. A mí me parecía que habría sido más oportuno y menos fastidioso hacer todas esas compras en Trieste. Conque teníamos que pensar en la expedición, el seguro y las operaciones de Aduana.

—Pero ¿es que no sabes que todas las mercancías deben viajar? ¿Acaso no eres comerciante? —dijo, y se rió.

Casi tenía razón. Objeté:

—¡Se hace viajar a las mercancías para vender y ganar! Cuando no existe ese objeto, ¡se las deja en paz y se vive tranquilo!

Pero una de las cosas que más me gustaban de ella era su actividad. ¡Era deliciosa esa actividad tan ingenua! Ingenua porque había que desconocer la historia del mundo para poder considerar buen negocio la simple adquisición de un objeto; en la venta es cuando se puede juzgar la oportunidad de una adquisición.

Me parecía encontrarme en plena convalecencia. Mis lesiones se habían vuelto menos agudas. Entonces fue cuando mi actitud inmutable fue la de un hombre alegre. Era como un compromiso que en aquellos días inolvidables hubiera suscrito con Augusta y fue la única promesa que no violé sino por breves instantes, es decir, cuando la vida se rió con mayor fuerza que yo. Nuestra relación fue y continuó siendo risueña,, porque yo siempre me sonreía ante ella, que, me parecía, no sabía, y ella ante mí, a quien atribuía mucha ciencia y muchos errores que ella —tal era su ilusión— corregiría. Yo seguí alegre en apariencia hasta cuando la enfermedad volvió a apoderarse de mí por entero. Alegre como si mi dolor no hubiera pasado de ser un cosquilleo.

En el largo recorrido a través de Italia, pese a mi nueva salud, no estuve inmune a muchos sufrimientos. Habíamos partido sin cartas de recomendación y, con mucha frecuencia, me pareció que muchos de los desconocidos entre los que nos movíamos me eran hostiles. Era un miedo ridículo, pero no conseguía vencerlo. Podía verme asaltado, insultado y sobre todo calumniado, ¿y quién habría podido protegerme?

También se produjo un auténtico ataque de ese miedo, que por fortuna nadie, ni siquiera Augusta, advirtió. Solía comprar casi todos los periódicos que me ofrecían por la calle. Un día, al detenerme ante un quiosco de periódicos, me asaltó la duda de que el vendedor, por odio, podría haberme hecho detener con facilidad por ladrón, pues yo sólo le había comprado un periódico y llevaba muchos otros bajo el brazo, comprados en otro sitio y aún sin abrir. Salí corriendo seguido de Augusta, a quien no expliqué la razón de mi apresuramiento.

Hice amistad con un cochero y un cicerone, en compañía de los cuales estaba seguro al menos de no poder verme acusado de hurtos ridículos.

Entre el cochero y yo había algún punto de contacto evidente. A él le gustaban mucho los vinos de los Castelli y me contó que a cada momento se le hinchaban los pies. Entonces iba al hospital y, cuando quedaba curado, le daban de alta con muchas recomendaciones de que renunciara al vino. Entonces él hacía el propósito que llamaba férreo, porque, para cumplirlo, lo acompañaba con un nudo que hacía en la cadena de metal de su reloj. Pero, cuando yo lo conocí la cadena le colgaba sobre el chaleco, sin nudo. Lo invité a venir a visitarme a Trieste. Le describí el sabor de nuestro vino, tan diferente del suyo, para asegurarle el éxito de su drástica cura. No quiso ni oír hablar de ello y se negó con una expresión en que ya iba grabada la nostalgia.

Con el cicerone hice amistad porque me pareció superior a sus colegas. No es difícil saber de historia mucho más que yo, pero hasta Augusta con su precisión y su Baedeker comprobó la exactitud de muchas de sus indicaciones. Además, era joven y pasábamos corriendo por los senderos salpicados de estatuas.

Cuando perdí esos dos amigos, abandoné Roma. El cochero, después de haberme sacado mucho dinero, me mostró que el vino le atacaba a veces a la cabeza y nos arrojó contra una construcción romana muy sólida. El cicerone aseguró un día que los antiguos romanos conocían muy bien la fuerza eléctrica y que su utilización estaba generalizada entre ellos. Incluso declamó unos versos latinos como testimonio.

Pero entonces contraje otra pequeña enfermedad, de la que no iba a curar nunca. Cosa de nada: el miedo a envejecer y, sobre todo, el miedo a morir. Yo creo que se originó en una forma especial de celos. El envejecimiento me daba miedo sólo porque me aproximaba a la muerte. Mientras estuviera vivo, Augusta no me traicionaría, desde luego, pero me imaginaba que, tan pronto hubiera muerto y me hubiesen sepultado, después de haber tomado las medidas para que mi tumba se conservara en orden y para que me dijesen las misas necesarias, al instante se miraría a su alrededor para darme el sucesor al que rodearía del mismo mundo sano y ordenado que ahora me hacía feliz a mí. No podía morir su salud, ni mucho menos, porque hubiera muerto yo. Yo tenía tal fe en dicha salud, que me parecía sólo podía perecer aplastada bajo todo un tren en plena carrera.

Recuerdo que una noche, en Venecia, paseábamos en góndola por uno de los canales, sumergido en profundo silencio que sólo interrumpía de vez en cuando la luz y el ruido de una calle que de repente se abre sobre él. Augusta, como siempre, miraba las cosas y las registraba con precisión: un jardín verde y fresco que surgía de una base sucia dejada al descubierto por el agua que se había retirado; un campanario que se reflejaba en el agua turbia; una callejuela larga y oscura con un río de luz y de gente al fondo. En cambio, yo, en la oscuridad, sentía, con absoluto desconsuelo, a mí mismo. Le hablé de que el tiempo pasaba y que pronto haría ella de nuevo ese viaje de novios con otro. Yo estaba tan seguro de ello, que me parecía contarle una historia ya sucedida. Y me pareció fuera de lugar que ella se echara a llorar para negar la verdad de dicha historia. ¡Tal vez me hubiera entendido mal y creyese que yo le atribuía la intención de matarme! ¡Al contrario! Para explicarme mejor, le describí una posible forma de mi muerte: mis piernas, en las que la circulación era pobre sin lugar a dudas, se gangrenarían y la gangrena, extendiéndose, alcanzaría a un órgano cualquiera indispensable para poder mantener los ojos abiertos. Entonces los cerraría, ¡y adiós patriarca! Sería necesario crear otro.

Ella siguió sollozando y a mí su llanto, en la enorme tristeza de aquel canal, me pareció muy importante. ¿Lo provocaría tal vez la desesperación por la visión exacta de su atroz salud? Entonces toda la humanidad habría sollozado en aquel llanto. En cambio, después supe que ella ni siquiera sabía qué fuese la salud. Ésta no se analiza a sí misma y ni siquiera se mira al espejo. Sólo nosotros, los enfermos, sabemos algo de nosotros mismos.

Entonces fue cuando me contó que me había amado antes de haberme conocido. Me había amado desde que había oído mi nombre, presentado por su padre de este modo: Zeno Cosini, un ingenuo, que ponía ojos como platos cuando oía hablar de cualquier argucia comercial y se apresuraba a apuntarla en una libreta, pero la perdía. Y si yo no había advertido su confusión en nuestro primer encuentro, debía de ser porque también estaría confuso yo.

Recordé que, al ver a Augusta, me había distraído su fealdad, en vista de que esperaba encontrar en aquella casa a las cuatro muchachas bellísimas cuyo nombre empezaba por
a
. Ahora me enteraba de que me amaba desde hacía mucho. Pero ¿qué probaba eso? No le di la satisfacción de desdecirme. Cuando me muriera, ella tomaría a otro. Tras calmársele el llanto, se apretó más contra mí y, echándose a reír de repente, me preguntó:

—¿Dónde encontraría a tu sucesor? ¿No ves lo fea que soy?

En efecto, probablemente disfrutaría yo de un tiempo de putrefacción tranquila.

Pero el miedo a envejecer ya no me abandonó nunca, siempre por miedo a entregar mi mujer a otros. No se atenuó el miedo cuando la traicioné ni aumentó siquiera con la idea de perder del mismo modo a la amante. Era una cosa muy distinta, que no tenía nada que ver con ella. Cuando me asaltaba el miedo a morir, recurría a Augusta para que me consolara, como esos niños que ofrecen a su mamá la manita herida para que se la bese. Ella siempre encontraba palabras nuevas para consolarme. En el viaje de novios me atribuía aún treinta años de juventud y hoy otros tantos. En cambio, yo sabía ya que las semanas de alegría del viaje de novios me habían acercado sensiblemente a las horribles muecas de la agonía. Augusta podía decir lo que quisiese, pero la cuenta era fácil de hacer: cada semana me acercaba una semana a la agonía.

Cuando advertí que el mismo dolor me atacaba con demasiada frecuencia, procuré no cansarla diciéndole siempre las mismas cosas y, para avisarla de mi necesidad de consuelo, bastaba murmurar: «¡Pobre Cosini!». Entonces ella sabía con exactitud lo que me trastornaba y corría a arroparme con su gran afecto. Así conseguí disfrutar de su consuelo también cuando me aquejaban otros dolores. Un día trastornado por el dolor de haberla traicionado, murmuré distraído: «¡Pobre Cosini!». Me sirvió de mucho, porque también entonces me fue precioso su consuelo.

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