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Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno (25 page)

BOOK: La conciencia de Zeno
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Su pregunta me asombró. Había hecho una crítica dura, pero no era consciente de ello y protesté con toda buena fe. Protesté tan bien, que me pareció haber vuelto, sin dejar de hablar de su canto, al amor que tan imperioso me había arrastrado hasta aquella casa. Y mis palabras fueron tan amorosas, que, de todos modos, dejaron traslucir una parte de sinceridad.

—¿Cómo puede creer semejante cosa? ¿Estaría acaso aquí, si así fuera? He pasado un largo rato en el rellano escuchando extasiado su canto, delicioso y excelso en su ingenuidad. Sólo que para la perfección necesita, creo, algo más y he venido a traérselo.

Ahora bien, ¡qué fuerza tenía en mi ánimo el recuerdo de Augusta, si seguía protestando obstinado que no me había arrastrado mi deseo!

Carla escuchó mis palabras lisonjeras, que ni siquiera estaba en condiciones de analizar. No era demasiado culta, pero, con gran sorpresa, comprendí que no carecía de sentido común. Me contó que ella misma tenía grandes dudas sobre su talento y su voz: sentía que no progresaba. Con frecuencia, tras unas horas de estudio, se concedía la distracción y el premio de cantar
La mia bandiera
con la esperanza de descubrir en su voz alguna cualidad nueva. Pero siempre era lo mismo: no peor y tal vez bastante bien, como le aseguraban quienes la oían y yo también (y entonces me lanzó con sus bellos ojos oscuros un destello ligeramente interrogativo que demostraba hasta qué punto necesitaba verse tranquilizada con respecto al sentido de mis palabras, que aún le parecía dudoso), pero progreso auténtico no había. El maestro decía que en arte no había progresos lentos, sino grandes saltos que conducían a la meta y que un buen día se levantaría y sería una gran artista.

—Pero, requiere mucho tiempo —añadió mirando al vacío y tal vez volviendo a ver todas sus horas de aburrimiento y dolor.

Se llama honrado antes que nada a quien es sincero y por mi parte habría sido de lo más honrado aconsejar a la pobre muchacha que dejara el estudio del canto y se convirtiera en mi amante. Pero aún no había llegado tan lejos del jardín público y, además, no estaba demasiado seguro de mi juicio en el arte del canto. Desde hacía unos instantes sólo me preocupaba profundamente una sola persona: aquel pesado de Copler, que pasaba todas las fiestas en casa conmigo y mi mujer. Ese habría sido el momento de encontrar un pretexto para rogar a la muchacha que no contara a Copler mi visita. Pero no lo hice, por no saber cómo disimular mi petición, y fue una suerte porque pocos días después mi pobre amigo enfermó y al poco murió.

De momento le dije que encontraría en el García todo lo que buscaba y por un instante, pero sólo por un instante, esperó ansiosa milagros de ese libro. Pero no tardó, al encontrarse ante tantas palabras, en dudar de la eficacia de la magia. Yo leía las teorías de García en italiano, después se las explicaba también en italiano y, cuando no bastaba, se lo traducía a dialecto triestino, pero ella no sentía moverse nada en su garganta y sólo habría podido reconocer auténtica eficacia en ese libro si se hubiera manifestado en ese punto. Lo malo es que poco después también yo tuve la convicción de que en mis manos ese libro no valía demasiado. Repitiendo por tres veces aquellas frases y no sabiendo qué hacer con ellas, me vengué de mi incapacidad criticándola con libertad. Mira por dónde. García perdía su tiempo y el mío para demostrar que, como la voz humana podía producir diversos sonidos, no era correcto considerarla como un solo instrumento. En ese caso también habría habido que considerar el violín como un conglomerado de instrumentos. Tal vez no hiciera bien al comunicar a Carla mi crítica, pero ante una mujer a la que se quiere conquistar es difícil no aprovechar una ocasión que se presente de demostrar la superioridad de uno. En efecto, ella me admiró, pero alejó físicamente de sí el libro que era nuestro Galeotto, si bien no nos acompañó hasta la culpa. Yo no me resigné aún a renunciar a él y lo dejé para otra visita. Cuando Copler murió, ya no volví a necesitarlo. Se había roto cualquier nexo entre aquella casa y la mía y así mi conducta sólo podía verse frenada por mi conciencia.

Pero, entretanto, habíamos llegado a sentirnos bastante íntimos, con una intimidad mayor de lo que habría sido de esperar de esa media hora de conversación. Yo creo que el acuerdo respecto a un juicio crítico une íntimamente. La pobre Carla aprovechó tal intimidad para comunicarme sus tristezas. Desde la intervención de Copler, en aquella casa se vivía modestamente pero sin grandes privaciones. El mayor peso para las dos pobres mujeres era pensar en el futuro. Porque Copler les llevaba en fechas precisas su socorro, pero no les permitía calcularlo con seguridad; no quería preocupaciones y prefería que las tuvieran ellas. Además, no les daba gratis el dinero: era el auténtico patrón de la casa y quería que lo informaran de hasta el menor detalle. ¡Pobres de ellas si se permitían un gasto que no hubiera aprobado él antes! Hacía poco, la madre de Carla había estado indispuesta y Carla, para poder atender los asuntos domésticos, había dejado de cantar unos días. Copler, informado de ello por el maestro, hizo una escena y se marchó declarando que entonces no valía la pena molestar a personas de bien para que las socorrieran. Durante unos días vivieron aterradas temiendo verse abandonadas a su suerte. Después, cuando regresó, renovó los pactos y las condiciones y fijó las horas exactas al día que Carla debía pasar sentada al piano y las que podía dedicar a la casa. Amenazó incluso con ir a sorprenderlas a cualquier hora del día.

—Desde luego —concluía la muchacha—, sólo quiere nuestro bien, pero se enfada tanto por cosas sin importancia, que un día u otro, de ira, acabará por echarnos al arroyo. Pero ahora que también usted se ocupa de nosotras, ya no existe ese peligro, ¿verdad? Y volvió a apretarme la mano. Como no respondí al instante, temió que me sintiera solidario de Copler y añadió:

—¡También el señor Copler dice que usted es tan bueno!

Esa frase pretendía ser un cumplido directo para mí, pero también para Copler.

La figura de éste, presentada por Carla con tanta antipatía, era nueva para mí y hasta despertaba mi simpatía. Me habría gustado parecerme a él, cuando, en realidad, ¡el deseo que me había llevado a aquella casa me volvía tan distinto! Era cierto que él llevaba a aquellas mujeres dinero ajeno, pero les daba toda su dedicación, una parte de su vida. Ese enfado que sentía era realmente paterno. Sin embargo, tuvo una duda: ¿y si lo hubiera inducido a esa obra el deseo? Sin vacilar pregunté a Carla:

—¿Le ha pedido Copler un beso alguna vez?

—¡Nunca! —respondió Carla con vivacidad—. Cuando está satisfecho de mi comportamiento, da, seco, su aprobación, me estrecha ligeramente la mano y se va. Otras veces, cuando está enfadado, me niega hasta el apretón de manos y ni siquiera advierte que del espanto lloro. Un beso en ese momento sería una liberación para mí.

Como me eché a reír, Carla se explicó mejor:

—¡Aceptaría agradecida el beso de un hombre tan viejo y al que debo tanto!

Ésa es la ventaja de los enfermos reales; parecen más viejos de lo que son.

Hice un débil intento de parecerme a Copler. Sonriendo, para no espantar demasiado a la pobre muchacha, le dije que también yo, cuando me ocupaba de alguien, acababa volviéndome muy imperioso. También a mí me parecía que, cuando se estudiaba un arte, debía hacerse en serio. Después representé tan bien mi papel, que hasta dejé de sonreír. Copler tenía razón al mostrarse severo con una joven que no podía entender el valor del tiempo: había que recordar también a las muchas personas que hacían sacrificios para ayudarla. Me había puesto serio y severo de verdad.

Así llegó la hora de ir a comer y sobre todo ese día no habría querido hacer esperar a Augusta. Tendí la mano a Carla y entonces advertí lo pálida que estaba. Quise consolarla:

—Esté segura de que yo haré siempre lo posible para apoyarla ante Copler y todos los demás.

Me dio las gracias, pero aún parecía abatida. Más adelante me enteré de que, al verme llegar, había adivinado casi la verdad y había pensado que yo estaba enamorado de ella y que, por tanto, estaba salvada. En cambio, después —justo cuando me dispuse a marcharme— creyó que también yo estaba enamorado del arte y del canto y que, por eso, si no cantaba bien ni hacía progresos, yo la abandonaría.

Me pareció muy abatida. Sentí compasión y, en vista de que no había tiempo que perder, la tranquilicé con el medio más eficaz, según había señalado ella misma. Estaba ya en la puerta, cuando la atraje hacia mí, aparté cuidadosamente con la nariz la gruesa trenza del cuello, al que así llegué con los labios, y lo rocé con los dientes. Parecía una broma y también ella acabó riendo, pero sólo cuando la solté. Hasta ese momento había permanecido inerte y atónita entre mis brazos.

Me siguió por el rellano y, cuando empecé a bajar, me preguntó riendo:

—¿Cuándo vuelve?

—¡Mañana o tal vez otro día! —respondí ya vacilante. Luego añadí más decidido—: ¡Vendré mañana seguro! —Después para no comprometerme demasiado añadí—: Continuaremos la lectura del García.

Ella no cambió de expresión en ese breve lapso de tiempo: asintió a la primera promesa insegura, asintió agradecida a la segunda y asintió también a mi propósito, sin dejar de reír. Las mujeres siempre saben lo que quieren. Ni Ada, que me rechazó, ni Augusta, que me aceptó, ni Carla siquiera, que me dejó hacer, vacilaron.

En la calle me encontré de repente más cerca de Augusta que de Carla. Respiré el aire fresco, abierto, y tuve la sensación plena de mi libertad. Yo no había hecho sino una broma, que no podía perder su carácter por haber acabado en el cuello y bajo la trenza. En fin, Carla había aceptado ese beso como una promesa de afecto y sobre todo de ayuda.

Sin embargo, ese día en la mesa empecé a sufrir de verdad. Entre Augusta y yo se encontraba mi aventura, como una gran sombra que me parecía imposible que no viera también ella. Me sentía pequeño, culpable y enfermo, y sentía el dolor en el costado como un dolor simpático que se reflejara desde la gran herida de mi conciencia. Mientras intentaba comer distraído, busqué alivio en un propósito férreo: «No volveré a verla —pensé— y si, por cortesía, tengo que verla, será por última vez». Además, no se me exigía tanto: un solo esfuerzo, el de no volver a ver a Carla.

Augusta, riendo, me preguntó:

—¿Has ido a ver a Olivi, que te veo tan preocupado?

Me eché a reír yo también. Era un gran alivio el de poder hablar. Las palabras no eran las que habrían podido apaciguar del todo, porque para decir ésas habría habido que confesar y además prometer, pero, al no poder hacer otra cosa, era un gran alivio decir otras palabras. Hablé por los codos, siempre alegre y afable. Después encontré un tema mejor: hablé del pequeño lavadero que ella tanto deseaba y que hasta entonces yo le había negado, y le di al instante permiso para construirlo. La emocionó tanto mi permiso no solicitado, que se levantó y vino a darme un beso. Mira por dónde, ese beso borraba, evidentemente, el otro, y al instante me sentí mejor.

Así fue como tuvimos el lavadero y aún hoy, cuando paso delante de la minúscula construcción, recuerdo que Augusta la quiso y Carla la autorizó.

Siguió una tarde encantadora, colmada con nuestro afecto. En la soledad mi conciencia era más fastidiosa. Las palabras y el afecto de Augusta tenían la virtud de calmarla. Salimos juntos. Luego la acompañé a casa de su madre y pasé además toda la velada con ella.

Antes de meterme en la cama, me quedé, como suelo hacer, largo rato mirando a mi mujer, que dormía absorta en su ligera respiración. Aun dormida era ordenada, con las mantas hasta la barbilla y sus escasos cabellos reunidos en una pequeña trenza anudada a la nuca. Pensé: «No quiero hacerle daño. ¡Nunca!». Me dormí tranquilo. El día siguiente aclararía mi relación con Carla y encontraría el modo de tranquilizar a la pobre muchacha sobre su porvenir, sin por ello verme obligado a darle besos.

Tuve un sueño extraño: no sólo besaba el cuello de Carla, sino que, además, me lo comía. Ahora bien, era un cuello al que las heridas que yo le infligía con furiosa voluptuosidad no hacían sangrar, por lo que seguía cubierto por su blanca piel e inalterado en su forma levemente arqueada. Carla, abandonada entre mis brazos, no parecía sufrir de mis mordiscos. En cambio, quien sufría era Augusta, que había aparecido de improviso. Para tranquilizarla le decía: «No me lo comeré todo: dejaré un poco para ti».

El sueño tuvo el aspecto de una pesadilla sólo cuando a medianoche me desperté y mi cabeza, despejada, pudo recordarlo, pero antes no, porque mientras duró ni siquiera la presencia de Augusta me había privado de la sensación de satisfacción que me procuraba.

En cuanto me desperté, tuve plena conciencia de la fuerza de mi deseo y del peligro que representaba para Augusta y también para mí. Tal vez en el regazo de la mujer que dormía a mi lado se iniciara ya otra vida de la que yo sería responsable. ¿Quién sabía lo que pretendería Carla, cuando fuera mi amante? A mí me parecía deseosa del goce que hasta entonces le había estado vedado: ¿y cómo habría podido yo mantener a dos familias? Augusta pedía el lavadero, tan útil; la otra pediría cualquier otra cosa, pero no menos costosa. Volvía a ver a Carla saludándome desde el rellano y riendo tras haber sido besada. Ya sabía que yo iba a ser su presa. Me sentí espantado y allí, solo y en la oscuridad, no pude contener un gemido.

Mi mujer, que se despertó al instante, me preguntó qué me ocurría y yo respondí con una breve frase, la primera que se me ocurrió, cuando conseguí reponerme del espanto de verme interrogado en un momento en que me parecía haber gritado una confesión:

—¡Pienso en la vejez inminente!

Ella se rió e intentó consolarme, sin por ello salir del sueño a que se aferraba. Pronunció la misma frase que siempre me decía, cuando me veía espantado ante el paso del tiempo:

—No pienses en eso ahora que somos jóvenes… ¡el sueño es tan bueno!

Su exhortación surtió efecto: no pensé más y volví a quedarme dormido. La palabra en la noche es como un rayo de luz. Ilumina un retazo de realidad ante el cual se desdibujan las construcciones de la fantasía. ¿Por qué había de temer yo tanto a la pobre Carla, de la que aún no era amante? Era evidente que había hecho todo lo posible para espantarme ante mi situación. En fin, el niño que había evocado en el regazo de Augusta no había dado hasta entonces otra señal de vida que la construcción del lavadero.

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