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Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno (28 page)

BOOK: La conciencia de Zeno
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Apenas entré en el estudio de Carla, sentí tal alivio al encontrarla sola y dispuesta, que al instante la atraje hacia mí y la abracé apasionado. Me espantó la energía con que me rechazó. ¡Auténtica violencia! Ella no quería saber nada de eso y yo me quedé boquiabierto en medio de la habitación, dolorosamente desilusionado.

Pero Carla, que se recobró en seguida, murmuró:

—¿No ve que la puerta se ha quedado abierta y alguien está bajando las escaleras?

Adopté el aspecto de un visitante ceremonioso hasta que el inoportuno pasó. Después cerramos la puerta. Ella palideció al ver que yo cerraba con llave. Así todo estaba claro. Poco después murmuró entre mis brazos con voz ahogada:

—¿Lo quieres? ¿De verdad lo quieres? Me había hablado de tú, y eso fue decisivo. Yo respondí al instante:

—Pero ¡si no deseo otra cosa! Había olvidado que antes me habría gustado aclarar algo.

Inmediatamente después me habría gustado empezar a hablar de mis relaciones con Augusta, por haberlo olvidado antes. Pero de momento era difícil. Hablar con Carla de otras cosas en aquel momento habría sido como disminuir la importancia de su entrega. Hasta el hombre más insensible sabe que no se puede hacer una cosa así, aun cuando todos sepamos que no hay comparación entre la importancia de la entrega antes e inmediatamente después de que se produzca. Sería una gran ofensa para una mujer, que abriese los brazos por primera vez, oír que le decían: «Antes que nada debo aclarar esas palabras que te dije ayer…» ¡Cómo que ayer! Todo lo sucedido el día anterior debe parecer indigno de ser citado y si un caballero no lo siente así, tanto peor para él: debe procurar que nadie lo advierta. Es cierto que yo era ese caballero que no lo sentía así, porque al simular me equivoqué de modo distinto a como lo habría hecho sinceramente. Le pregunté:

—¿Cómo es que te has entregado a mí? ¿Cómo he merecido algo así?

¿Quería mostrarme agradecido o reprochárselo? Probablemente fuera un simple intento de iniciar explicaciones.

Ella, un poco asombrada, miró hacia arriba para ver mi expresión.

—A mí me parece que me has tomado tú —dijo, y sonrió afectuosa para probarme que no tenía intención de hacerme reproches.

Recordé que las mujeres exigen que se diga que las han tomado. Después ella misma se dio cuenta de haberse equivocado, pues las cosas se toman y las personas se entregan, y murmuró:

—¡Yo te esperaba! Eras el caballero que debía venir a liberarme. Desde luego, es malo que estés casado, pero, en vista de que no amas a tu mujer, al menos sé que mi felicidad no destruye la de otra persona.

El dolor en el costado me atacó con tal intensidad, que tuve que dejar de abrazarla. Así, pues, ¿no había exagerado la importancia de mis palabras imprudentes? ¿Había sido precisamente mi mentira lo que había inducido a Carla a entregarse a mí? Mira por dónde, si ahora le hablaba de mi amor por Augusta, ¡Carla habría tenido derecho a reprocharme nada menos que una trampa! De momento no era posible rectificar ni explicar. Pero más adelante habría oportunidad de explicarse y aclarar. En espera de que se presentase, mira por dónde, se formaba un nuevo lazo entre Carla y yo.

Allí, junto a Carla, renació por completo mi pasión por Augusta. Ahora sólo tenía un deseo: correr junto a mi mujer auténtica, sólo para verla absorta en su trabajo de hormiga constante, mientras ponía a salvo nuestras cosas en una atmósfera de alcanfor y naftalina.

Pero cumplí con mi deber, que fue gravísimo a causa de un episodio que me turbó mucho al principio porque me pareció otra amenaza de la esfinge con la que me enfrentaba. Carla me contó que nada más marcharme el día anterior había llegado el maestro de canto y ella lo había puesto en la puerta sencillamente.

No pude ocultar un gesto de contrariedad. ¡Era lo mismo que avisar a Copler de nuestra aventura amorosa!

—¿Qué va a decir Copler? —exclamé.

Ella se echó a reír y se refugió —esa vez por iniciativa propia— entre mis brazos:

—¿No habíamos dicho que lo echaríamos a él también?

Era mona, pero ya no podía conquistarme. También yo encontré en seguida una actitud adecuada, la de pedagogo, porque me daba también la posibilidad de desahogar el rencor que había en el fondo de mi alma hacia la mujer que no me permitía hablar de mi mujer como rae habría gustado. Le dije que en este mundo había que trabajar, porque, como ya debía de saber, era un mundo perverso, donde sólo los fuertes sobrevivían. ¿Y si yo me muriera? ¿Qué sería de ella? Yo había hablado de la posibilidad de mi abandono de tal modo, que no pudiera ofenderse, pero, en realidad, se sintió conmovida. Después, con la evidente intención de humillarla, le dije que con mi mujer bastaba que yo manifestara un deseo para verme complacido al instante.

—¡Muy bien! —dijo, resignada—. ¡Mandaremos decir al maestro que vuelva!

Después intentó comunicarme su antipatía hacia el maestro. Todos los días tenía que soportar la compañía de aquel viejo odioso que la hacía repetir infinitas veces los mismos ejercicios que no servían para nada, pero es que para nada. Los únicos días agradables que recordaba eran aquellos en que el maestro había estado enfermo. Había concebido incluso la esperanza de que se muriera, pero no tenía suerte.

Llegó incluso a volverse violenta de desesperación. Repitió, con mayor fuerza, su lamento por no tener suerte: era desgraciada, desgraciada sin remedio. Cuando recordaba que me había amado en seguida porque le había parecido ver en mis acciones, en mis palabras, en mis ojos, una promesa de vida menos dura, menos sometida, menos aburrida, no podía contener las lágrimas.

Así conocí en seguida sus sollozos, que me fastidiaron; eran tan violentos, que agitaban su débil organismo. Me parecía sufrir un brusco asalto a mi bolsillo y a mi vida. Le pregunté:

—Pero ¿crees tú que mi mujer está cruzada de brazos? Mientras ahora hablamos tú y yo, se está destrozando los pulmones con alcanfor y naftalina.

Carla dijo sollozando:

—Los enseres de la casa, los vestidos… ¡feliz ella!

Pensé irritado que quería que yo corriera a comprarle todas esas cosas, sólo para proporcionarle su ocupación preferida. No di muestras de ira, gracias al cielo, y obedecí a la voz del deber que gritaba: «¡acaricia a la muchacha que se te ha entregado!». La acaricié. Le pasé la mano con suavidad por los cabellos. El resultado fue que sus sollozos se calmaron y sus lágrimas fluyeron abundantes y sin retención, como la lluvia que sigue a un temporal.

—Tú eres mi primer amante —dijo—, ¡y espero que sigas amándome!

Esa expresión, «primer amante», que preparaba el lugar para un segundo, no me conmovió demasiado. Era una declaración que llegaba tarde porque hacía por lo menos media hora que habíamos abandonado ese tema. Y, además, era una nueva amenaza. Una mujer cree tener todos los derechos para con su primer amante. Le murmuré al oído con dulzura:

—También tú eres mi primer amante… desde que me casé.

La dulzura de la voz disfrazaba el intento de equilibrar las dos partidas.

Poco después la dejé porque por nada del mundo quena llegar tarde al almuerzo. Antes de marcharme volví a sacar del bolsillo el sobre que yo llamaba de los buenos propósitos, porque era consecuencia de un buen propósito. Sentía la necesidad de pagar para sentirme más libre. Carla rechazó de nuevo con dulzura ese dinero y yo entonces me enfurecí, pero supe contenerme y no manifesté mi furia, salvo gritando palabras dulcísimas. Gritaba para no pegarle, pero nadie habría podido advertirlo. Dije que había colmado mis deseos poseyéndola y que ahora quería tener la sensación de poseerla aún más manteniéndola del todo. Por eso, debía procurar no enojarme, porque me hacía sufrir demasiado. Con el deseo de marcharme en seguida, resumí en pocas palabras mi visión que —gritada así— pareció muy brusca.

—Eres mi amante, ¿no? Pues entonces tu manutención me incumbe a mí.

Ella, espantada, abandonó la resistencia y cogió el sobre, al tiempo que me miraba ansiosa para intentar saber cuál era la verdad: mi grito de odio o las palabras de amor que le concedían todo lo que había deseado. Se tranquilizó un poco, cuando, antes de marcharme, le rocé la frente con los labios. En la escalera me asaltó la duda: ahora que disponía de ese dinero y me había oído decir que me encargaba de su porvenir, ¿no pondría en la puerta también a Copler, en caso de que éste fuera á visitarla por la tarde? Me dieron ganas de volver a subir aquellas escaleras para exhortarla a no comprometerme con una acción así. Pero no había tiempo y tuve que salir corriendo.

Temo que el doctor que leerá este manuscrito mío vaya a pensar que también Carla habría sido un sujeto interesante para el psicoanálisis. Le parecerá que esa entrega, precedida del despido del maestro de canto, fue demasiado rápida. También a mí me parecía que, como premio a su amor, había esperado demasiadas concesiones de mí. Fueron necesarios muchos, pero que muchos, meses para que yo entendiera mejor a la pobre muchacha. Probablemente se hubiera dejado tomar para liberarse de la inquietante tutela de Copler y debió de ser una sorpresa muy dolorosa comprender que se había entregado en vano, porque volvían a exigirle precisamente lo que tanto le costaba, es decir, el canto. Aún se encontraba entre mis brazos y se enteraba de que debía seguir cantando. Eso explicaba la ira y el dolor, que no encontraban la expresión adecuada. Así, por razones diferentes dijimos los dos palabras extrañísimas. Cuando me amó, recuperó toda la naturalidad que el cálculo le había quitado. Yo nunca tuve naturalidad con ella.

Al marcharme apresurado, pensé también: «Si supiera cuánto amo a mi mujer, se comportaría de otro modo». Cuando lo supo, se comportó de otro modo, en efecto.

Al aire libre respiré la libertad y no sentí el dolor de haberla comprometido. Hasta el día siguiente había tiempo y tal vez encontraría una protección contra las dificultades que me amenazaban. Mientras corría hacia casa, tuve incluso el valor de irritarme con el orden social, como si hubiera tenido la culpa de mis faltas. Me parecía que debía ser tal, que permitiera de vez en cuando (no siempre) hacer el amor, sin tener que temer las consecuencias, hasta con las mujeres a las que no se ama. No había ni rastro de remordimiento en mí. Por eso, creo que el remordimiento no nace del pesar por una mala acción ya cometida, sino de ver la disposición culpable propia. La parte superior del cuerpo se inclina a mirar y juzgar a la otra parte y la encuentra deforme. Siente horror y eso se llama remordimiento. Tampoco en la tragedia antigua regresaba la víctima con vida y, sin embargo, el remordimiento pasaba. Eso significaba que la deformidad quedaba curada y que el llanto ajeno ya no tenía la menor importancia. ¿Cómo iba a haber sitio en mí para el remordimiento, si corría con tanta alegría y afecto a encontrarme de nuevo con mi legítima esposa? Hacía mucho tiempo que no me sentía tan puro.

En el almuerzo, sin esfuerzo alguno, estuve alegre y afectuoso con Augusta. Ese día no hubo ninguna nota disonante entre nosotros. Nada excesivo: yo era como debía ser con la mujer honrada y mía con seguridad. Otras veces hubo excesos de afectuosidad por mi parte, pero sólo cuando en mi ánimo se libraba una batalla entre las dos mujeres y con las manifestaciones de afecto exageradas me resultaba más fácil ocultar a Augusta que entre nosotros existía la sombra, de momento bastante imponente, de otra mujer. Puedo decir incluso que por esa razón Augusta me prefería cuando no era suyo total y sinceramente.

Yo mismo estaba un poco asombrado de mi calma y la atribuía a haber conseguido que Carla aceptara aquel sobre de los buenos propósitos. No es que creyera haber saldado una indulgencia, pero me parecía haber empezado a pagarla. Por desgracia, durante toda mi relación con Carla, el dinero siguió siendo mi preocupación principal. En cualquier ocasión guardaba dinero en un lugar bien oculto de mi biblioteca, a fin de estar preparado para hacer frente a cualquier exigencia de la amante a la que tanto temía. Así, ese dinero, cuando Carla me abandonó y me lo dejó, sirvió para pagar algo muy distinto.

Por la noche teníamos que ir a una cena en casa de mi suegro, a la que sólo estaban invitados los miembros de la familia y que debía sustituir al tradicional banquete, preludio de la boda que iba a celebrarse dos días después. Guido quería aprovechar la mejoría, que, según pensaba, no iba a durar, para casarse.

Fui con Augusta por la tarde temprano a casa de mi suegro. Por el camino le recordé que el día antes ella había sospechado que yo sufría aún por esa boda. Se avergonzó de su sospecha y yo hablé por extenso de esa inocencia mía. Pero ¡si había vuelto a casa sin recordar siquiera que esa misma noche se celebraba la solemnidad que debía preparar la boda!

Aunque no había otros invitados que los miembros de la familia, los viejos Malfenti querían que el banquete se preparara con solemnidad. Habían pedido a Alberta que ayudase a preparar la sala y la mesa. Alberta no quería ni oír hablar de eso. Poco tiempo antes había obtenido un premio en un concurso para lina comedia en un acto y se disponía, alegre, a reformar el teatro nacional. Así, que quedamos en torno a aquella mesa Augusta y yo, ayudados por una camarera y Luciano, un muchacho de la oficina de Giovanni, que demostraba tanto talento para el orden en casa como en la oficina.

Ayudé a transportar flores a la mesa y a distribuirlas con primor.

—¿Ves —dije en broma a Augusta— cómo contribuyo yo también a su felicidad? Si me pidiesen que les preparara también el lecho nupcial, ¡lo haría con el mismo aspecto sereno!

Después fuimos a reunimos con los prometidos que acababan de volver de una visita oficial. Se habían colocado en el rincón más recóndito del salón y supongo que hasta nuestra llegada habrían estado besuqueándose. La prometida no se había quitado siquiera el abrigo y estaba muy guapa, con los colores subidos por el calor.

Creo que los novios, para ocultar cualquier vestigio de los besos que se habían dado, quisieron darnos a entender que habían estado hablando de cosas científicas. Era una tontería, tal vez una inconveniencia incluso. ¿Querían alejarnos de su intimidad o creían que sus besos podían doler a alguien? Sin embargo, eso no me agrió el buen humor. Guido me había dicho que Ada no quería creer que ciertas avispas sabían paralizar con una picadura a otros insectos más fuertes incluso que ellas para mantenerlos así, paralizados, vivos y frescos, como alimento para su descendencia. Yo creía recordar que en la naturaleza existía algo así de monstruoso, pero en aquel momento no quise conceder una satisfacción a Guido.

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