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Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno (30 page)

BOOK: La conciencia de Zeno
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—Yo no he abusado nunca del vino ni de la comida. Quien abusa de ellos no es un hombre auténtico, sino un… —y repitió varias veces la última palabra, que no era un cumplido precisamente.

Por efecto del vino, aquella palabra ofensiva, a la que acompañó una risotada general, me inspiró un auténtico deseo de venganza irracional. Ataqué a mi suegro por su flanco más débil: su enfermedad. Grité que no era un hombre auténtico, no quien abusaba de las comidas, sino quien se sometía sumiso a las prescripciones del médico. Yo, en su caso, habría sido mucho más independiente. En la boda de mi hija —aunque sólo fuera por afecto— no habría permitido en absoluto que me impidieran comer y beber.

Giovanni observó con ira:

—¡Me gustaría verte en mi pellejo!

—¿Y no te basta con verme en el mío? ¿Acaso dejo yo de fumar?

Era la primera vez que conseguía jactarme de mi debilidad, y al instante encendí un cigarrillo para ilustrar mis palabras. Todos reían y contaban al señor Francesco que mi vida estaba llena de últimos cigarrillos. Pero aquél no era el último y me sentía fuerte y combativo. Pero en seguida perdí el apoyo de los demás, cuando serví vino a Giovanni en su gran vaso de agua. Temían que Giovanni bebiera y gritaban para impedírselo hasta que la señora Malfenti pudo coger el vaso y alejarlo.

—Entonces, ¿te gustaría matarme? —preguntó con voz dulce Giovanni, al tiempo que me miraba con curiosidad—. ¡Tienes mal vino tú! —No había hecho ni un ademán de aprovechar el vino que yo le había ofrecido.

Me sentí envilecido y vencido de verdad. Casi habría sido capaz de arrojarme a los pies de mi suegro para pedirle perdón. Pero también ésa me pareció una sugerencia del vino y la deseché. Pidiendo perdón habría confesado mi culpa, cuando, en realidad, el banquete continuaba y duraría bastante para ofrecerme la oportunidad de remediar aquella primera broma, que tan mal había sentado. En este mundo hay tiempo para todo. No todos los borrachos son presa de inmediato de cualquier sugerencia del vino. Cuando he bebido demasiado, yo analizo mis impulsos como cuando estoy sereno y probablemente con el mismo resultado. Continué observándome para entender cómo era que se me había ocurrido esa idea malvada de perjudicar a mi suegro. Y advertí que estaba cansado, mortalmente cansado. Si hubieran sabido qué día había tenido yo, me habrían disculpado. Había tomado y abandonado con violencia y por dos veces a una mujer y había regresado dos veces junto a mi esposa para renegar también de ella por dos veces. Quiso la suerte que entonces, por asociación, en mi recuerdo apareciera aquel cadáver que en vano había intentado llorar, y dejé de pensar en las dos mujeres; si no, habría acabado hablando de Carla. ¿Acaso no tenía siempre el deseo de confesarme, hasta cuando el efecto del vino no me volvía más magnánimo? Acabé hablando de Copler. Quería que todos supieran que aquel día había perdido a mi gran amigo. Habrían disculpado mi conducta.

Grité que Copler había muerto, de verdad, y que hasta entonces había yo callado para no entristecerlos. Y —¡anda, anda!—, mira por dónde, sentí que por fin, me subían las lágrimas a los ojos y tuve que apartar la vista para ocultarlas.

Todos se rieron porque no me creyeron y entonces intervino la obstinación, que es el rasgo más evidente de la persona bebida. Describí al muerto:

—Parecía esculpido por Miguel Ángel, tan rígido, en la piedra más incorruptible.

Hubo un silencio general interrumpido por Guido, que exclamó:

—¿Y ahora ya no sientes la necesidad de no entristecernos?

La observación era correcta. ¡Había incumplido un propósito que recordaba! ¿Habría algún medio de remediarlo? Me eché a reír a carcajadas:

—¡Cómo os lo habéis creído! Está vivo y se encuentra mejor.

Todos me miraban para saber a qué atenerse.

—Está mejor —añadí serio—. Me ha reconocido e incluso me ha sonreído.

Todos me creyeron, pero la indignación fue general. Giovanni declaró que, si no hubiera temido perjudicarse haciendo un esfuerzo, me habría tirado un plato a la cabeza. En efecto, era imperdonable que hubiese perturbado la fiesta con semejante noticia inventada. Si hubiera sido cierta, no habría habido nada malo. ¿No habría sido mejor decirles de nuevo la verdad? Copler había muerto y, en cuanto me quedara solo, encontraría las lágrimas listas para llorarlo, espontáneas y abundantes. Busqué las palabras, pero la señora Malfenti, con su seriedad de gran señora me interrumpió:

—Dejemos en paz por ahora a ese pobre enfermo. ¡Mañana pensaremos en él!

Obedecí al instante incluso con el pensamiento, que se separó definitivamente del muerto: «¡Adiós! ¡Espérame! ¡Volveré junto a ti después!».

Había llegado el momento del brindis. Giovanni había conseguido del médico la concesión de sorber a esa hora un vaso de champán. Contempló con gravedad cómo le sirvieron el vino y se negó a llevarse el vaso a los labios hasta que estuviera rebosante. Tras haber hecho un voto de felicidad serio y sencillo por Ada y Guido, lo vació despacio hasta la última gota. Al tiempo que me miraba torvo, me dijo que el último sorbo lo había tomado a mi salud. Para invalidar el augurio, que yo sabía negativo, toqué madera con las dos manos bajo el mantel.

No recuerdo con claridad el resto de la velada. Sé que, por iniciativa de Augusta, poco después dijeron en aquella mesa multitud de elogios de mí y se me citó como modelo de marido. Se me perdonó todo y hasta mi suegro se volvió más amable. Sin embargo, añadió que esperaba que el marido de Ada resultara tan bueno como yo, pero al mismo tiempo mejor negociante y, sobre todo, persona… y buscaba la palabra. No la encontró y nadie se la reclamó; ni siquiera el señor Francesco, quien, por haberme visto por primera vez aquella mañana, poco podía conocerme. Por mi parte, yo no me ofendí. ¡Cómo aplaca el ánimo la sensación de tener grandes culpas que reparar! Aceptaba de buen grado todas las insolencias, con tal de que fueran acompañadas de ese afecto que no merecía. En mi cabeza, confusa por el cansancio y el vino, acaricié, del todo sereno, mi imagen de marido bueno, que no por adúltero deja de serlo. Había que ser bueno, bueno, bueno, y lo demás no importaba. Envié con la mano un beso a Augusta, que lo recibió con una sonrisa de agradecimiento.

Después hubo en aquella mesa quien quiso aprovechar mi ebriedad para reír y me vi obligado a pronunciar un brindis. Había acabado aceptando porque en aquel momento me parecía que habría sido decisivo poder hacer así, en público, buenos propósitos. No es que dudara en aquel momento de mí, porque me sentía exactamente como me habían descrito, pero llegaría a ser aún mejor cuando hubiera afirmado un propósito delante de tantas personas, que en cierto modo lo suscribirían.

Y así fue como en el brindis hablé sólo de mí y de Augusta. Hice por segunda vez en aquellos días la historia de mi matrimonio. La había falsificado para Carla al no hablar de mi enamoramiento por mi mujer; en aquella ocasión la falsifiqué de otro modo, porque no hablé de las dos personas tan importantes en la historia de mi matrimonio, es decir, Ada y Alberta. Conté mis vacilaciones, de las que no podía consolarme, porque me habían privado de tanto tiempo de felicidad. Después, con caballerosidad, atribuí vacilaciones también a Augusta. Pero ella negó riendo con ganas.

Recuperé el hilo del discurso con algunas dificultades. Conté que, al fin, habíamos llegado a nuestro viaje de novios y que habíamos paseado nuestro amor por todos los museos de Italia. Me encontraba tan a gusto inmerso hasta el cuello en la mentira, que añadí incluso algún detalle falso que no servía para nada. Y después dicen que el vino revela la verdad.

Augusta me interrumpió por segunda vez para poner las cosas en su sitio y contó que había tenido que evitar los museos por el peligro que, por mi causa, corrían las obras maestras. ¡No se daba cuenta de que así revelaba la falsedad de toda la historia! Si hubiera habido en aquella mesa un observador, no habría tardado en descubrir la naturaleza de aquel amor que yo presentaba en un ambiente en el que no había podido desarrollarse.

Reanudé, el largo y desvaído discurso y conté la llegada a nuestra casa y cómo la fuimos mejorando los dos haciendo esto y lo otro y, entre otras cosas, un lavadero.

Sin dejar de reír, Augusta me interrumpió de nuevo:

—Pero ¡ésta no es una fiesta dada en nuestro honor, sino en honor de Ada y Guido! ¡Habla de ellos!

Todos asintieron ruidosos. También yo me reí al advertir que, gracias a mí, se había producido una auténtica alegría bulliciosa, como es de rigor en semejantes ocasiones. Pero ya no se me ocurrió nada más. Me parecía haber hablado durante horas. Tragué varios vasos más de vino uno tras otro:

—¡Por Ada! —Me alcé un momento para ver si había tocado madera bajo la mesa—: ¡Por Guido! —Y añadí, tras haber tragado con avidez el vino—: ¡De todo corazón! —olvidando que en el primer brindis no había añadido esa declaración—: ¡Por vuestro hijo mayor! Y habría bebido varios de aquellos vasos por sus hijos, si al final no me lo hubieran impedido. Por aquellos pobres inocentes yo habría bebido todo el vino que se encontraba sobre la mesa.

Después todo se volvió aún más oscuro. Recuerdo con claridad una cosa: mi principal preocupación era no parecer borracho. Me mantenía erguido y hablaba poco. Me desafiaba a mí mismo, sentí la necesidad de analizar cada palabra antes de decirla. Mientras se desarrollaba la conversación general, tenía que renunciar a participar porque no me dejaba tiempo para aclarar mi turbio pensamiento. Quise iniciar una conversación por mi parte y dije a mi suegro:

—¿Te has enterado de que el
Extérieur
ha bajado dos enteros?

Había dicho algo que no me concernía en absoluto y que había oído decir en la Bolsa; sólo quería hablar de negocios, cosas serias de las que no suele acordarse un borracho. Pero, al parecer, para mi suegro era menos indiferente y me llamó pájaro de mal agüero. Con él no acertaba una.

Entonces me ocupé de mi vecina, Alberta. Hablamos de amor. A ella le interesaba en teoría y a mí, por el momento, no me interesaba nada en la práctica. Por eso, era hermoso hablar de ello. Me preguntó lo que yo pensaba y yo descubrí al instante una idea que parecía resultar evidente por mi experiencia de aquel mismo día. Una mujer era un objeto que variaba de precio mucho más que valor alguno de la Bolsa. Alberta no me entendió bien y creyó que yo quería decir una cosa sabida de todos: que una mujer de cierta edad tenía un valor muy distinto de otra. Me expliqué con mayor claridad: una mujer podía tener cierto valor a una hora determinada de la mañana y ninguno a mediodía, para valer por la tarde el doble que por la mañana y acabar por la noche con valor del todo negativo. Expliqué el concepto de valor negativo: una mujer tenía tal valor cuando un hombre calculaba la suma que estaría dispuesto a pagar para enviarla muy lejos, pero es que muy lejos, de él.

No obstante, la pobre comediógrafa no veía la exactitud de mi descubrimiento, mientras que yo, recordando el cambio de valor que aquel día mismo habían experimentado Carla y Augusta, estaba seguro de ello. Intervino el vino, cuando quise explicarme mejor y me extravié por completo.

—Mira —le dije—: suponiendo que tú ahora tengas el valor X y yo me permita apretar tu piececito con el mío, aumentas de inmediato por lo menos otra X.

Acompañé al instante las palabras con el acto.

Alberta, muy roja, retiró el pie y, queriendo parecer graciosa, dijo:

—Pero eso es práctica y ya no teoría. Voy a reclamar a Augusta.

Debo confesar que también yo sentía aquel piececito como algo muy distinto de una árida teoría, pero protesté gritando con la expresión más cándida del mundo:

—Es pura teoría, purísima, y haces mal en interpretarlo de otro modo.

Las fantasías del vino son auténticos acontecimientos.

Por mucho tiempo Alberta y yo no olvidamos que yo había tocado una parte de su cuerpo, al tiempo que le advertía que lo hacía para gozar. La palabra había resaltado el acto y el acto la palabra. Hasta que se casó, siempre tuvo para mí una sonrisa y un rubor; luego, en cambio, rubor e ira. Las mujeres están hechas así. Cada día les aporta una nueva interpretación del pasado. Debe de ser una vida poco monótona la suya. En cambio, para mí la interpretación de aquel acto fue siempre la misma: el hurto de un pequeño objeto de sabor intenso, y fue culpa de Alberta que en cierta época yo intentara hacer recordar aquel acto, mientras que más adelante habría pagado, en cambio, cualquier cosa para que quedara del todo olvidado.

Recuerdo también que antes de abandonar aquella casa ocurrió otra cosa mucho más grave. Por un instante, me quedé solo con Ada. Giovanni se había acostado hacía rato y los demás estaban despidiéndose del señor Francesco, que se iba a su hotel acompañado por Guido. Yo miré largo rato a Ada, vestida de encaje blanco, con los hombros y los brazos desnudos. Permanecí mudo largo rato, a pesar de que sentía la necesidad de decirle algo; pero, tras analizarla, desechaba todas las frases que me venían a los labios. Recuerdo que analicé incluso si me estaba permitido decirle: «Cuánto me agrada que te cases por fin, y con mi gran amigo Guido. Ahora habrá terminado todo entre nosotros, al fin». Quería decir una mentira porque todos sabían que entre nosotros todo había terminado desde hacía varios meses, pero me parecía que esa mentira era un bellísimo cumplido y es cierto que una mujer, vestida así, pide cumplidos y se siente complacida de recibirlos. Pero, tras larga reflexión, no dije nada. Deseché esas palabras porque en el mar de vino en que nadaba encontré una tabla que me salvó. Pensé que hacía mal en poner en peligro el afecto de Augusta para complacer a Ada, que no me amaba. Pero, con la duda que por unos instantes me turbó la cabeza, y aun después cuando con un esfuerzo me separé de esas palabras, lancé a Ada tal mirada, que ella se levantó y salió tras haberse vuelto a mirar espantada, lista tal vez para echarse a correr.

También una mirada se recuerda, cuando es mejor que una palabra; es más importante que una palabra porque en todo el vocabulario no hay palabra que pueda desnudar a una mujer. Yo sé ahora que aquella mirada mía falseó, al simplificarlas, las palabras que había concebido. Para Ada, mi mirada había intentado penetrar más allá de los vestidos y hasta de su epidermis. Y había significado, sin lugar a dudas: «¿Quieres venirte ahora mismo a la cama conmigo?». El vino es un gran peligro, sobre todo porque no saca a relucir la verdad. Todo lo contrario de la verdad: revela especialmente la historia pasada y olvidada del individuo y no su voluntad actual; saca a relucir, caprichoso, todas las ideas absurdas que ha acariciado en épocas más o menos recientes; no tiene en cuenta las tachaduras y lee todo lo que aún es perceptible en nuestro corazón. Y sabido es que en éste no hay modo de borrar nada tan radicalmente, como se hace con una palabra equivocada en una letra de cambio. Toda nuestra historia está siempre legible en él y el vino la grita, olvidando lo que después la vida ha añadido.

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