Read La conciencia de Zeno Online

Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno (27 page)

BOOK: La conciencia de Zeno
9.68Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Me contó el estado de desesperación en que se había encontrado a la muerte de su padre. Durante meses y meses ella y la anciana se habían visto obligadas a trabajar día y noche en unos bordados que les encargaba un comerciante. Creía, ingenua, que la ayuda había de venir de la providencia divina, hasta el punto de haber pasado a veces horas enteras a la ventana mirando a la calle, de donde tenía que llegar. En cambio, llegó Copler. Ahora se declaraba contenta de su estado, pero ella y su madre pasaban las noches inquietas porque la ayuda que recibían era muy precaria. ¿Y si un día resultaba que no tenía ni voz ni talento para cantar? Copler las abandonaría. Además, éste hablaba de presentarla en un teatro de allí a pocos meses. ¿Y si fuera un auténtico fracaso?

Con el mismo esfuerzo por despertar mi compasión, me contó que la desgracia financiera de su familia había destrozado un sueño de amor suyo: su prometido la había dejado.

Yo seguía lejano de la compasión. Le dije:

—¿Ese prometido suyo la besaba mucho? ¿Como hago yo?

Se rió porque la impedía hablar. Así vi a un hombre ante mí que me señalaba el camino.

Hacía mucho rato que había pasado la hora en que debería encontrarme en casa almorzando. Me habría gustado irme. Por ese día era suficiente. Me sentía muy alejado de aquel remordimiento que me había mantenido despierto durante la noche, y la inquietud que me había impelido hasta la casa de Carla había desaparecido del todo. Pero no estaba tranquilo. Tal vez sea mi destino no estarlo nunca. No tenía remordimientos porque Carla me había prometido todos los besos que quisiera en nombre de una amistad que no podía ofender a Augusta. Me pareció descubrir la razón del descontento que, como de costumbre, hacía correr vagos dolores por todo mi organismo. ¡Carla no me veía como era! ¡Carla podía despreciarme al verme tan deseoso de sus besos, cuando, en realidad, yo amaba a Augusta! ¡Aquella misma Carla que daba muestras de estimarme tanto porque tanto me necesitaba!

Decidí conquistarme su estima y dije palabras que iban a dolerme como el recuerdo de un crimen vil, como una traición cometida por libre elección, sin necesidad y sin beneficio alguno.

Estaba casi en la puerta y con expresión de persona serena que se confiesa de mala gana, dije a Carla:

—Copler le ha hablado del afecto que siento por mi mujer. Es cierto: estimo mucho a mi mujer.

Después le conté con pelos y señales la historia de mi matrimonio: que me había enamorado de la hermana mayor de Augusta, quien no había querido saber nada de mí por estar enamorada de otro, después había intentado casarme con otra de sus hermanas, que también me rechazó, y, al final, me había resignado a casarme con ella.

Carla creyó al instante en la exactitud de ese relato. Después supe que Copler se había enterado de algunos detalles en mi casa y le había contado algunos no del todo ciertos, pero casi, que ahora yo había rectificado y confirmado.

—¿Es bella su esposa? —preguntó pensativa.

—Depende de los gustos —dije yo.

Había algún centro inhibitorio que aún actuaba en mí. Había dicho que estimaba a mi mujer, pero en absoluto había dicho que la amase. No había dicho que me gustara, pero tampoco que no pudiera gustarme. En aquel momento me parecía ser muy sincero; ahora sé que con aquellas palabras traicioné a las dos mujeres y todo el amor, el mío y el suyo.

A decir verdad, aún no estaba tranquilo; así, pues, todavía faltaba algo. Recordé el sobre de los buenos propósitos y se lo ofrecí a Carla. Lo abrió y me lo devolvió diciendo que pocos días antes Copler le había llevado la mensualidad y que de momento no necesitaba dinero. Mi inquietud aumentó por una antigua idea que yo tenía de que las mujeres de verdad peligrosas no aceptan poco dinero. Advirtió mi malestar y con deliciosa ingenuidad, que sólo ahora que escribo aprecio, me pidió unas pocas coronas para comprar unos platos que se les habían roto. Pero después sucedió una cosa que dejó una señal indeleble en mi memoria. En el momento de irme la besé, pero esa vez respondió a mi beso con toda intensidad. Mi veneno había hecho efecto. Dijo con toda ingenuidad:

—Yo lo quiero porque usted es tan bueno, que ni siquiera la riqueza ha podido estropearlo. Después añadió maliciosa:

—Ahora sé que no hay que hacerle esperar y que, aparte de ese peligro, no hay otro con usted. En el rellano me preguntó también: —¿Podré enviar a freír espárragos al maestro de canto junto con Copler?

Al tiempo que bajaba veloz las escaleras le dije:

—¡Ya veremos!

Así, pues, algo quedaba aún en suspenso en nuestras relaciones; todo lo demás había quedado claro.

Sentí tal malestar en relación con ello, que, cuando salí al aire libre, me dirigí indeciso en sentido opuesto al de mi casa. Casi habría deseado regresar al instante a casa de Carla para explicarle otra cosa: mi amor por Augusta. Podía hacerlo, porque no había dicho que no la amara. Sólo había olvidado decirle, como conclusión a la vaga historia que había contado, que ahora amaba de verdad a Augusta. Por su parte, Carla había sacado la conclusión de que no la amaba y, por eso, había correspondido con tanto fervor a mi beso y lo había subrayado con una declaración de amor. Me parecía que, si no se hubiera dado ese episodio, yo habría podido soportar más fácilmente la mirada confiada de Augusta. ¡Y pensar que poco antes me había alegrado al enterarme de que Carla sabía de mi amor por mi esposa y que así, por decisión suya, la aventura que había buscado me venía ofrecida en forma de una amistad sazonada con besos!

En el jardín público me senté en un banco y con el bastón escribí distraído en la arena la fecha de aquel día. Después me reí con amargura: sabía que aquélla no era la fecha que señalaría el final de mis traiciones. Al contrario, se iniciaban aquel día. ¿Dónde podría encontrar la fuerza para no regresar a casa de aquella mujer tan deseable, que me esperaba? Además, ya había contraído compromisos, compromisos de honor. Había conseguido besos y no había podido dar otra cosa a cambio que el valor de unos platos de loza. Lo que ahora me ligaba a Carla era una cuenta sin saldar precisamente.

El almuerzo fue triste. Augusta no había pedido explicaciones por mi retraso y yo no se las di. Temía traicionarme, tanto más cuanto que en el breve recorrido del jardín a casa me había entretenido con la idea de contarle todo y, por esa razón, la historia de mi traición podía ir impresa en mi cara de honradez. Ese habría sido el único medio de salvarme. Al contarle todo, me habría colocado bajo su protección y bajo su vigilancia. Habría sido un acto de tal decisión, que de buena fe habría podido escribir la fecha de aquel día como disposición hacia la honradez y la salud.

Hablamos de muchas cosas sin importancia. Intenté parecer alegre, pero ni siquiera pude intentar mostrarme afectuoso. A ella le faltaba el aliento; desde luego, esperaba una explicación que no llegó.

Después se fue a continuar su tremenda tarea de guardar la ropa de invierno en armarios especiales. Por la tarde la vi muchas veces absorta en su trabajo allí, en el fondo del largo pasillo, ayudada por la criada. Su profundo dolor no interrumpía su sana actividad.

Pasé inquieto muchas veces de mi alcoba al cuarto de baño. Me habría gustado llamar a Augusta y decirle al menos que la amaba, porque a ella —¡pobre inocente!— eso le habría bastado. Pero, en cambio, seguí meditando y fumando.

Como es natural, pasé por varias fases. Hubo un momento incluso en que el acceso de virtud se vio interrumpido por una viva impaciencia de ver llegar el día siguiente para poder correr a casa de Carla. Puede que ese deseo hubiera estado inspirado por algún buen propósito. En el fondo, la gran dificultad consistía en poder así, solo, entregarse al deber. No había ni que pensar en la confesión que me habría valido la colaboración de mi mujer; así, pues, quedaba Carla, sobre cuya boca podría jurar con un último beso. ¿Quién era Carla? ¡Ni siquiera el chantaje era el máximo peligro que con ella corría! El día siguiente sería mi amante: ¡quién sabe lo que seguiría después! Yo sólo la conocía por lo que me había dicho de ella ese imbécil de Copler, y, a partir de informaciones procedentes de éste, un hombre más avisado que yo, como, por ejemplo, Olivi, no habría siquiera aceptado concluir un trato comercial.

Toda la hermosa y sana actividad de Augusta por mi casa estaba desaprovechada. La drástica cura del matrimonio que había emprendido en mi afanosa búsqueda de la salud había fracasado. Seguía más enfermo que nunca y casado, para mi mal y el de los demás.

Más adelante, cuando fui en efecto el amante de Carla, al rememorar aquella triste tarde, no logré entender por qué antes de comprometerme más no me había detenido con un propósito viril. Había lamentado tanto mi traición antes de cometerla, que era como para pensar que sería fácil de evitar. Pero del juicio de después siempre se puede reír y también del de antes, porque no sirve. En aquellas horas angustiosas quedó marcada con mayúsculas en la letra C de mi vocabulario la fecha de aquel día con la anotación: «última traición». Pero la primera traición efectiva, que obligaba a traiciones posteriores, siguió el propio día siguiente.

Ya tarde, no sabiendo qué hacer, me di un baño. Sentía suciedad en mi cuerpo y quería lavarme. Pero cuando estuve en el agua pensé: «Para limpiarme debería ser capaz de disolverme del todo en esta agua». Después me vestí, tan carente de voluntad, que ni siquiera me sequé con cuidado. El día se fue y yo me quedé en la ventana mirando las nuevas hojas verdes de los árboles de mi jardín. Me dieron escalofríos y con cierta satisfacción pensé que serían de fiebre. No deseaba la muerte, sino la enfermedad, una enfermedad que me sirviera de pretexto para hacer lo que quería o que me lo impidiese.

Tras haber vacilado por tanto tiempo, Augusta vino a buscarme. Al verla tan dulce y carente de rencor, me aumentaron los escalofríos hasta hacerme castañetear los dientes. Ella, espantada, me obligó a meterme en la cama. Seguía castañeteando los dientes de frío, pero ya sabía que no tenía fiebre y le impedí llamar al médico. Le rogué que apagara la lámpara, se sentase a mi lado y no hablara. No sé cuánto tiempo permanecimos así: recuperé el calor necesario y también algo de confianza. Sin embargo, tenía la cabeza tan ofuscada, que cuando ella volvió a hablar de llamar al médico, le dije que sabía la razón de mi malestar y que se lo diría más adelante. Volvía al propósito de confesar. No me quedaba abierto otro camino para librarme de tamaña opresión.

Permanecimos así, mudos, durante algún tiempo más. Después advertí que Augusta se había levantado de su sillón y se me acercaba. Tuve miedo: tal vez hubiera adivinado todo. Me cogió la mano, la acarició, después, apoyó suave su mano en mi cabeza para sentir si ardía y al final me dijo:

—¡Debías haberlo supuesto! ¿Por qué esta sorpresa dolorosa?

Me asombré de aquellas extrañas palabras y, al mismo tiempo, de que pasaran a través de un sollozo sofocado. Era evidente que no aludía a mi aventura. ¿Cómo habría podido yo prever que ésa era mi forma de ser? Con cierta rudeza le pregunté:

—Pero ¿qué quieres decir? ¿Qué debía prever? Murmuró confusa:

—La llegada del padre de Guido para la boda de Ada…

Por fin comprendí: creía que yo sufría por la inminencia del matrimonio de Ada. Me pareció que me ofendía de verdad: yo no era culpable de semejante delito. Me sentí puro e inocente como un recién nacido y liberado de repente de toda opresión. Salté de la cama:

—¿Tú crees que sufro por el matrimonio de Ada? ¡Estás loca! Desde que me casé, no he vuelto a pensar en ella. ¡Ni siquiera recordaba que había llegado hoy el señor
Cada
!

La besé y abracé presa del deseo y en mi tono de voz había tal sinceridad, que ella se avergonzó de su sospecha.

Las nubes desaparecieron también de su ingenuo rostro, en seguida nos fuimos a cenar, los dos con mucho apetito. En esa misma mesa, donde habíamos sufrido tanto pocas horas antes, estábamos sentados ahora como dos buenos compañeros de vacaciones. Ella me recordó que había prometido decirle la razón de mi malestar. Fingí una enfermedad, la que debía darme la facultad de hacer sin culpa todo lo que me placía. Le conté que ya en compañía de los dos señores ancianos, por la mañana, había sentido un profundo desánimo. Después había ido a recoger las gafas que el oculista me había prescrito. Tal vez esa señal de vejez me hubiera desalentado en gran medida. Y había caminado por las calles de la ciudad horas y horas. Le conté también algo sobre las imaginaciones que tanto me habían hecho sufrir y recuerdo que hasta contenían un esbozo de confesión. No sé en qué relación con la enfermedad imaginaria, hablé también de nuestra sangre, que gira y gira, nos mantiene erguidos, dispuestos para el pensamiento y la acción y, por tanto, para la culpa y el remordimiento. Ella no comprendió que se trataba de Carla, pero a mí me pareció haberlo dicho.

Después de la cena, me puse las gafas y fingí largo rato leer el periódico, pero aquellos cristales me nublaban la vista. Eso me produjo un aumento de mi turbación alegre como por efecto del alcohol. Dije que no podía entender lo que leía. Seguía haciéndome el enfermo.

Pasé la noche casi en vela. Esperaba el abrazo de Carla presa del mayor deseo. La deseaba a ella, a la muchacha de las pobladas trenzas fuera de sitio y la voz tan musical, cuando no se le imponían las notas. También la volvía deseable todo lo que por ella había sufrido yo. Me acompañó toda la noche un propósito férreo. Sería sincero con Carla antes de hacerla mía y le diría toda la verdad sobre mis relaciones con Augusta. En mi soledad me eché a reír: era muy original ir a la conquista de una mujer con la declaración de amor por otra en los labios. ¡Tal vez Carla volviera a su pasividad! Bueno, ¿y qué? Por el momento, ninguna acción suya habría podido disminuir el mérito de su sumisión, de la que me parecía poder estar seguro.

La mañana siguiente, mientras me vestía, murmuraba las palabras que iba a decirle. Antes de ser mía, Carla debía saber que Augusta con su carácter y también con su salud (habría necesitado muchas palabras para explicar lo que entendía por salud, lo que habría servido también para educar a Carla) había sabido conquistar mi respeto, pero también mi amor.

Mientras tomaba el café, estaba tan absorto preparando un discurso tan elaborado, que Augusta no recibió de mí otra señal de efecto que un ligero beso antes de salir. Pero ¡si era del todo suyo! Iba a casa de Carla para volver a encender mi pasión por ella.

BOOK: La conciencia de Zeno
9.68Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A Marriageable Miss by Dorothy Elbury
Spell Bound by Rachel Hawkins
The Golden Mountain Murders by David Rotenberg
Grace by Elizabeth Scott
Arabella by Nicole Sobon
The Field by Lynne McTaggart
The Boy Avengers by Flinders, Karl