Read La conciencia de Zeno Online

Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno (26 page)

BOOK: La conciencia de Zeno
3.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Me levanté acompañado aún de mis mejores propósitos. Corrí a mi estudio y preparé en un sobre un poco de dinero que quería ofrecer a Carla en el instante mismo en que le anunciaría mi abandono. Pero me declararía dispuesto a mandarle por correo más dinero siempre que me lo pidiera escribiéndome a una dirección que le comunicaría. Justo cuando me disponía a salir, Augusta me invitó con una dulce sonrisa a acompañarla a casa de su padre. Había llegado de Buenos Aires el padre de Guido para asistir a la boda y había que ir a conocerlo. Desde luego, le importaba menos el padre de Guido que yo. Quería renovar la dulzura del día anterior. Pero ya no era lo mismo: me parecía mal dejar transcurrir tiempo entre mi buen propósito y su ejecución. Mientras caminábamos por la calle uno junto a otro y, en apariencia, seguros de nuestro afecto, la otra se consideraba ya amada por mí. Eso estaba mal. Sentí aquel paseo como un auténtico suplicio.

Encontramos a Giovanni mucho mejor. Sólo que no podía ponerse los botines a causa de una hinchazón en los pies a la que no daba importancia y yo entonces tampoco. Se encontraba en el salón con el padre de Guido, al que me presentó. Augusta nos dejó en seguida para ir a reunirse con su madre y su hermana.

El señor Francesco Speier me pareció un hombre mucho menos instruido que su hijo. Era pequeño, rechoncho, de unos sesenta años, de pocas ideas y poca vivacidad, tal vez porque a consecuencia de una enfermedad tenía muy debilitado el oído. Metía alguna palabra española en su italiano:


Cada
vez que vengo a Trieste…

Los dos viejos hablaban de negocios, y Giovanni escuchaba atento porque aquellos negocios eran muy importantes para el destino de Ada. Estuve escuchando distraído. Oí que el viejo Speier había decidido liquidar sus negocios en Argentina y entregar a Guido todos sus
duros
para que los emplease en la fundación de una empresa en Trieste; después regresaría a Buenos Aires para vivir con su mujer y su hija de una pequeña hacienda que le quedaba. No comprendí por qué contaba todo eso a Giovanni delante de mí, ni lo sé tampoco hoy.

Me pareció que en un momento dado los dos dejaron de hablar y me miraron como si esperaran de mí un consejo y yo, para mostrarme amable, observé:

—¡No debe de ser pequeña esa hacienda, si le basta para vivir!

Giovanni gritó al instante:

—Pero ¿qué dices? —El estallido de su voz recordaba a sus mejores tiempos, pero es cierto que, si no hubiera gritado tanto, el señor Francesco no habría advertido mi observación.

Así, en cambio, empalideció y dijo:

—Espero que Guido no deje de pagarme los intereses de mi capital.

Giovanni, sin dejar de gritar, intentó tranquilizarlo:

—¡Más que los intereses! ¡Hasta el doble, si lo necesita! ¿Acaso no es su hijo?

Sin embargo, el señor Francesco no pareció del todo tranquilo y esperaba de mí precisamente unas palabras que lo tranquilizasen. Se las ofrecí al instante y con profusión, porque ahora el viejo oía menos que antes.

Después continuó la conversación entre los dos hombres de negocios, pero yo me guardé de volver a intervenir. Giovanni me miraba de vez en cuando por encima de las gafas para vigilarme y su pesada respiración parecía una amenaza. Después habló largo rato y en un momento dado me preguntó:

—¿No te parece?

Yo asentí con fervor.

Tanto más fervoroso debió de parecer mi asentimiento cuanto que todos mis actos resultaban más expresivos por la rabia que se iba apoderando de mí. ¿Qué estaba haciendo en aquel lugar, dejando pasar el tiempo útil para llevar a cabo mis buenos propósitos? ¡Me obligaban a dejar para otro día una acción tan útil para Augusta y para mí! Estaba preparando una excusa para marcharme, pero en ese momento el salón fue invadido por las mujeres acompañadas de Guido. Éste, justo después de la llegada de su padre, había regalado a su prometida un anillo magnífico. Nadie me miró ni me saludó, ni siquiera la pequeña Anna. Ada llevaba ya en el dedo la gema reluciente y, sin dejar de apoyar el brazo en el hombro de su prometido, se la enseñaba a su padre. Las mujeres miraban, también extasiadas.

Ni siquiera los anillos me interesaban. ¡Si ni siquiera llevaba puesto el mío de matrimonio porque me impedía la circulación de la sangre! Sin despedirme, atravesé la puerta del salón, me dirigí a la puerta de la calle y me dispuse a salir. Pero Augusta advirtió mi fuga y me alcanzó a tiempo. Me asombró su aspecto alterado. Tenía los labios pálidos como el día de nuestra boda, poco antes de que nos dirigiéramos a la iglesia. Le dije que tenía que hacer un recado urgente. Después, al recordar que pocos días antes, por un capricho, había comprado unas gafas muy ligeras de miope que no me había probado después de haberlas metido en el bolsillo del chaleco, donde las sentía, dije que tenía una cita con el oculista para que me examinara la vista, que desde hacía un tiempo me parecía debilitada. Respondió que podía irme en seguida, pero que me rogaba me despidiera primero del padre de Guido. Me encogí de hombros con impaciencia, pero la complací.

Volví a entrar en el salón y todos me saludaron corteses. En cuanto a mí, seguro de que ahora me echaban, tuve incluso un momento de buen humor. El padre de Guido, que con tanta familia se confundía, me preguntó:

—¿Volveremos a vernos antes de mi marcha para Buenos Aires?

—¡Oh! —dije yo—. ¡
Cada
vez que venga a esta casa, probablemente me encontrará!

Todos se rieron y yo me fui triunfal y acompañado incluso de un saludo bastante alegre de parte de Augusta. Me iba con tanta formalidad, tras haber correspondido a todos los trámites legales, que podía caminar seguro. Pero había otro motivo que me liberaba de las dudas que hasta aquel momento me habían contenido: me iba corriendo de la casa de mi suegro para alejarme de ella lo más posible, es decir, hasta la de Carla. En esa casa y no por la primera vez (así me parecía) sospechaban que yo conspiraba, vil, contra los intereses de Guido. Inocente y por completo distraído, yo había hablado de esa hacienda que se encontraba en Argentina, y al instante Giovanni había interpretado mis palabras como si las hubiera meditado para perjudicar a Guido en relación con su padre. Con Guido me habría resultado fácil explicarme, si hubiera sido necesario: con Giovanni y los demás, que me creían capaz de semejantes maquinaciones, bastaba la venganza. No es que yo me hubiera propuesto correr a traicionar a Augusta. Sin embargo, hacía lo que deseaba a la luz del sol. Una visita a Carla no significaba entonces nada malo y si me hubiera tropezado otra vez con mi suegra por ese barrio y si ella me hubiese preguntado qué había ido a hacer allí, le habría respondido al instante:

—Hombre, pues, ¡voy a casa de Carla! —Por eso, aquélla fue la única vez que fui a casa de Carla sin recordar a Augusta. ¡Hasta tal punto me había ofendido la actitud de mi suegro!

En el rellano no oí resonar la voz de Carla. Por un instante sentí terror: ¿habría salido? Llamé y al instante entré antes de que me dieran permiso. Carla estaba, pero con ella se encontraba su madre. Cosían juntas en una asociación que puede ser frecuente pero que yo no había visto nunca. Trabajaban las dos en una misma sábana grande, en los extremos, muy alejadas una de otra. Mira por dónde, había corrido a casa de Carla y me la encontraba acompañada de su madre. Era algo muy distinto. No podía poner en práctica ni los propósitos buenos ni los malos. Todo seguía en suspenso.

Carla, muy colorada, se puso en pie, mientras la vieja se quitaba despacio las gafas, que guardó en un estuche. Por mi parte, me pareció que podía estar indignado por otra razón que la de verme imposibilitado de decir al instante lo que sentía. ¿No eran ésas las horas que Copler había destinado al estudio? Saludé, cortés, a la anciana señora y me resultó difícil incluso ese acto de cortesía. Saludé también a Carla, casi sin mirarla. Le dije:

—He venido a ver si podemos sacar de este libro —y señalé el García, que se encontraba sin tocar en la mesa, tal como lo habíamos dejado— alguna otra cosa útil.

Me senté en el sitio que había ocupado el día anterior y en seguida abrí el libro. Al principio, Carla intentó sonreírme, pero, en vista de que no correspondí a su amabilidad, se sentó con solícita obediencia junto a mí, para mirar. Vacilaba; no comprendía. Yo la miré y vi que en su cara se dibujaba algo que podía significar desdén y obstinación. Me imaginé que así acogía los reproches de Copler. Sólo que aún no estaba segura de que mis reproches fueran como los de éste, porque —como me dijo más adelante— recordaba que el día anterior yo la había besado y, por eso, creía poder estar tranquila par siempre respecto a mi ira. Por esa razón estaba aún lista para convertir dicho desdén en una sonrisa amable. Debo decir aquí, porque después no tendré ocasión, que esa confianza suya en haberme domesticado definitivamente con aquel único beso que me había concedido me desagradó sobremanera: una mujer que piensa así es muy peligrosa.

Pero en aquel momento mi estado de ánimo era exacto al de Copler, cargado de reproches y de resentimiento. Me puse a leer en voz alta precisamente la parte que ya habíamos leído el día anterior y que yo mismo había criticado con tanta pedantería, sin añadir nuevos comentarios y recalcando algunas palabras que me parecían más significativas.

Con voz algo trémula, Carla me interrumpió:

—¡Me parece que eso ya lo hemos leído!

Así me vi, al fin, obligado a decir unas palabras mías. También las palabras propias pueden aportar un poco de salud. Las mías no sólo fueron más suaves que mi ánimo y mi comportamiento, sino que, además, me devolvieron la sociabilidad:

—Mire, señorita —y al instante acompañé el apelativo afectuoso con una sonrisa que también podía ser de amante—, me gustaría volver a ver esta parte antes de continuar. Tal vez ayer la juzgamos un poco precipitadamente, y hace poco un amigo mío me advirtió que, para entender lo que dice García, hay que estudiarlo todo.

Por último, sentí también la necesidad de tener una cortesía para con la pobre señora anciana, quien seguro que en su vida, por poco afortunada que hubiera sido, se había encontrado en semejante aprieto. Le dirigí también una sonrisa, que me costó más trabajo que la dedicada a Carla, y le dije:

—No es algo demasiado divertido, pero incluso quien no se dedique al canto puede escucharlo con provecho.

Seguí leyendo obstinado. Desde luego, Carla se encontraba mejor, y por sus carnosos labios erraba algo que se parecía a una sonrisa. En cambio, la anciana seguía pareciendo un pobre animal atrapado y permanecía en aquella habitación sólo porque su timidez le impedía encontrar el modo de marcharse. Además, por nada del mundo habría manifestado yo mi deseo de expulsarla. Habría sido algo grave y comprometedor.

Carla fue más decidida: con mucho respeto me rogó que suspendiera por un momento la lectura y, dirigiéndose a su madre, le dijo que podía marcharse y que por la tarde continuarían con el trabajo de esa sábana.

La señora se me acercó cavilando sobre si tenderme la mano o no. Yo se la estreché afectuoso y le dije:

—Comprendo que esta lectura no es demasiado divertida.

Parecía deplorar que nos dejase. La señora se marchó después de haber dejado sobre una silla la sábana que hasta entonces había tenido sobre el regazo. Después Carla la siguió por un instante hasta el rellano para decirle algo, mientras yo me deshacía en deseo de tenerla por fin a mi lado. Volvió a entrar, cerró tras sí la puerta y, al volver a su sitio, tenía de nuevo en torno a la boca una rigidez que recordaba a la obstinación en un rostro infantil. Dijo:

—Todos los días a esta hora estudio. ¡Precisamente ahora tenía que surgir ese trabajo urgente!

—Pero ¿no ve que no me importa nada su canto? —grité y la abordé con un abrazo violento que me condujo a besarla primero en la boca y un instante después en el punto exacto en que la había besado el día anterior.

¡Qué curioso! Se echó a llorar y se apartó de mí. Dijo entre sollozos que había sufrido demasiado al verme entrar de aquel modo. Lloraba por la acostumbrada compasión de sí mismo que asalta a quien ve compadecido su dolor. Las lágrimas no expresan el dolor, sino su historia. Se llora cuando se grita por una injusticia. En efecto, era injusto obligar a estudiar a aquella bella muchacha pudiendo besarla.

En resumen, que las cosas iban peor de lo que me había imaginado. Tuve que explicarme y, para abreviar, no me tomé el tiempo necesario para inventar y conté la verdad exacta. Le hablé de mi impaciencia por verla y besarla. Me había propuesto en seguida ir a visitarla; incluso había pasado la noche pensando en eso. Por supuesto, no le dije lo que me proponía hacer al ir a su casa, pero eso era poco importante. Era cierto que cuando había querido ir a verla para decirle que quería abandonarla para siempre y cuando había acudido para estrecharla en mis brazos había sentido la misma impaciencia dolorosa. Después le conté lo que había sucedido por la mañana y que mi mujer me había obligado a salir con ella y me había llevado a casa de mi suegro, donde había quedado inmovilizado oyendo hablar de asuntos que no me atañían. Por último, con grandes esfuerzos consigo librarme, recorro el largo camino a la carrera y… ¿qué me encuentro? ¡La habitación atestada con aquella sábana!

Carla rompió a reír porque comprendió que yo no me parecía en nada a Copler. La risa en su bella cara parecía el arco iris y volví a besarla. No respondía a mis caricias, pero las soportaba sumisa, actitud que adoro tal vez porque amo al sexo débil en proporción directa a su debilidad. Por primera vez me contó que había sabido por Copler que yo amaba mucho a mi mujer:

—Por eso —añadió y vi pasar por su bella cara la sombra de un propósito serio—, entre nosotros dos sólo puede haber una buena amistad y nada más. Yo no creí demasiado en ese propósito tan prudente porque la misma boca que lo expresaba no podía siquiera substraerse a mis besos.

Carla habló por extenso. Evidentemente, quería despertar mi compasión. Recuerdo todo lo que me dijo y que no sólo creí, cuando ella desapareció de mi vida. Mientras la tuve a mi lado, siempre la temí como mujer que tarde o temprano aprovecharía su ascendiente sobre mí para arruinarme a mí y a mi familia. No la creí cuando me aseguró que no pedía otra cosa que tener seguridad respecto a su vida y a la de su madre. Ahora sé con certeza que nunca tuvo el propósito de conseguir de mí más de lo que! necesitaba, y, cuando pienso en ella, enrojezco del vergüenza por haberla entendido y amado tan mal. Ella, la pobre, no obtuvo nada de mí. Yo le habría dado todo, porque soy de los que pagan sus deudas. Pero esperaba que me lo pidiese.

BOOK: La conciencia de Zeno
3.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

2-Bound By Law by SE Jakes
The Fall of the Stone City by Kadare, Ismail
Sustenance by Chelsea Quinn Yarbro
The Dead Are More Visible by Steven Heighton
Westward Moon by Linda Bridey
Daughters of Iraq by Shiri-Horowitz, Revital
P I Honeytrap by Baird, Kristal
Out of the Blue by Sarah Ellis
James Bond Anthology by Ian Fleming