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Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno (34 page)

BOOK: La conciencia de Zeno
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—¡Por última vez!

Fue un instante delicioso. El propósito, concebido entre dos, borraba cualquier culpa. ¡Éramos inocentes y felices! Mi benévolo destino me había reservado un instante de felicidad perfecta.

Me sentía tan feliz, que continué la comedia hasta el momento de separarnos. Ella rechazó el sobre que yo llevaba siempre en el bolsillo y no quiso ni siquiera un recuerdo mío. Había que borrar de nuestra nueva vida cualquier rastro del pasado. Entonces la besé de buen grado en la frente, paternal, como había deseado antes.

Después, en la escalera, tuve una vacilación porque la cosa se estaba volviendo demasiado seria, mientras que, si hubiera sabido que el día siguiente iba a estar a mi entera disposición, no se me habría ocurrido pensar tan pronto en el futuro. Ella me miraba bajar desde su rellano y yo, un poco en broma, le grité:

—¡Hasta mañana!

Ella se retiró sorprendida y casi espantada y se alejó diciendo:

—¡Nunca más!

Sin embargo, yo sentí alivio por haberme atrevido a pronunciar la palabra que permitía prever otro último abrazo, cuando lo deseara. Carente de deseos y de obligaciones, pasé todo un día hermoso con mi mujer y después en el despacho de Guido. Debo decir que la falta de obligaciones me acercaba a mi mujer y a mi hija. Era para ellas algo más que de costumbre: no sólo amable, sino un padre auténtico que dispone y manda sereno, y sólo piensa en su casa. Al acostarme, me dije en forma de propósito:

—Todos los días deberían parecerse a éste.

Antes de quedarme dormido, Augusta sintió la necesidad de confiarme un gran secreto: lo había sabido por su madre ese mismo día. Unos días antes Ada había sorprendido a Guido abrazando a una criada. Ada había querido adoptar una actitud altiva, pero la criada se había mostrado insolente y Ada la había despedido. El día anterior habían estado ansiosos por saber cómo se lo tomaría Guido. Si se hubiera quejado, Ada habría pedido la separación. Pero Guido se había echado a reír y había afirmado que Ada no había visto bien; pero no tenía inconveniente en que, a pesar de ser inocente, despidieran a esa mujer, por la que decía sentir sincera antipatía. Parecía que ahora las cosas se habían arreglado.

A mí me interesaba saber si Ada no había visto bien, cuando había sorprendido a su marido en esa posición. ¿Era aún posible dudar? Porque había que recordar que, cuando dos se abrazan, tienen una posición muy distinta de cuando uno limpia los zapatos al otro. Me encontraba de excelente humor. Sentía incluso la necesidad de mostrarme justo y sereno a la hora de juzgar a Guido. Desde luego, Ada era celosa y podía ser que hubiese visto disminuidas las distancias y cambiadas de sitio a las personas.

Con voz acongojada Augusta dijo que estaba segura de que Ada había visto bien y ahora, por su excesivo afecto, modificaba el juicio. Añadió:

—¡Habría hecho mucho mejor casándose contigo!

Yo, que cada vez me sentía más inocente, le regalé esta frase:

—¡Vete tú a saber si no hubiera hecho mejor yo casándome con ella y no contigo!

Después, antes de quedarme dormido, murmuré:

—¡Menudo canalla! ¡Ensuciar así su casa!

Era bastante sincero reprochándole el aspecto de su acción que no tenía por qué reprocharme a mí mismo.

La mañana siguiente me levanté con el vivo deseo de que al menos ese primer día se pareciese exactamente al anterior. Era probable que los propósitos deliciosos del día anterior no obligaran a Carla más que a mí, y yo me sentía del todo libre de ellos. Habían sido demasiado bellos como para obligar. Desde luego, el ansia por saber lo que pensaba Carla de eso me hacía correr. Me habría gustado encontrarla dispuesta para otro propósito. La vida pasaría, colmada de goces, pero también de esfuerzos por mejorar, y cada uno de mis días estaría dedicado en gran parte al bien y en pequeñísima medida al remordimiento. Estaba ansioso porque en todo aquel año rico para mí en propósitos, Carla sólo había tenido uno: demostrar que me quería. Lo había mantenido y resultaba difícil inferir de eso si ahora le resultaría fácil mantener el nuevo propósito, opuesto al antiguo.

Carla no estaba en casa. Fue una gran desilusión y me mordí los dedos de disgusto. La vieja me hizo pasar a la cocina. Me contó que Carla volvería antes de la noche. Le había dicho que iba a comer fuera, por lo que en el fogón no ardía ni siquiera el fueguecito de costumbre.

—¿No lo sabía usted? —me preguntó la vieja poniendo unos ojos como platos de sorpresa.

Pensativo y distraído, murmuré:

—Ayer lo sabía. Pero no estaba seguro de que la comunicación de Carla fuera válida para hoy.

Me fui tras haberme despedido con amabilidad. Rechinaba los dientes, pero a escondidas. Necesitaba tiempo para armarme de valor y encolerizarme en público. Entré en el Jardín Público y me paseé por él una media hora a fin de darme tiempo para entender las cosas. Estaban tan claras, que ya no entendía nada. De repente, sin la menor piedad, me veía obligado a mantener un propósito semejante. Me sentía mal, mal de verdad. Cojeaba y luchaba también con una especie de ahogo. Suelo tener esos ahogos: respiro muy bien, pero cuento cada respiración, porque debo hacer una tras otra a propósito. Tengo la sensación de que, si no estuviera atento, moriría asfixiado.

A esa hora debería haber ido a mi despacho o, mejor, al de Guido. Pero no podía alejarme así de aquel lugar. ¿Qué iba a hacer después? ¡Bien diferente era ese día del anterior! Si, al menos, hubiera sabido la dirección de ese maldito maestro que a fuerza de cantar a mis expensas me había quitado a mi amante.

Acabé volviendo junto a la vieja. Ya encontraría un recado para Carla que la indujera a volver a verme. Ya lo más difícil era tenerla a tiro lo más pronto posible. El resto no ofrecería grandes dificultades.

Encontré a la vieja sentada junto a una ventana de la cocina, remendando una media. Se alzó las gafas y, casi temerosa, me lanzó una mirada inquisitiva. ¡Yo vacilé! Después le pregunté:

—¿Sabe usted que Carla ha decidido casarse con Lali?

Me parecía contarme a mí mismo esa noticia. Carla me la había repetido dos veces, pero el día anterior yo le había prestado poca atención. Esas palabras de Carla habían herido mis oídos y con toda claridad porque las había recordado, pero se habían deslizado sin penetrar más. Ahora llegaban a las entrañas, que se retorcían de dolor.

La vieja me miró también vacilante. Desde luego, temía cometer indiscreciones, que podrían reprocharle después. Luego exclamó, llena de evidente alegría:

—¿Se lo ha dicho Carla? Entonces, ¡así debe de ser! ¡Yo creo que haría bien! ¿Qué le parece a usted?

Ahora reía de gusto, la maldita vieja, que yo siempre había creído informada de mis relaciones con Carla. Con gusto le habría pegado, pero me limité a decir que primero habría esperado a que el maestro tuviera una posición. En resumen, a mí me parecía precipitado.

Con su alegría, la señora se volvió por primera vez locuaz conmigo. No era de mi opinión. Cuando uno se casa de joven, tiene que hacer carrera después de casarse. ¿Por qué había que hacerla antes? Carla tenía tan pocas necesidades. Ahora su voz costaría menos, puesto que su maestro sería su marido.

Esas palabras que podían significar un reproche a mi avaricia, me dieron una idea que me pareció magnífica y que por el momento me consoló. El sobre que llevaba siempre en el bolsillo interior de la chaqueta debía de contener ya una bonita suma. Lo saqué del bolsillo, lo cerré y se lo entregué a la vieja para que se lo diera a Carla. Tal vez tuviese también el deseo de pagar por fin de modo decoroso a mi amante, pero el deseo más fuerte era el de volver a verla y poseerla. Carla volvería a verme tanto en caso de que desease devolverme el dinero como de que prefiriera quedárselo, porque entonces habría sentido la necesidad de agradecérmelo. Respiré: ¡aún no había terminado todo para siempre!

Dije a la vieja que el sobre contenía un poco de dinero, resto del que me habían dado para ellas los amigos del pobre Copler. Después, muy tranquilo, le pedí que dijera a Carla que yo seguía siendo su buen amigo para toda la vida y que, si necesitaba ayuda, podía dirigirse a mí con entera libertad. Así pude darle mi dirección, que era la del despacho de Guido.

Me marché con paso mucho más elástico que el que me había conducido hasta allí.

Pero ese día tuve una discusión violenta con Augusta. Se trataba de algo sin importancia. Yo decía que la sopa estaba demasiado salada y ella afirmaba que no. Tuve un ataque de ira demente, porque me parecía que se burlaba de mí y tiré hacia mí con violencia el mantel, con lo que todos los platos de la mesa volaron al suelo. La niña, que estaba en brazos de la niñera, se puso a chillar, lo que me mortificó mucho, porque su boquita parecía reprocharme mi conducta. Augusta palideció como sólo ella sabía, cogió a la niña en brazos y salió. Me pareció que también su comportamiento era excesivo: ¿iba a dejarme comer solo como un perro? Pero en seguida volvió, sin la niña, puso la mesa de nuevo y se sentó delante de su plato, en el que metió la cuchara como si se dispusiera a comer.

Yo blasfemaba entre dientes, pero ya sabía que había sido un juguete en manos de fuerzas desencadenadas por la naturaleza. La naturaleza, que no encontraba dificultades para acumularlas, encontraba aún menos para desencadenarlas. Mis blasfemias iban ahora dirigidas contra Carla, que fingía actuar sólo en beneficio de mi mujer. ¡Así me habían salido las cosas!

Augusta, de acuerdo con una actitud a la que ha permanecido fiel hasta hoy, cuando me ve en ese estado, no protesta, no llora, no discute. Cuando me puse a pedirle perdón con dulzura, quiso explicarme una cosa: no se había reído, se había limitado a sonreír del modo que me había gustado tantas veces y que tantas veces había yo alabado.

Sentí profunda vergüenza. Supliqué que trajeran en seguida a la niña con nosotros y, cuando la tuve entre mis brazos, jugué con ella largo rato. Después la hice sentar en mi cabeza y, bajo sus falditas que me tapaban la cara, me sequé los ojos que se habían bañado con las lágrimas que Augusta no había derramado. Jugaba con la niña sabiendo que así, sin rebajarme hasta dar disculpas, me aproximaba de nuevo a Augusta y, en efecto, sus mejillas ya habían recuperado el color habitual.

Después también aquel día acabó muy bien y la tarde se pareció a la anterior. Era exactamente como si por la mañana hubiera encontrado a Carla en el sitio de costumbre. No me había faltado el desahogo. Había pedido disculpas repetidas veces porque debía inducir a Augusta a recuperar su sonrisa maternal, cuando decía o hacía extravagancias. ¡Ay de mí, si ella hubiera tenido que suprimir también una de sus habituales sonrisas afectuosas, que me parecían el juicio más completo y benévolo que se podía dar sobre mí!

Por la noche volvimos a hablar de Guido. Al parecer, entre él y Ada reinaba la paz más completa. Augusta se maravillaba de la bondad de su hermana. Sin embargo, esa vez me correspondía a mí sonreír porque era evidente que no recordaba su propia bondad, que era enorme. Le pregunté:

—Y si yo ensuciara nuestra casa, ¿no me perdonarías?

Vaciló y exclamó:

—Nosotros tenemos a nuestra niña, mientras que Ada no tiene hijos que la unan a ese hombre.

No amaba a Guido; pienso que tal vez sentía rencor hacia él porque me había hecho sufrir.

Pocos meses después, Ada regaló a Guido dos gemelos y Guido no comprendió nunca por qué lo felicitaba yo con tanto calor. Mira por dónde, por tener hijos, según el juicio de Augusta, las criadas de su casa podían ser suyas sin peligro para él.

Sin embargo, a la mañana siguiente, cuando en el despacho encontré un sobre dirigido a mí y escrito por Carla, respiré. Así, pues, nada había terminado y podíamos seguir viviendo provistos de todos los elementos necesarios. En breves palabras Carla me daba una cita para las once de la mañana en el Jardín Público, en la entrada de enfrente de su casa. No íbamos a encontrarnos en su cuarto, pero sí en un lugar muy próximo a él.

No pude esperar y llegué a la cita un cuarto de hora antes. Si Carla no hubiera estado en el lugar indicado, habría ido derecho a su casa, lo que habría sido mucho más cómodo.

También aquél era un radiante día de primavera dulce y luminosa. Cuando abandoné la ruidosa Corsia Stadion y entré en el jardín, me encontré en el silencio del campo, que no se puede considerar interrumpido por el ligero y continuo susurro de las plantas rozadas por la brisa.

Me disponía a salir con paso rápido del jardín, cuando vino a mi encuentro Carla. Llevaba en la mano mi sobre y se me acercaba sin una sonrisa de saludo: al contrario, con rígida decisión en su carita pálida. Llevaba un sencillo vestido de tejido grueso a rayas azules, que le quedaba muy bien. Parecía también ella parte del jardín. Más adelante, en los momentos en que más la odié, le atribuí la intención de haberse vestido así para volverse más deseable en el preciso momento en que se me negaba. En realidad, era el primer día de primavera que la vestía. Convenía recordar, además, que, en mi largo pero repentino amor, el adorno de mi mujer había intervenido poco. Había ido siempre derecho a su estudio, y las mujeres modestas llevan vestidos muy sencillos en casa.

Me tendió la mano, que yo le estreché, al tiempo que le decía:

—¡Te agradezco que hayas venido!

¡Cuánto más decoroso habría sido que durante toda aquella conversación hubiera conservado esa amabilidad!

Carla parecía conmovida y, cuando hablaba, una especie de convulsión le hacía temblar los labios. A veces, cuando cantaba, ese movimiento de los labios le impedía dar la nota exacta. Me dijo:

—Me gustaría complacerte y aceptar de ti este dinero, pero no puedo, no puedo en absoluto. Te lo ruego, tómalo.

Al verla cercana a las lágrimas, la complací al instante y tomé el sobre, que me encontré luego en la mano, mucho después de haber abandonado aquel lugar.

—¿De verdad no quieres saber nada más de mí?

Le hice esa pregunta sin pensar en que ella le había dado respuesta el día anterior. Pero ¿era posible que, tan deseable como la veía, se me negase?

—¡Zeno! —respondió la muchacha con cierta dulzura—. ¿No habíamos prometido que no volveríamos a vernos nunca? Después de esa promesa nuestra he adquirido obligaciones que se parecen a las que tú tenías antes de conocerme. Son tan sagradas como las tuyas. Espero que a estas alturas tu mujer ya habrá advertido que eres suyo por entero.

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