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Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno (9 page)

BOOK: La conciencia de Zeno
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¡Era cierto! Si yo hubiese visto aquel decreto, aparecido en lugar poco destacado de los cinco periódicos que leo cada día, no habría caído en la trampa. También debería haber entendido al instante dicho decreto y haber visto sus consecuencias, lo que no era tan fácil porque con él se reducía la tasa de un impuesto, por lo que la mercancía de que se trataba quedaba depreciada.

Al día siguiente mi suegro desmintió su confesión. Tal como lo presentaba, el asunto volvía a adquirir la fisonomía que había tenido antes de aquella cena.

—El vino inventa —decía sereno, pero era indudable que el decreto en cuestión se había publicado dos días después de la conclusión del negocio. En ningún momento manifestó la suposición de que, si yo hubiera visto el decreto, habría podido entenderlo mal. Me halagó, pero no por cortesía, sino porque pensaba que todo el mundo, al leer los periódicos, recuerda sus propios intereses. En cambio, yo, cuando leo un periódico, me siento transformado en opinión pública y, al ver la reducción de un impuesto, recuerdo a Cobden y el librecambio. Es una idea tan importante, que no deja oportunidad para recordar mi mercancía.

Sin embargo, en cierta ocasión me granjeé su admiración por mí, tal como soy, e incluso por mis cualidades peores precisamente. Hacía tiempo que poseíamos él y yo acciones de una fábrica de azúcar de la que se esperaban milagros. En cambio, las acciones bajaban poco, pero a diario, y Giovanni, que no tenía intención de nadar contra corriente, se deshizo de ellas y me convenció de vender las mías. Perfectamente de acuerdo, me propuse dar esa orden de venta a mi agente y, entretanto, tomé nota en una libreta, que en aquella época había adoptado de nuevo. Pero, como es sabido, el bolsillo no se ve durante el día y así, varias noches, tuve la sorpresa de volver a encontrar en el mío esa anotación en el momento de acostarme y demasiado tarde para que me sirviese. Una vez grité de disgusto y, para no tener que dar demasiadas explicaciones a mi mujer, le dije que me había mordido la lengua. Otra vez, asombrado ante tanta distracción, me mordí las manos. «¡Cuidado con los pies ahora!», dijo mi mujer riendo. Después no hubo otras desgracias porque me había acostumbrado. Miraba asombrado aquella maldita libreta demasiado fina para dejarse sentir durante el día con su presión y no volvía a pensar en ellas hasta la noche siguiente.

Un día, un chaparrón repentino me obligó a refugiarme en el Tergesteo. Allí me encontré por casualidad a mi agente, quien me contó que en los últimos ocho días el precio de esas acciones se había casi duplicado.

—Y ahora yo vendo —exclamé triunfante.

Corrí á ver a mi suegro, que ya estaba enterado de la subida de las acciones y se arrepentía de haberlas vendido y un poco menos de haberme convencido para que yo vendiera las mías.

—¡Ten paciencia! —dijo riendo—. Es la primera vez que pierdes por haber seguido un consejo mío.

El otro negocio no había resultado de un consejo suyo, sino de una propuesta suya, lo que, según él, era muy diferente.

Yo me eché a reír con ganas.

—Pero ¡si yo no he seguido ese consejo! —No me bastaba la suerte e intenté convertirla en mérito. Le conté que las acciones no se venderían hasta el día siguiente y, adoptando aires de importancia, quise hacerle creer que había tenido noticias que había olvidado comunicarle y que me habían inducido a no tener en cuenta su consejo.

Airado y ofendido, habló sin mirarme a la cara:

—Cuando se tiene una cabeza como la tuya, no hay que dedicarse a los negocios. Y cuando se ha hecho una faena así, no hay que confesarla. Todavía tienes mucho que aprender tú.

Sentí haberlo irritado. Era tan divertido, cuando me perjudicaba. Le conté, sincero, cómo habían ido las cosas.

—Como ves, justo una cabeza como la mía es la que hace falta para dedicarse a los negocios.

Calmado de repente, se rió conmigo:

—Lo que sacas de ese negocio no es una ganancia, sino una indemnización. Esa cabeza tuya te cuesta ya tanto… ¡que es justo que te resarza de una parte de tu pérdida!

No sé por qué me detengo tanto a contar las disputas que tuve con él y que fueron tan pocas. Yo lo quise de verdad, hasta el punto de que busqué su compañía, a pesar de que tenía la costumbre de gritar para pensar con mayor claridad. Mi tímpano sabía soportar sus gritos. Si hubiese gritado menos aquellas teorías suyas inmorales, habrían sido más inofensivas y, si hubiera recibido una educación mejor, su fuerza habría parecido menos importante. Y aunque yo fuera tan diferente de él, creo que correspondió a mi afecto con otro semejante. Lo sabría con mayor certeza, si él no hubiera muerto tan pronto. Siguió dándome lecciones constantes después de mi matrimonio y las sazonó a menudo con gritos e insolencias que yo aceptaba, convencido de merecerlos.

Me casé con su hija. La misteriosa madre naturaleza me dirigió y más adelante veremos con qué violencia imperiosa. Ahora escruto a veces los rostros de mis hijos para ver si, junto a mi fina barbilla, señal de debilidad, junto a mis ojos soñadores, que yo les transmití, hay en ellos al menos algún rasgo de la fuerza brutal del abuelo que yo les elegí.

Y en la tumba de mi suegro lloré, pese a que el último adiós que me dio no fuera demasiado afectuoso. Desde su cama de muerte me dijo que admiraba mi descarada fortuna, que me permitía moverme con libertad mientras él estaba crucificado en aquella cama. Yo, estupefacto, le pregunté qué le había hecho para que deseara verme enfermo. Y él me respondió exactamente así:

—Sí, transmitiéndote mi enfermedad, pudiera librarme de ella, ¡te la pegaría al instante, aumentándola incluso al doble! ¡Yo no tengo los escrúpulos humanitarios que tienes tú!

No había nada de ofensivo en eso: le habría gustado repetir aquel negocio con el que había logrado endilgarme una mercancía depreciada. Además, esa frase era también halagadora, porque no dejaba de agradarme que explicara mi debilidad con los escrúpulos humanitarios que me atribuía.

En su tumba, como en todas aquellas ante las que lloré, mi dolor estuvo dedicado también a esa parte de mí mismo que estaba sepultada en ella. ¡Qué pérdida para mí verme privado de aquel segundo padre mío, ordinario, ignorante, luchador feroz que daba relieve a mi debilidad, mi cultura, mi timidez! Ésa es la verdad: ¡yo soy un tímido! No lo habría descubierto, si no hubiese estudiado a Giovanni aquí. ¡Quién sabe lo bien que habría llegado a conocerme, si él hubiera seguido a mi lado!

Pronto advertí que en la mesa del Tergesteo, donde se divertía revelándose como era e incluso un poco peor, Giovanni se imponía una reserva: nunca hablaba de su casa o sólo cuando no le quedaba más remedio, comedido y con voz un poco más suave que de costumbre. Sentía gran respeto por su casa y tal vez no todos los que se sentaban a aquella mesa le parecieran dignos de saber algo de ella. De lo único que me enteré allí fue de que sus cuatro hijas tenían todas nombres que empezaban por a, cosa muy práctica, según él, porque las cosas que llevaban grabada esa inicial podían pasar de una a otra, sin tener que sufrir cambios. Se llamaban (pronto supe de memoria esos nombres): Ada, Augusta, Alberto y Anna. También supe en esa mesa que las cuatro eran bellas. Esa inicial me impresionó mucho más de lo que merecía. Soñé con aquellas cuatro muchachas tan bien ligadas entre sí por el nombre. Parecía que hubiera que entregarlas en un haz. Además, la inicial decía algo más. Yo me llamo Zeno y, por esa razón, tenía la sensación de ir a tomar esposa muy lejos de mi país.

Tal vez fuera casualidad que antes de presentarme en casa de Malfenti yo hubiese cortado mi relación bastante antigua con una mujer que quizás hubiera merecido un trato mejor. Pero una casualidad que da que pensar. La decisión de romper se debió a un motivo bien fútil. La pobre había considerado que un buen sistema para mantenerme unido a ella era el de darme celos. En cambio, la sospecha bastó para inducirme a abandonarla definitivamente. Ella no podía saber que entonces yo estaba obsesionado con la idea del matrimonio y me parecía que no podía contraerlo con ella sólo porque la novedad no me habría parecido bastante intensa. La sospecha que había hecho nacer en mí arteramente era una demostración de la superioridad del matrimonio en el que semejantes sospechas no deben surgir. Cuando esa sospecha, cuya inconsistencia no tardé en sentir, se disipó, recordé también que gastaba demasiado. Hoy, después de veinticuatro años de honrado matrimonio, ya no soy de ese parecer.

Para ella fue una auténtica suerte porque, pocos meses después, se casó con una persona muy acaudalada y consiguió el codiciado cambio antes que yo. Nada más casarme, me la encontré en casa, porque su marido era un amigo de mi suegro. Nos encontramos con frecuencia, pero, durante muchos años, mientras fuimos jóvenes, reinó entre nosotros la máxima reserva y nunca hicimos alusión al pasado. El otro día ella me preguntó de sopetón con su cara orlada de cabellos grises y rubor juvenil:

—¿Por qué me dejaste?

Fui sincero porque no tuve el tiempo necesario para inventar una mentira:

—Ya no lo sé, pero ignoro tantas otras cosas de la vida.

—Lo siento —dijo, y yo ya me inclinaba ante el cumplido que así me prometía—. En la vejez me pareces un hombre muy divertido. —Me levanté con un esfuerzo. No había motivo para dar las gracias.

Un día me enteré de que la familia Malfenti había regresado a la ciudad de un viaje de placer bastante prolongado, tras el veraneo en el campo. No llegué a dar paso alguno para ser introducido en aquella casa porque Giovanni se me adelantó.

Me enseñó la carta de un amigo íntimo suyo que le preguntaba por mí: había sido compañero mío de estudios y yo lo había apreciado mucho mientras lo había creído destinado a ser un gran químico. En cambio, ahora no me importaba nada porque se había transformado en un gran comerciante de abonos y yo como tal no lo conocía en absoluto. Giovanni me invitó a su casa precisamente porque yo era su amigo y —como se comprenderá— no protesté.

Recuerdo aquella primera visita como si la hubiese hecho ayer. Era una tarde oscura y fría de otoño; y recuerdo incluso el alivio que sentí, al quitarme el abrigo, con el calorcito de aquella casa. Estaba a punto de llegar a puerto. Aun ahora me admira tamaña ceguera, que entonces me parecía clarividencia. Corría tras la salud, la legitimidad. De acuerdo con que tras esa inicial a se escondían cuatro muchachas, pero tres de ellas quedarían eliminadas al instante y, en cuanto a la cuarta, también ella sufriría un examen severo. Yo iba a ser juez severísimo. Pero de momento no habría podido decir las cualidades que le exigiría y las que aborrecería.

En el vasto y elegante salón amueblado con dos estilos diferentes, uno Luis XIV y el otro veneciano, rico en oro grabado hasta en los cueros, dividido por los muebles en dos partes, como entonces se estilaba, encontré a Augusta sola, que leía junto a una ventana. Me dio la mano, sabía mi nombre y llegó a decirme que me esperaban porque su papá había anunciado mi visita. Después corrió a avisar o su madre.

Mira por dónde, de las cuatro muchachas de la misma inicial, una acababa de morir, por lo que a mí respectaba. ¿Cómo podían decir que era bella? La primera cosa que se observaba en ella era un estrabismo tan marcado, que, al recordarla después de un tiempo de no verla, la personificaba totalmente. Además, tenía una cabellera no demasiado abundante, rubia, pero de un color carente de luz; de tipo no estaba mal, pero era un poco gruesa para su edad. En los pocos instantes en que permanecí a solas pensé: «¡Si las otras se parecen a ésta…!».

Poco después el grupo de muchachas se redujo a dos. Una de ellas, que entró con su mamá, sólo tenía ocho años. ¡Muy mona esa niña de cabellos ensortijados, luminosos, largos y sueltos sobre los hombros! Con su cara bonita y dulce parecía un angelito pensativo (mientras permanecía callada), como los imaginaba Rafael.

Mi suegra… ¡Ahí tenéis! También yo experimento cierto recato a la hora de hablar de ella con demasiada libertad. Hace muchos años que la aprecio porque es mi madre, pero estoy contando una historia antigua en la que no figuró como amiga mía y no tengo intención de aludir a ella, ni siquiera en este cuaderno, que ella no verá nunca, con palabras que no sean respetuosas. Por lo demás, su intervención fue tan breve, que hasta podría haberla olvidado: un golpecito en el momento oportuno, no más fuerte de lo necesario para hacerme perder mi inestable equilibrio. Tal vez lo habría perdido también sin su intervención. Y, además, ¿quién sabe si ella deseaba lo que ocurrió? ¡Es tan educada, que no puede ocurrirle, como a su marido, lo de beber demasiado para revelarme mis asuntos! En efecto, nunca le sucedió algo así y, por eso, estoy contando una historia que no conozco bien; es decir, que no sé si se debió a su astucia o a mi estupidez que me casara con aquella de sus hijas que yo no quería.

De momento, puedo decir que en la época de aquella primera visita mía aún era una mujer hermosa. Era elegante también por su modo de vestir de un lujo poco llamativo. Todo en ella era suave y equilibrado.

Tenía así en mis suegros un ejemplo de integración entre marido y mujer como el que soñaba. Habían sido muy felices juntos, él siempre voceando y ella ofreciendo una sonrisa que significaba a un tiempo conformidad y compasión. Amaba a su hombrón y él debió de haberla conquistado y conservado a fuerza de buenos negocios. No el interés, sino auténtica admiración la unía a él, una admiración que yo compartía y que, por eso, no me resultaba difícil entender. Tanta vivacidad que ponía en un ámbito tan limitado, una jaula en que no había sino una mercancía y dos enemigos (los dos contratantes), en que nacían y se descubrían siempre nuevas combinaciones y relaciones, animaba maravillosamente la vida. Él le contaba todos sus negocios y ella era tan educada, que nunca le daba consejos porque temía equivocarlo. Él sentía la necesidad de semejante asistencia muda y a veces corría a casa a monologar, convencido de que iba a pedir consejo a su mujer.

No fue una sorpresa para mí, cuando supe que él la engañaba, que ella lo sabía y no le guardaba rencor. Yo llevaba un año casado, cuando un día Giovanni, muy agitado, me contó que había extraviado una carta muy importante para él y quiso repasar los papeles que me había entregado con la esperanza de encontrarla entre ellos. Pero pocos días después, muy contento, me contó que la había encontrado en su cartera.

—¿Era de una mujer? —le pregunté yo, y él dijo que sí con la cabeza, al tiempo que se jactaba de su buena suerte. Después, un día en que me acusaban de haber perdido papeles, para defenderme, dije a mi mujer y a mi suegra que no podía tener la suerte de su padre, cuyas cartas volvían solas a su cartera. Mi suegra se echó a reír con tantas ganas, que no me cupo duda de que había sido precisamente ella quien la había vuelto a colocar en su sitio. Evidentemente, en su relación eso no tenía importancia. Cada cual ama a su manera y, en mi opinión, la suya no era la más estúpida.

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