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Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno (10 page)

BOOK: La conciencia de Zeno
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La señora me recibió con amabilidad. Se excuso de tener con ella a la pequeña Anna, pues era el cuarto de hora en que no se la podía dejar con los demás. La niña me miraba y me estudiaba con sus serios ojos. Cuando Augusta volvió y se sentó en un pequeño sofá situado enfrente de aquel en que estábamos la señora Malfenti y yo, la pequeña fue a tenderse sobre el regazo de su hermana, desde donde me observó todo el tiempo con una perseverancia que me divirtió hasta que supe los pensamientos que se agitaban en aquella cabecita.

La conversación no fue demasiado divertida al principio. La señora, como todas las personas bien educadas, era bastante aburrida en un primer encuentro. Incluso me hacía demasiadas preguntas sobre el amigo que, según fingían, me había introducido en aquella casa y cuyo nombre de pila ni siquiera recordaba yo.

Por fin entraron Ada y Alberta. Respiré: las dos eran bellas y trajeron a aquel salón la luz que hasta entonces había faltado. Las dos morenas, altas y esbeltas, pero muy diferentes una de otra. No era una elección difícil la que debía hacer. Alberta tenía entonces un poco más de diecisiete años. Como su madre, tenía —pese a ser morena— la piel rosada y transparente, lo que aumentaba la infantilidad de su aspecto. En cambio, Ada era ya una mujer con sus ojos serios en un rostro que de tan níveo era un poco azulado y su melena poblada y rizada, pero peinada con gracia y severidad.

Es difícil descubrir los orígenes apacibles de un sentimiento que después se volvió tan violento, pero estoy seguro de que me faltó el llamado
coup de foudre
por Ada. Sin embargo, fue sustituido por la convicción que tuve al instante de que esa mujer era la que necesitaba y la que debía conducirme a la salud moral y física mediante la sagrada monogamia. Cuando vuelvo a pensarlo, me sorprende que faltara ese flechazo y que, en cambio, hubiera esa convicción. Es sabido que nosotros, los hombres, no buscamos en la mujer las cualidades que adoramos y despreciamos en la amante. Así, pues, parece que yo no vi en seguida la gracia y toda la belleza de Ada y que, en cambio, quedé encantado admirando otras cualidades que yo le atribuí: seriedad e incluso energía; en resumen, las cualidades, un poco atenuadas, que yo apreciaba en su padre. En vista de que después creí (como sigo creyendo) que no me había equivocado y que Ada, de muchacha, poseía esas cualidades, puedo considerarme un buen observador, pero algo ciego. Esa primera vez, miré a Ada con un solo deseo: el de enamorarme de ella porque tenía que pasar por eso para casarme con ella. Pero me apresté a ello con esa energía que siempre dedico a mis prácticas higiénicas. No sé decir cuándo lo logré; tal vez en el espacio relativamente corto de aquella primera visita.

Giovanni debía de haber hablado mucho de mí a sus hijas. Sabían, entre otras cosas, que había pasado en mis estudios de la facultad de derecho a la de química para volver —¡por desgracia!— a la primera. Intenté explicar: era cierto que, cuando se encerraba uno en una facultad, la mayor parte de la ciencia quedaba cubierta por la ignorancia. Y decía:

—Si ahora no me amenazara la seriedad de la vida —y no dije que hacía poco que sentía tal seriedad: desde que había decidido casarme—, habría seguido pasando de facultad en facultad.

Después, para hacer gracia dije que era curioso que yo abandonara una facultad justo en víspera de los exámenes.

—Era una casualidad —decía con la sonrisa de quien quiere hacer creer que está diciendo una mentira. Pero, en realidad, era cierto que yo había cambiado de estudios en las diversas estaciones del año. Salí así a la conquista de Ada y seguí esforzándome por hacerla reír de mí y a mis espaldas olvidando que la había preferido por su seriedad. Yo soy un poco extraño, pero a ella debí parecerle de verdad desequilibrado. No toda la culpa es mía y se ve en que Augusta y Alberta, a las que yo no había preferido, me juzgaron de otro modo. Pero Ada, que precisamente entonces era tan seria como para girar a su alrededor los ojos en busca del hombre que admitiría en su nido, era incapaz de amar a la persona que la hacía reír. Reía y reía, demasiado incluso, y su rostro cubría de aspecto ridículo a la persona que había provocado su risa. La suya era una auténtica inferioridad y tenía que acabar perjudicándola, pero primero me perjudicó a mí. Si hubiera sabido callar a tiempo, tal vez las cosas habrían salido de otro modo. Al menos, le habría dejado tiempo para hablar, para revelárseme, y yo habría podido callar la boca.

Las cuatro muchachas estaban sentadas en el pequeño sofá, sobre el cual estaban apretadas, a pesar de que Anna estaba sentada sobre las rodillas de Augusta. Estaban bellas así, juntas. Lo comprobé con íntima satisfacción, al ver que me había internado por el camino de la admiración y el amor. ¡Bellas de verdad! El color desvaído de Augusta servía para dar relieve a las morenas cabelleras de las otras.

Yo había hablado de la Universidad y Alberta, que hacía el penúltimo curso del bachillerato, habló de sus estudios. Se lamentó de que el latín le resultaba muy difícil. Dije que no me sorprendía porque era una lengua que no convenía a las mujeres, hasta el punto de pensar que ya entre los antiguos romanos las mujeres hablaban italiano. En cambio —aseguré—, el latín había sido mi asignatura predilecta. Sin embargo, poco después cometí la imprudencia de citar una frase latina, que Alberta hubo de corregirme. ¡Una auténtica desgracia! Yo no le di importancia y advertí a Alberta que, cuando hubiera pasado ya por una decena de semestres en la Universidad, también ella debía procurar no citar frases latinas.

Ada, que recientemente había pasado unos meses en Inglaterra con su padre, contó que en ese país muchas jóvenes sabían latín. Después, con la misma voz seria, carente de la menor musicalidad, un poco más baja de lo que habría sido de esperar de su agradable personita, contó que en Inglaterra las mujeres eran muy diferentes de las de nuestro país. Se asociaban para fines benéficos, religiosos o incluso económicos. Las hermanas, que querían oír de nuevo las cosas que parecían maravillosas a muchachas de nuestra ciudad en aquella época, instaban a Ada a hablar. Y, para complacerlas, Ada habló de esas mujeres presidentes, periodistas, secretarias y propagandistas políticas que subían a la tribuna para hablar a centenares de personas sin ruborizarse ni confundirse, cuando las interrumpían o impugnaban sus argumentos. Lo contaba con sencillez, con poca viveza, sin intención alguna de provocar asombro ni risa.

Me gustaba su sencilla forma de hablar, a mí, que nada más abrir la boca, desfiguraba cosas o personas porque, si no, me habría parecido inútil hablar. Sin ser orador, tenía el vicio de la palabra. Ésta debía ser un acontecimiento por sí misma y, por eso, no debía estar al servicio de ningún otro suceso.

Pero yo sentía un odio especial hacia la pérfida Albión y lo manifesté sin temor de ofender a Ada, quien, por lo demás, no había manifestado ni odio ni amor por Inglaterra. Yo había pasado unos meses en ese país, pero no había conocido a ningún inglés de buena sociedad, ya que había extraviado en el viaje algunas cartas de presentación proporcionadas por hombres de negocios amigos de mi padre. Por eso, en Londres sólo había frecuentado a algunas familias francesas e italianas y había acabado pensando que todas las personas de bien en esa ciudad procedían del continente. Mi conocimiento del inglés era muy limitado. No obstante, con ayuda de los amigos pude entender un poco de la vida de esos isleños y sobre todo me enteré de su antipatía por todos los forasteros.

Describí a las muchachas la impresión poco agradable que me había producido la estancia entre enemigos. Sin embargo, habría resistido y soportado Inglaterra durante esos seis meses que mi padre y Olivi querían infligirme a fin de que estudiara el comercio inglés (con el que, por cierto, no me tropecé nunca, porque, al parecer, se hace en lugares recónditos), si no hubiera vivido una aventura desagradable. Había ido a una librería a buscar un diccionario. En esa tienda, sobre el mostrador, descansaba tumbado un enorme y magnífico gato de Angora al que daban ganas irresistibles de acariciar bajo su suave pelo. Pues bien: sólo porque lo acaricié con cariño, me atacó alevoso y me arañó con saña en las manos. Desde ese momento no pude soportar Inglaterra y el día siguiente me encontraba en París.

Augusta, Alberta y también la señora Malfenti se rieron con ganas. En cambio, Ada estaba asombrada y creía no haber entendido bien. ¿Es que había sido el propio librero quien me había ofendido y arañado? Tuve que repetirme, lo que es fastidioso, porque siempre repite uno mal.

Alberta, la sabia, quiso ayudarme:

—También los antiguos se dejaban guiar en sus decisiones por los movimientos de los animales.

No acepté la ayuda. El gato inglés no se había comportado como un oráculo; ¡había actuado como un destino!

Ada, con sus grandes ojos abiertos como platos, pidió más explicaciones:

—¿Y el gato representó para usted a todo el pueblo inglés?

¡Qué desdichado era! Aunque auténtica, esa aventura me había parecido instructiva e interesante, como si la hubiera inventado para un fin determinado. Para entenderla, ¿no bastaba con recordar que en Italia, donde conocía y amaba a tanta gente, la acción del gato no habría podido adquirir tanta importancia? Pero no dije esto, sino lo siguiente:

—Seguro que ningún italiano sería capaz de semejante acción.

Ada se rió durante un rato largo, larguísimo. Incluso me pareció demasiado grande mi éxito porque me eché a perder y eché a perder mi aventura con otras explicaciones más:

—El propio librero se sorprendió ante el gesto del gato, que con todos los demás se comportaba bien. La aventura me sucedió a mí tal vez por ser yo o tal vez por ser italiano.
It was really disgusting
y tuve que huir.

Entonces ocurrió algo que debería haberme advertido y salvado. La pequeña Anna, que hasta entonces había permanecido inmóvil observándome, expresó a voces el sentimiento de Ada. Gritó:

—¿De verdad está loco, loco de atar?

La señora Malfenti la amenazó:

—¿Quieres estar callada? ¿No te da vergüenza meterte en las conversaciones de los mayores?

La amenaza empeoró la situación. Anna gritó:

—¡Está loco! ¡Habla con los gatos! ¡Habría que buscar cuerdas rápido para atarlo!

Augusta, roja de enojo, se levantó y se la llevó, al tiempo que la reprendía y me pedía disculpas. Pero hasta en la puerta la pequeña víbora pudo mirarme fijo a los ojos, hacerme una mueca fea y gritarme:

—¡Verás como te atarán!

Me había visto atacado tan de improviso, que tardé en encontrar el modo de defenderme. Sin embargo, me sentí aliviado al advertir que también a Ada desagradaba ver dar expresión de ese modo a su propio sentimiento. La impertinencia de la pequeña nos aproximaba.

Conté riendo con ganas que en casa tenía un certificado con las pólizas de rigor que atestiguaba mi salud mental. Así se enteraron al mismo tiempo de la broma que había gastado a mi anciano padre. Me ofrecí a enseñar dicho certificado a la pequeña Annuccia.

Cuando hice ademán de marcharme, me lo impidieron. Querían que olvidara primero los arañazos que me había infligido ese otro gato. Me retuvieron y me ofrecieron una taza de té.

Es cierto que yo sentí vagamente y en seguida que para gustar a Ada debía ser un poco diferente de como era; pensé que me resultaría fácil volverme como ella me quería. Seguimos hablando de la muerte de mi padre y me pareció que, revelando el profundo dolor que aún sentía, la seria Ada podría sentirlo conmigo. Pero en seguida, en el esfuerzo por parecerme a ella, perdí mi naturaleza y, por eso —como pronto se vio—, me alejé de ella. Dije que el dolor ante semejante pérdida era tal, que si hubiera tenido hijos habría intentado procurar que me amaran menos para evitarles más adelante sufrir tanto por mi desaparición. Me sentí un poco violento, cuando me preguntaron cómo me comportaría para conseguirlo. ¿Maltratarlos y pegarlos? Alberta dijo riendo:

—El medio más seguro sería matarlos.

Yo veía que Ada estaba animada por el deseo de no desagradarme. Por eso, vacilaba; pero ninguno de sus esfuerzos podía hacerla vencer la vacilación. Después dijo que veía que yo pensaba organizar así la vida de mis hijos por bondad, pero que no le parecía justo vivir para prepararse a la muerte. Me empeciné y afirmé que la muerte era la auténtica organizadora de la vida. Yo siempre pensaba en la muerte y, por eso, sólo tenía un pesar: la certeza de tener que morir. Todas las demás cosas se volvían tan poco importantes, que sólo les dedicaba una sonrisa alegre o una carcajada también alegre. Me había dejado arrastrar a decir cosas que no eran del todo ciertas, sobre todo encontrándome con ella, ya parte tan importante de mi vida. En verdad, creo que le hablé así por deseo de hacerle saber que yo era hombre muy alegre. Muchas veces la alegría me había sido útil con las mujeres.

Pensativa y vacilante, me confesó que no le gustaba un estado de ánimo semejante. Al reducir el valor de la vida, se la volvía aún más insegura de lo que la madre naturaleza había dispuesto. La verdad es que me había dicho que no le convenía, pero, aun así, había conseguido hacerla vacilar y ponerla pensativa, y me parecía un éxito.

Alberta citó a un filósofo antiguo cuya interpretación de la vida se parecía a la mía y Augusta dijo que la risa era algo muy importante. También su padre la prodigaba.

—Porque le gustan los buenos negocios —dijo la señora Malfenti riendo.

Por fin, interrumpí aquella visita memorable.

No hay nada más difícil en este mundo que casarse como uno desea. Se ve por mi caso, en el que la decisión de casarme había precedido tanto a la elección de la novia. ¿Por qué no fui a ver a muchas jóvenes antes de escoger a una? ¡No! Parecía enteramente que no me agradara ver a muchas mujeres y que no quisiese casarme. Elegida la muchacha, podría examinarla un poco mejor y asegurarme al menos de que estaría dispuesta a venir a mi encuentro a la mitad del camino, como es habitual en las novelas de amor con final feliz. En cambio, elegí a la muchacha de la voz muy grave y de la melena un poco rebelde pero con peinado austero y pensé que, siendo tan seria, no rechazaría a un hombre inteligente, de buen ver, rico y de buena familia, como era yo. Ya en las primeras palabras que cambiamos sentí alguna disonancia, pero ésta es el camino para el unísono. Más aún, debo confesar que pensé: «Debe seguir siendo como es, porque así me gusta y seré yo quien cambie, si lo desea». En conjunto, yo era muy modesto, porque, desde luego, es más fácil cambiarse a sí mismo que reeducar a los demás.

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