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Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno (5 page)

BOOK: La conciencia de Zeno
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Mi padre sabía defender su tranquilidad como un auténtico
pater familiae
. La tenía en su casa y en su ánimo. Sólo leía libros insulsos y morales. No por hipocresía, sino por convicción: creo que sentía vivamente la verdad de esas prédicas morales y que le tranquilizaba la conciencia su sincera adhesión a la virtud. Ahora que envejezco y me acerco al tipo «patriarca», también yo siento que una inmoralidad predicada es más punible que una acción inmoral. Se llega al asesinato por amor o por odio; a la propaganda del asesinato, sólo por maldad.

Teníamos tan poco en común entre nosotros, que, según me confesó, una de las personas que más lo inquietaban de este mundo era yo. Mi deseo de salud me había impulsado a estudiar el cuerpo humano. En cambio, él había sabido eliminar de su recuerdo la menor idea relativa a esa máquina espantosa. Según él, el corazón no latía y no había necesidad de recordar válvulas, venas ni metabolismo para explicar cómo vivía su organismo. Nada de movimiento, porque la experiencia enseñaba que lo que se movía acababa deteniéndose. Hasta la tierra era inmóvil para él y estaba sólidamente fijada a sus cimientos. Por supuesto, nunca lo dijo, pero sufría si se le decía algo que no concordara con esa concepción. Un día que le estaba hablando de los antípodas me interrumpió enojado. La idea de esa gente con la cabeza hacia abajo le revolvía el estómago.

Me reprochaba dos cosas más: mi distracción y mi tendencia a reír de las cosas más serias. En materia de distracción, difería de mí porque anotaba en una libreta todo lo que quería recordar y la repasaba varias veces al día. Creía haber vencido así su enfermedad y ya no padecía por ella. Me impuso también a mí el remedio de la libreta, pero sólo registré en ella algún último cigarrillo.

En cuanto a mi desprecio por las cosas serias, creo que él tenía el defecto de considerar serias demasiadas cosas de este mundo. Veamos un ejemplo: cuando, tras haber pasado de los estudios de derecho a los de química, volví con su permiso a los primeros, me dijo bondadoso:

—Ahora bien, lo que queda claro es que estás loco.

Yo no me ofendí y le agradecí tanto su desconfianza, que quise premiarlo haciéndole reír. Fui a ver al doctor Canestrini para que me examinara y me diese un certificado. No fue fácil porque, para ello, tuve que someterme a muchos largos reconocimientos. Cuando conseguí el certificado, se lo llevé triunfal a mi padre, pero no le hizo gracia. En tono apesadumbrado y con lágrimas en los ojos, exclamó:

—¡Ah! ¡La verdad es que estás loco!

Y éste fue el premio por mi fatigosa e inofensiva comedia. Nunca me la perdonó y por eso nunca se rió con ella. ¿Ir a visitarse a un reconocimiento médico por broma? ¿Pedir la extensión de un certificado acompañado de pólizas? ¡Cosas de locos!

En resumen, a su lado yo representaba la fuerza y a veces pienso que sentí la desaparición de esa debilidad que me elevaba, como un empobrecimiento.

Recuerdo que su debilidad quedó demostrada cuando ese canalla de Olivi lo indujo a hacer testamento. A Olivi le urgía dicho testamento, que iba a colocar mis asuntos bajo su tutela y, según parece, el viejo no descansó durante mucho tiempo hasta que lo indujo a emprender tan penosa tarea. Por fin, mi padre se decidió, pero su ancha cara serena se ensombreció. Pensaba de continuo en la muerte, como si con ese acto hubiera tenido un contacto con ella.

Una noche me preguntó:

—¿Crees tú que con la muerte todo se acaba?

Yo pienso todos los días en el misterio de la muerte, pero aún no estaba en condiciones de darle las informaciones que pedía. Para darle satisfacción, fingí la fe más risueña en nuestro futuro.

—Yo creo que sobrevive el placer, porque ya no es necesario. La disolución podría recordar al placer sexual. Desde luego, irá acompañada de la sensación de felicidad y del descanso, dado que la recomposición es tan fatigosa. ¡La disolución debería ser el premio de la vida!

Metí la pata hasta dentro.

Me llevé un buen chasco. Estábamos aún en la mesa, tras la cena. Sin responder, se levantó de la silla, vació su vaso y dijo:

—No es éste el momento de filosofar, ¡sobre todo contigo!

Y salió. Lo seguí displicente y pensé en quedarme con él para distraerlo de pensamientos tristes. Me alejó diciendo que le recordaba la muerte y sus placeres.

No podía olvidar el testamento hasta no habérmelo comunicado. Se acordaba de él cada vez que me veía. Una noche explotó:

—Debo decirte que he hecho testamento.

Para distraerlo de su pesadilla, vencí al instante la sorpresa que me produjo su comunicación y le dije:

—Yo no tendré nunca esa preocupación, porque… ¡espero que todos mis herederos mueran antes que yo!

Mi risa ante una cosa tan seria lo inquietó al instante y volvió a sentir el deseo de castigarme. Así le resultó fácil contarme la mala pasada que me había hecho al ponerme bajo tutela de Olivi.

Debo decirlo: me porté muy bien; renuncié a poner objeción alguna, con tal de librarlo de ese pensamiento, que le hacía sufrir. Declaré que, fuera cual fuese su última voluntad, la aceptaría.

—Tal vez —añadí— sepa comportarme de un modo que te induzca a cambiar tu última voluntad.

Eso le gustó, porque, además, veía que yo le atribuía una vida larga, mejor dicho, larguísima. No, obstante, quiso que le jurara incluso que, si él no disponía otra cosa, yo no intentaría nunca reducir las atribuciones de Olivi. Lo juré, en vista de que no quiso contentarse con mi palabra de honor. Fui tan bueno entonces, que, cuando me tortura el remordimiento de no haberlo amado bastante antes de que muriera, siempre vuelvo a evocar esa escena. Para ser sincero, debo decir que la resignación ante sus disposiciones me resultó fácil porque en aquella época la idea de verme obligado a no trabajar no me desagradaba.

Un año, más o menos, antes de su muerte, supe intervenir por una vez con bastante energía en favor de su salud. Me había confiado que no se encontraba bien y yo lo obligué a ir a un médico, a cuya consulta lo acompañé incluso. Le recetó unas medicinas y nos dijo que volviéramos a verlo unas semanas después. Pero mi padre no quiso hacerlo: declaró que odiaba a los médicos tanto como a los sepultureros y ni siquiera tomó las medicinas prescritas, porque también éstas le recordaban a los médicos y los sepultureros. Estuvo un par de horas sin fumar y dejó de beber vino en una sola comida. Se sintió muy bien, cuando pudo librarse de la cura, y yo, al verlo más alegre, no volví a pensar en ello.

Después lo vi a veces triste. Pero me habría asombrado verlo alegre, estando como estaba viejo y solo.

Una noche de fines de marzo llegué a casa un poco más tarde que de costumbre. No había pasado nada: había caído en manos de un amigo docto que había querido confiarme algunas ideas suyas sobre los orígenes del cristianismo. Era la primera vez que me hacían pensar en esos orígenes, y, sin embargo, resistí la larga conferencia para complacer a mi amigo. Lloviznaba y hacía frío. Todo estaba desagradable y sombrío, incluidos los griegos y los hebreos de que hablaba mi amigo, pero resistí aquel sufrimiento por dos buenas horas. ¡Mi debilidad habitual! Apuesto a que aún hoy soy tan incapaz de resistencia, que si alguien se lo propusiera en serio, podría inducirme a estudiar astronomía por un tiempo.

Entré en el jardín que rodea nuestra villa. Se llegaba a ella por una corta calzada. Maria, nuestra camarera, me esperaba a la ventana y, al oír que me acercaba, gritó en la obscuridad:

—¿Es usted, señor Zeno?

Maria era una de esas criadas que ya no se encuentran. Hacía unos quince años que trabajaba con nosotros. Ingresaba cada mes en la Caja de Ahorros una parte de su paga para su vejez, ahorros que, sin embargo, no le sirvieron porque murió en nuestra casa, sin dejar de trabajar, poco después de mi matrimonio.

Me contó que mi padre había vuelto a casa hacía unas horas, pero que no había querido cenar hasta que yo llegara. Cuando ella había insistido para que cenara, la había mandado con viento fresco. Después había preguntado por mí varias veces, inquieto y ansioso. Maria me dio a entender que pensaba que mi padre no se encontraba bien. Le atribuía dificultad de palabra y respiración entrecortada. Debo decir que, por encontrarse siempre sola con él, con frecuencia se le metía en la cabeza la idea de que estaba enfermo. Tenía pocas cosas que observar, la pobre mujer, en la casa solitaria y —tras la experiencia que había tenido con mi madre— esperaba ver morir a todos antes que ella.

Corrí al comedor con cierta curiosidad y aún no preocupado. Mi padre se levantó al instante del sofá en que estaba tumbado y me recibió con gran alegría, que no pudo conmoverme porque me pareció ver en ella ante todo una expresión de reproche. Pero de momento bastó para tranquilizarme porque la alegría me pareció señal de salud.

No descubrí rastro alguno de ese balbuceo y respiración entrecortada de que había hablado Maria. Pero, en lugar de hacerme reproches, se excusó por haberse mostrado testarudo.

—¿Qué quieres? —me dijo bondadoso—. Estamos los dos solos en este mundo y quería verte antes de acostarme.

¡Ojalá me hubiera comportado con sencillez y hubiese estrechado entre los brazos a mi querido papá que por enfermedad se había vuelto tan afable y afectuoso! En cambio, me puse a hacer un diagnóstico frío: ¿tanto se había ablandado el viejo Silva? ¿Estaría enfermo? Lo miré con desconfianza y no se me ocurrió otra cosa mejor que hacerle un reproche:

—Pero ¿por qué has esperado hasta ahora para cenar? Podías cenar, ¡y después esperarme!

Se rió como un joven:

—Se come mejor acompañado.

Esa alegría podía ser también señal de buen apetito: me tranquilicé y me puse a cenar. Con sus zapatillas de andar por casa y paso inseguro, se acercó a la mesa y ocupó su sitio habitual. Después se puso a mirarme comer; en cambio, él, tras un par de cucharadas escasas, no comió nada más e incluso apartó de sí el plato, que le repugnaba. Pero en su anciano rostro seguía dibujada la sonrisa. Sólo recuerdo, como si se tratara de algo ocurrido ayer, que un par de veces que lo miré a los ojos apartó su mirada de la mía. Se dice que eso es señal de falsedad, pero ahora yo sé que es señal de enfermedad. El animal enfermo no deja mirar en los agujeros por los que podría percibirse la enfermedad, la debilidad.

Seguía esperando que le contase cómo había empleado las largas horas en que me había esperado. Y, al ver que le interesaba tanto, dejé de comer por un instante y le dije, muy seco, que había estado hablando a esas horas de los orígenes del cristianismo.

Me miró dubitativo y perplejo.

—¿También tú piensas ahora en la religión?

Era evidente que le habría dado un gran consuelo, si hubiera aceptado pensar en ella con él. En cambio, yo, que mientras mi padre estaba vivo me sentía combativo (y después ya no), respondí con una de esas frases habituales que se oyen todos los días en los cafés situados cerca de la Universidad:

—Para mí la religión no es sino un fenómeno cualquiera que hay que estudiar.

—¿Fenómeno? —dijo, desconcertado. Buscó una respuesta rápida y abrió la boca para darla. Después vaciló y miró el segundo plato, que justo entonces le ofreció Maria y que no tocó. Después, para mejor taparse la boca, se metió en ella un trozo de puro que encendió y dejó apagarse al instante. Se había concedido así una pausa para reflexionar tranquilo. Por un instante me miró decidido:

—¿No pretenderás reírte de la religión?

Yo, como el perfecto estudiante gandul que siempre he sido, respondí con la boca llena:

—¡De reír, nada! ¡Yo estudio!

Se calló y miró largo rato el trozo de puro que había dejado sobre un plato. Ahora comprendo poiqué me había dicho eso. Ahora comprendo todo lo que pasó por aquella mente ya nublada, y me sorprende no haber comprendido nada. Creo que entonces faltaba en mi ánimo el afecto que hace entender tantas cosas. ¡Después me fue tan fácil! El eludía afrontar mi escepticismo: una lucha demasiado difícil en aquel momento; pero creía poder atacarlo suavemente de flanco, como correspondía a un enfermo. Recuerdo que, cuando habló tenía la respiración entrecortada y balbuceaba. Es muy fatigoso prepararse para un combate. Pero pensaba que no se resignaría a acostarse sin poner los puntos sobre las íes y me preparé para una discusión que luego no se produjo.

—Yo —dijo, sin dejar de mirar su trozo de puro, ya apagado, siento que mi experiencia y mi conocimiento de la vida son grandes. No se viven en vano tantos años. Sé muchas cosas y, por desgracia, no sé enseñártelas todas como me gustaría. ¡Oh, cuánto me gustaría! Veo dentro de las cosas, y hasta veo lo que es justo y también lo que no lo es.

No era posible la discusión. Poco convencido y sin dejar de comer, farfullé:

—Sí, papá.

No quise ofenderlo.

—Lástima que hayas venido tan tarde. Antes estaba menos cansado y habría podido decirte muchas cosas.

Pensé que quería fastidiarme por haber llegado tarde y le propuse dejar esa discusión para el día siguiente.

—No es una discusión —respondió ido—, sino algo muy distinto. Algo que no se puede discutir y que sabrás tú también cuando te lo haya dicho. Pero ¡es difícil decirlo!

Entonces me asaltó una duda:

—¿No te encuentras bien?

—No puedo decir que me encuentre mal, pero estoy muy cansado y me voy a ir a dormir en seguida.

Tocó la campanilla y al mismo tiempo llamó a Maria. Cuando ésta llegó, él le preguntó si todo estaba listo en su habitación. Luego se puso en marcha al instante arrastrando las zapatillas. Al llegar junto a mí, inclinó la cabeza para ofrecer la mejilla a mi beso de todas las noches.

Al verlo moverse tan inseguro, sospeché de nuevo que se encontraba mal y se lo pregunté. Repetimos los dos varias veces las mismas palabras y me confirmó que estaba cansado, pero no enfermo. Después añadió:

—Ahora voy a pensar en las palabras que te diré mañana. Verás cómo te convencerán.

—Papá —dije, conmovido—, te escucharé con gusto.

Al verme tan dispuesto a someterme a su experiencia, vaciló a la hora de dejarme: ¡había que aprovechar un momento tan favorable! Se pasó la mano por la frente, se sentó en la silla sobre la que se había apoyado para presentarme la mejilla al beso. Jadeaba ligeramente.

—¡Es curioso! —dijo—. No sé qué decirte, la verdad.

Miró a su alrededor como si buscara fuera lo que no lograba aferrar en su interior.

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