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Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno (2 page)

BOOK: La conciencia de Zeno
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—A mí no me importa haber perdido, porque yo sólo fumo lo que necesito.

Recuerdo esas palabras sanas y no la carita, sana también, desde luego, que debía de estar vuelta hacia mí en ese momento.

Pero entonces yo no sabía si me gustaba o detestaba el cigarrillo y su sabor y el estado en que me ponía la nicotina.

Cuando supe que detestaba todo eso, fue peor. Y lo supe a los veinte años más o menos. Entonces padecí durante unas semanas un violento dolor de garganta, acompañado de fiebre. El doctor me ordenó guardar cama y la abstención absoluta de fumar. Recuerdo esa palabra: ¡
absoluta
! Me hirió y la fiebre le dio color: un gran vacío y nada con qué resistir la enorme tensión que en seguida se produce en torno a un vacío.

Cuando el doctor me dejó, mi padre (mi madre había muerto hacía muchos años), con el puro en la boca y todo, se quedó un poco a hacerme compañía. Al marcharse, después de haberme pasado con suavidad la mano por la frente, que abrasaba, me dijo:

—¡No fumes, eh!

Fui presa de una inquietud enorme. Pensé: «Puesto que me hace daño, no volveré a fumar nunca, pero antes quiero hacerlo por última vez». Encendí un cigarrillo y al instante me sentí liberado de la inquietud, pese a que la fiebre había aumentado y a cada calada sentía en las amígdalas la misma quemazón, como si me las hubieran tocado con un tizón ardiendo. Acabé todo el cigarrillo con el esmero con que se cumple un voto. Y, sin dejar de sufrir horriblemente, me fumé muchos otros durante la enfermedad. Mi padre iba y venía con el puro en la boca y me decía:

—¡Muy bien! ¡Unos días más de abstenerte de fumar y estarás curado!

Bastaba esa frase para hacerme desear que se fuera pronto, pero pronto, para poder lanzarme sobre un cigarrillo. Incluso fingía dormir para inducirlo a alejarse antes.

Aquella enfermedad me ocasionó el segundo de mis tormentos: el esfuerzo por liberarme del primero. Mis días acabaron llenos de cigarrillos y de propósitos de no volver a fumar y —me apresuro a reconocerlo todo— de vez en cuando siguen siendo los mismos. La ronda de los últimos cigarrillos, formada a los veinte años, sigue en movimiento. El propósito es menos enérgico y mi debilidad encuentra mayor indulgencia en mi viejo ánimo. En la vejez se sonríe uno al pensar en la vida y en todo lo que encierra. Es más: puedo decir que, desde hace un tiempo, fumo muchos cigarrillos… que no son los últimos.

En la portada de un diccionario, encuentro esta anotación hecha con bella caligrafía y algunos adornos:

«Hoy, 2 de febrero de 1886, paso de los estudios de derecho a los de química. ¡Ultimo cigarrillo!».

Era un último cigarrillo muy importante. Recuerdo todas las esperanzas que lo acompañaron. Me había enfurecido el derecho canónico, que me parecía tan alejado de la vida, y corría hacia la ciencia, que es la vida misma, aunque reducida a un matraz. Aquel último cigarrillo significaba precisamente el deseo de actividad (incluso manual) y de pensamiento sereno, sobrio y sólido.

Para escapar a la cadena de las combinaciones del carbono, en que no creía, volví al derecho. ¡Por desgracia! Fue un error y también lo señalé con un último cigarrillo, cuya fecha encuentro apuntada en un libro. También aquélla fue importante y me resignaba a volver a esas complicaciones del mío, el tuyo y el suyo con los mejores propósitos, con lo que soltaba por fin las cadenas del carbono. Había demostrado ser poco apto para la química, entre otras cosas por falta de habilidad manual. ¿Cómo iba a tenerla, si seguía fumando como un turco?

Ahora que estoy aquí, analizándome, me asalta una duda: ¿me habrá gustado tanto el cigarrillo, tal vez, como para achacarle la culpa de mi incapacidad? ¿Habría llegado a ser el hombre ideal y fuerte que esperaba, si hubiese dejado de fumar? Tal vez fuera esa duda la que me encadenó a mi vicio, porque eso de creerse dotado de una grandeza latente es una forma cómoda de vivir. Lancé esa hipótesis para explicar mi debilidad juvenil, pero sin convicción firme. Ahora que soy viejo y nadie me exige nada, sigo pasando del cigarrillo al propósito y del propósito al cigarrillo. ¿Qué significan hoy esos propósitos? ¿Acaso me gustaría, como a ese viejo higienista descrito por Goldoni, morir sano tras haber vivido enfermo toda la vida?

Una vez, siendo estudiante, cuando cambié de habitación, tuve que pagar un nuevo tapizado de las paredes porque las había cubierto de fechas. Probablemente abandoné esa habitación porque se había convertido en el cementerio de mis buenos propósitos y no creía posible concebir otros en ese lugar.

Creo que el cigarrillo tiene un gusto más intenso, cuando es el último. También los otros tienen un gusto especial propio, pero menos intenso. El último recibe su sabor del sentimiento de la victoria sobre uno mismo y de la esperanza de un próximo futuro de fuerza y de salud. Los otros tienen su importancia, porque, al encenderlos, manifiestas tu libertad y el futuro de fuerza y de salud subsiste, pero se aleja un poco.

Las fechas sobre las paredes de mi habitación estaban escritas con los colores más diversos e incluso al óleo. El propósito, renovado con la fe más ingenua, encontraba expresión adecuada en la fuerza del color que debía hacer palidecer el dedicado al propósito anterior. Prefería algunas fechas por la concordancia de las cifras. Del siglo pasado recuerdo una fecha que me pareció debía sellar para siempre el ataúd en que quería encerrar mi vicio: «Noveno día del noveno mes de 1899». Significativa, ¿verdad? El nuevo siglo me aportó fechas igualmente musicales: «Primer día del primer mes de 1901». Aún hoy me parece que, si pudiera repetirse esa fecha, sabría empezar una nueva vida.

Pero en el calendario no faltan las fechas y con un poco de imaginación cualquiera de ellas podría adaptarse a un buen propósito. Recuerdo, porque me pareció que encerraba un imperativo categórico al máximo: «Tercer día del sexto mes de 1912, a las 24 horas». Suena como si cada cifra duplicara la apuesta.

El año 1913 me produjo un momento de vacilación. Faltaba el décimo tercer mes para concordarlo con el año. Pero no debe creerse que hagan falta tantas concordancias en una fecha para dar relieve a un último cigarrillo. Muchas fechas que encuentro apuntadas en libros o cuadros preferidos destacan por su deformidad. Por ejemplo: ¡el tercer día del segundo mes de 1905, a las seis horas! Pensándolo bien, tiene su ritmo, porque cada cifra niega la anterior. Muchos acontecimientos —mejor dicho: todos—, desde la muerte de Pío IX al nacimiento de mi hijo, me parecieron dignos de ser celebrados con el firme propósito habitual. En mi familia todos se asombran de mi memoria para nuestros aniversarios alegres y tristes, ¡y me creen tan bueno!

Para reducir su apariencia grosera, intenté dar un contenido filosófico a la enfermedad del último cigarrillo. Se dice con hermosa actitud: «¡nunca más!». Pero ¿qué será de la actitud, si se cumple la promesa? Sólo se puede tener la actitud, cuando hay que renovar el propósito. Y, además, el tiempo, para mí, no es esa cosa inimaginable que no se detiene. En mi caso, sólo en mi caso, vuelve.

La enfermedad es una convicción y yo nací con ella. De la de mis veinte años no recordaría gran cosa, si no la hubiera descrito entonces a un médico. Es curioso cómo se recuerdan mejor las palabras dichas que los sentimientos que no llegan a agitar el aire.

Había ido a ese médico porque me habían dicho que curaba las enfermedades nerviosas con la electricidad. Pensé que podría conseguir de la electricidad la fuerza necesaria para dejar de fumar.

El doctor tenía una gran panza y su respiración asmática acompañaba al golpeteo de la máquina eléctrica puesta en marcha en seguida, a la primera visita, que me desilusionó, porque había esperado que el doctor, al estudiarme, descubriese el veneno que me contaminaba la sangre. En cambio, declaró que me veía de constitución sana y, como me había quejado de digerir y dormir mal, supuso que mi estómago carecía de ácidos y que mis movimientos peristálticos (dijo esta palabra tantas veces, que no la he vuelto a olvidar) eran poco intensos. Incluso me dio a beber un ácido que me destrozó, porque desde entonces sufro de exceso de acidez.

Cuando comprendí que por sí solo no llegaría nunca a descubrir la nicotina en mi sangre, quise ayudarlo y expresé la sospecha de que mi indisposición debiera atribuirse a aquélla. Se encogió de hombros con fatiga:

—Movimientos peristálticos… ácido… ¡la nicotina no tiene nada que ver!

Fueron setenta las aplicaciones eléctricas y habrían continuado, si yo no hubiera considerado que ya había recibido bastante. Más que esperar milagros, corría a aquellas sesiones con la esperanza de convencer al doctor de que me prohibiera fumar. ¡Quién sabe cómo habrían ido las cosas, si mis propósitos se hubiesen visto reforzados por una prohibición del médico!

Y ésta fue la descripción de mi enfermedad que di al médico: «No puedo estudiar e incluso las raras veces que me voy a la cama temprano, permanezco insomne hasta los primeros toques de campanas. Por eso vacilo entre el derecho y la química, porque esas dos ciencias exigen un trabajo que comience a una hora fija, mientras que yo no sé nunca cuándo podré haberme levantado».

—La electricidad cura cualquier insomnio —sentenció el Esculapio con los ojos siempre dirigidos al reloj en lugar de al paciente.

Llegué a hablar con él como si hubiera podido entender el psicoanálisis, al que, tímidamente, me anticipé. Le conté mis aventuras con las mujeres. Una no me bastaba y muchas tampoco. ¡Las deseaba todas! Por la calle mi agitación era enorme: a medida que pasaban, eran mías. Las miraba con insolencia por necesidad de sentirme brutal. Las desnudaba con el pensamiento y sólo les dejaba los borceguíes, las abrazaba y no las soltaba hasta estar seguro de conocerlas a todas.

¡Sinceridad y aliento desperdiciados! El doctor jadeaba:

—Espero que las aplicaciones eléctricas no lo curen de esa enfermedad. ¡Sólo faltaría eso! Yo no volvería a tocar un Rumkorff, si temiera esos efectos.

Me contó una anécdota que le parecía divertidísima. Un enfermo de la misma afección que yo había ido a rogar a un médico célebre que lo curara y el médico, tras lograrlo perfectamente, tuvo que emigrar porque, si no, el otro lo habría matado.

—Mi excitación no es buena —gritaba yo—. ¡Procede del veneno que me enciende las venas!

El doctor murmuraba con aspecto acongojado:

—Nadie está nunca contento de su suerte.

Y, para convencerlo, hice lo que él no quiso hacer y estudié mi enfermedad, detallando todos sus síntomas:

—¡Mi distracción! También eso me impide estudiar. Estaba preparándome en Graz para el primer examen de Estado y había anotado todos los textos que necesitaba hasta el último examen. Resultó que, pocos días antes del examen, me di cuenta de haber estudiado cosas que no necesitaba hasta unos años después. Por eso tuve que aplazar el examen. Es cierto que ni siquiera ésas las había estudiado a fondo a causa de una muchacha vecina que, por lo demás, sólo me concedía una coquetería descarada. Cuando se asomaba a la ventana, yo ya no veía mi libro. ¿No es un imbécil quien se dedica a semejante actividad? Recuerdo la carita blanca de la muchacha en la ventana: ovalada, rodeada de rizos sueltos y pelirrojos. La miraba y soñaba con apretar aquella blancura y aquel amarillo rojizo contra mi almohada.

Esculapio murmuró:

—Tras la coquetería siempre hay algo bueno. A mi edad ya no coquetearía usted.

Hoy sé con certeza que él no sabía absolutamente nada sobre el coqueteo. Tengo cincuenta y siete años y estoy seguro de que, si no dejo de fumar o si el psicoanálisis no me cura, mi última mirada desde mi lecho de muerte será la expresión de mi deseo por mi enfermera, si no es mi mujer o si ésta ha permitido que aquélla sea hermosa.

Fui sincero como en la confesión: a mí la mujer no me gustaba entera, sino… ¡por partes! De todas me gustaban los piececitos, si iban bien calzados; de muchas, el cuello delgado, o incluso robusto, y el seno, si era ligero. Y continuaba la enumeración de las partes anatómicas femeninas, pero el doctor me interrumpió:

—Esas partes constituyen la mujer entera.

Entonces hice una declaración importante:

—El amor sano es el que se siente por una mujer sola y entera, incluidos su carácter y su inteligencia.

Desde luego, hasta entonces no había conocido semejante amor y, cuando lo experimenté, tampoco me dio la salud, pero es importante para mí recordar que localicé la enfermedad donde un docto veía la salud y que mi diagnóstico resultara exacto más adelante. En la persona de un amigo médico encontré quien mejor me entendiera a mí y mi enfermedad. No me sirvió de mucho, pero en mi vida fue una nota nueva, que aún resuena.

Mi amigo era un rico caballero que embellecía sus ocios con estudios y trabajos literarios. Hablaba mucho mejor que escribía, y, por esa razón, el mundo no pudo saber lo buen literato que era. Era grueso y, cuando lo conocí, estaba haciendo con gran energía una cura para adelgazar. En pocos días había obtenido resultados excelentes, hasta el punto de que por la calle todos se le acercaban con esperanza de poder sentir mejor su salud junto a un enfermo como él. Yo lo envidiaba porque sabía hacer lo que quería y me pegué a él mientras duró la cura. Me permitía tocarle la panza que cada día disminuía, y yo, malévolo por envidia, le decía con la intención de debilitar su propósito:

—Pero, cuando haya acabado la cura, ¿qué hará usted con toda esta piel?

Con mucha calma, que volvía cómico su rostro demacrado, respondió:

—Dentro de dos días empezará la cura de los masajes.

Su cura había sido preparada con todo detalle y yo estaba seguro de que sería puntual todos los días.

Me inspiró una gran confianza y le describí mi enfermedad. También recuerdo esa descripción. Le expliqué que me parecía más fácil no comer tres veces al día que no fumar los innumerables cigarrillos con respecto a los cuales habría sido necesario adoptar la misma resolución penosa a cada instante. Con semejante resolución en la cabeza no hay tiempo para hacer ninguna otra cosa, porque sólo Julio César sabía hacer varias cosas en el mismo instante. Bien está que nadie me pida trabajar mientras viva mi administrador, Olivi, pero ¿cómo es posible que una persona como yo no sepa hacer otra cosa en este mundo que soñar o rascar el violín, para el que no tengo la menor aptitud?

El obeso enflaquecido no se apresuró a responder. Era un hombre metódico y primero reflexionó un buen rato. Después, con tono doctoral muy adecuado, dada su gran superioridad en la materia, me explicó que mi auténtica enfermedad era el propósito y no el cigarrillo. Debía intentar dejar el vicio sin proponérmelo. Según él, con el paso de los años habían ido formándose en mí dos personas, una de las cuales mandaba y la otra no era sino un esclavo, que, en cuanto disminuía la vigilancia, contravenía a la voluntad del amo por amor a la libertad. Por eso había que concederle la libertad absoluta y al mismo tiempo debía afrontar mi vicio como si fuera nuevo y no lo hubiese conocido nunca. No había que combatirlo, sino dejarlo de lado y en cierto modo olvidar abandonarse a él volviéndole la espalda con indiferencia, como a una compañía a la que se considera indigna de uno. Sencillo, ¿verdad?

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