Read La conciencia de Zeno Online

Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno (3 page)

BOOK: La conciencia de Zeno
5.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

En efecto, me pareció cosa sencilla. Ahora bien, tras haber conseguido con gran esfuerzo eliminar de mi ánimo propósito alguno, logré no fumar por varias horas, pero, cuando la boca estuvo limpia, sentí un sabor inocente como el que debe sentir el recién nacido y me vino el deseo de un cigarrillo y, cuando lo fumé, sentí remordimiento, por lo que renové el propósito que había querido eliminar. Era un camino más largo, pero se llegaba a la misma meta.

Un día el canalla de Olivi me dio una idea: fortificar mi propósito con una apuesta.

Creo que Olivi ha tenido siempre el mismo aspecto que ahora. Siempre lo he visto así, un poco encorvado, pero robusto, y siempre me ha parecido viejo, como viejo lo veo ahora que tiene ochenta años. Ha trabajado y trabaja para mí, pero yo no lo aprecio, porque pienso que me ha impedido realizar el trabajo que hace él.

¡Apostamos! El primero que fumara pagaría y después los dos recuperaríamos la libertad. Así, el administrador, que me habían impuesto para impedir que yo malgastase la herencia de mi padre, ¡intentaba disminuir la de mi madre, administrada por mí libremente!

La apuesta resultó desastrosa. Había dejado de ser amo y esclavo alternativamente y ya sólo era esclavo… ¡y de aquel Olivi al que no apreciaba! Fumé al instante. Después pensé en engañarlo fumando a escondidas. Pero entonces, ¿por qué haber apostado? Entonces me apresuré a buscar una fecha que estuviera en relación interesante con la de la apuesta para fumar un último cigarrillo, que así, en cierto modo, podía figurarme registrado por el propio Olivi. Pero la rebelión continuaba y a fuerza de fumar llegaba a jadear. Para liberarme de ese peso fui a ver a Olivi y me confesé.

El viejo cogió el dinero sonriendo y, al instante, sacó del bolsillo un enorme puro que encendió y fumó con gran voluptuosidad. En ningún momento tuve la sospecha de que hubiera hecho trampa. Se comprende que los demás no son como yo.

Hacía poco que mi hijo había cumplido los tres años, cuando mi mujer tuvo una buena idea. Me aconsejó, para quitarme el vicio, que me encerrara por un tiempo en una casa de salud. Acepté al instante, ante todo porque quería que, cuando mi hijo llegara a la edad de poder juzgarme, me encontrase equilibrado y sereno, y, además, por la razón más urgente de que Olivi no se encontraba bien y amenazaba con abandonarme, con lo que podría verme obligado a ocupar su puesto de un momento a otro y me consideraba poco apto para una gran actividad con toda esa nicotina en el cuerpo.

Primero habíamos pensado en ir a Suiza, el país clásico de las casas de salud, pero después nos enteramos de que en Trieste había cierto doctor Muli, que había abierto un establecimiento. Encargué a mi mujer que fuera a verlo, y él le ofreció poner a mi disposición un pisito cerrado, en el que estaría vigilado por una enfermera, con la colaboración de otras personas. Al contármelo, mi mujer tan pronto sonreía como se reía a carcajadas. La divertía la idea de hacerme encerrar y yo también me reía con ganas. Era la primera vez que se asociaba conmigo en mis intentos de curarme. Hasta entonces nunca había tomado en serio mi enfermedad y decía que el tabaco no era sino un modo un poco extraño, y no demasiado aburrido, de vivir. Me parece que la había sorprendido agradablemente, después de casarnos, no oírme nunca añorar mi libertad, ocupado como estaba lamentando otras cosas.

Fuimos a la casa de salud el día que Olivi me dijo que en ningún caso seguiría trabajando para mí al cabo de un mes. En casa preparamos algunas mudas en un baúl y, al llegar la noche, fuimos a ver al doctor Muli.

Nos recibió en persona a la puerta. Entonces el doctor Muli era un joven apuesto. Era pleno verano y él, pequeño, nervioso, con rostro bronceado por el sol en el que brillaban aún mejor sus vivaces ojos negros, era la imagen de la elegancia, con su vestido blanco desde el fino cuello hasta los zapatos. Despertó mi admiración, pero, evidentemente, también yo era objeto de la suya.

Un poco violento, comprendiendo la razón de su admiración, le dije:

—Ya veo que usted no cree ni en la necesidad de la cura ni en la seriedad con que yo me dispongo a seguirla.

Con una ligera sonrisa, que, sin embargo, me hirió, el doctor respondió:

—¿Por qué? Tal vez sea cierto que el cigarrillo es más peligroso para usted de lo que los médicos creemos. Sólo que no comprendo por qué, en lugar de dejar
ex abrupto
de fumar, no ha decidido disminuir el número de cigarrillos que fuma. Se puede fumar, pero no hay que exagerar.

La verdad es que, a fuerza de querer dejar de fumar del todo, no había pensado nunca en la eventualidad de fumar menos. Pero, dado en ese momento, ese consejo tenía por fuerza que debilitar mi propósito. Dije resuelto:

—Puesto que está decidido, deje que intente esta cura.

—¿Intentar? —y el doctor se rió con aire de superioridad—. Una vez que se ha prestado a ella, la cura debe dar resultado. A no ser que quiera usar su fuerza muscular con la pobre Giovanna, no podrá salir de aquí. Las formalidades para sacarlo durarían tanto, que en ese tiempo olvidaría usted su vicio.

Nos encontrábamos en el piso que me habían destinado, al que habíamos llegado volviendo a la planta baja, tras haber subido al segundo piso.

—¿Ve? Esa puerta atrancada impide la comunicación con la otra parte de la planta baja, donde se encuentra la salida. Ni siquiera Giovanna tiene las llaves. Ella misma, para salir afuera, debe subir al segundo piso y es la única que tiene la llave de esa puerta que se ha abierto para nosotros en ese rellano. Por lo demás, en el segundo piso siempre hay vigilancia. No está mal, ¿verdad?, tratándose de una casa de salud destinada a niños y parturientas.

Y se echó a reír, tal vez ante la idea de haberme encerrado entre niños.

Llamó a Giovanna y me la presentó. Era una mujercita baja, de una edad que no se podía precisar y que podía variar entre cuarenta y sesenta años. Tenía unos ojillos de una luz intensa bajo cabellos muy grises. El doctor le dijo:

—Este es el señor con el que tiene que estar lista para darse de puñetazos.

La mujer me miró con detenimiento, se puso muy colorada y gritó con voz chillona:

—Yo cumpliré con mi deber, pero, desde luego, no puedo luchar con usted. Si me amenaza, llamaré al enfermero, que es un hombre fuerte, y, si no viene pronto, le dejaré irse donde quiera, porque des de luego, ¡yo no quiero arriesgar la piel!

Después me enteré de que el doctor le había confiado ese encargo con la promesa de una compensación bastante espléndida, y eso había contribuido a espantarla! Entonces sus palabras me enojaron. ¡En bonita posición me había metido voluntariamente!

—¡Qué piel ni qué niño muerto! —grité—. ¿Quién va a tocarle la piel? —Me volví hacia el doctor—. ¡Me gustaría que avisaran a esa mujer que no me fastidie! He traído conmigo algunos libros y me gustaría que me dejaran en paz.

El doctor intervino con algunas palabras de advertencia para Giovanna. Para disculparse, ésta siguió atacándome:

—Tengo dos hijas pequeñas y debo vivir.

—Yo no me dignaría matarla —respondí con acento que, desde luego, no podía tranquilizar a la pobrecilla.

El doctor la alejó encargándole que fuera a buscar no sé qué al piso superior y, para tranquilizarme, me propuso poner a otra persona en su puesto, y añadió:

—No es mala mujer y cuando le haya ordenado que sea más discreta no le dará ningún otro motivo de queja.

Deseando demostrar que no atribuía la menor importancia a la persona encargada de vigilarme, me declaré de acuerdo en soportarla. Sentí la necesidad de sosegarme, saqué del bolsillo el último cigarrillo y lo fumé con avidez. Expliqué al doctor que sólo había llevado conmigo dos y que quería dejar de fumar a medianoche en punto.

Mi mujer se despidió de mí al mismo tiempo que el doctor. Me dijo sonriendo:

—Puesto que lo has decidido así, sé fuerte. Su sonrisa, que me gustaba tanto, me pareció una mofa y en ese preciso instante germinó en mí un sentimiento nuevo que iba a hacer fracasar en seguida y lamentablemente un intento emprendido con tanta seriedad. Al instante, me sentí mal, pero hasta quedarme solo no supe que era lo que me hacía sufrir. Unos insensatos y amargos celos del joven doctor. ¡Él apuesto y libre! Lo llamaban la Venus de los médicos. ¿Por qué no habría de amarlo mi mujer? Al seguirla, cuando se habían ido, él le había mirado los pies calzados con elegancia. Era la primera vez que sentía celos, desde que me había casado. ¡Qué tristeza! ¡Cuadraba, la verdad, con mi abyecto estado de prisionero! ¡Luché! La sonrisa de mi mujer era su sonrisa habitual y no una burla por haberme eliminado de la casa. Desde luego, había sido ella la que me había hecho encerrar, aun no concediendo la menor importancia a mi vicio; pero seguro que lo había hecho para complacerme. Y, además, ¿no recordaba que no era tan fácil enamorarse de mi mujer? Si el doctor le había mirado los pies, seguro que lo había hecho para ver qué botas debía comprar a su amante. Pero me fumé al instante el último cigarrillo; y no era medianoche, sino las once, hora inadecuada para un último cigarrillo.

Abrí un libro. Leía sin entender e incluso tenía visiones. La página en que tenía clavada la mirada se cubría con la fotografía del doctor Muli en toda su gloria de belleza y elegancia. ¡No pude resistir! Llamé a Giovanna. Tal vez hablando me tranquilizaría.

Vino y me miró al instante con desconfianza. Gritó con su voz chillona:

—No crea que me inducirá a incumplir mi deber. De momento, para tranquilizarla, mentí y le declaré que ni se me ocurría siquiera, que no me apetecía seguir leyendo y prefería charlar un poco con ella. La hice sentarse enfrente de mí. En realidad, me repugnaba con su aspecto de vieja y los ojos juveniles e inquietos, como los de todos los animales débiles. ¡Sentía compasión de mí mismo por tener que soportar semejante compañía! Es cierto que ni siquiera en libertad sé yo escoger las compañías que mejor me convienen, porque suelen ser ellas las que me eligen a mí, como hizo mi mujer.

Rogué a Giovanna que me distrajera y, como declaró que no sabía decirme nada que mereciese mi atención, le rogué que me hablara de su familia, y añadí que casi todos en este mundo teníamos una.

Entonces obedeció y se puso a contarme que había tenido que ingresar a sus dos hijitas en el hospicio.

Yo empezaba a escuchar su relato con gusto, porque esos dieciocho meses de gravidez así despachados me hacían reír. Pero ella tenía un talante demasiado polémico y ya no pude escucharla, cuando primero quiso probarme que no habría podido hacer otra cosa, dada la exigüidad de su salario, y que el doctor estaba equivocado, cuando pocos días antes había declarado que dos coronas al día bastaban, ya que el hospicio mantenía a toda su familia. Gritaba:

—¿Y el resto? Después de recibir comida y ropa, ¡necesitan otras cosas! —Y se puso a enumerar una sarta de cosas que tenía que proporcionar a sus hijitas y que ya no recuerdo, pues para protegerme el oído de su voz chillona, me dedicaba a pensar en otras cosas. Pero, aun así, me hería y me pareció tener derecho a una compensación.

—¿No podría conseguir un cigarrillo? ¿Uno solo? Le pagaré diez coronas, pero mañana, porque no llevo ni un céntimo.

Mi propuesta espantó a Giovanna. Se puso a gritar; quería llamar en seguida al enfermero y se levantó para marcharse.

Para hacerla callar, desistí en seguida de mi propósito y, por decir algo, le pregunté al azar:

—Pero ¿no habrá en esta prisión algo de beber?

Giovanna se apresuró a responder y, para mi asombro, en auténtico tono de conversación y sin gritar:

—¡Ya lo creo! El doctor, antes de irse, me ha entregado esta botella de coñac. Aquí la tiene, sin abrir. Mire, está intacta.

Me encontraba en tal situación, que no veía otra salida que la embriaguez. ¡A eso me había conducido la confianza en mi mujer!

En aquel momento me parecía que el vicio de fumar no valía el esfuerzo a que me había dejado inducir. Ahora ya hacía media hora que no fumaba y no pensaba en ello, ocupado como estaba con el pensamiento de mi mujer y el doctor Muli. Así, pues, ¡estaba totalmente curado, pero irremediablemente ridículo!

Descorché la botella y me serví un vasito del líquido amarillo. Giovanna me miraba con la boca abierta, pero yo vacilé a la hora de invitarla.

—¿Podré disponer de más, cuando haya vaciado esta botella?

Giovanna, siempre con el tono de conversación más agradable, me tranquilizó.

—¡Todo lo que quiera! ¡Para satisfacer sus deseos, la señora que dirige la despensa debe levantarse aunque sea a medianoche!

Yo nunca he sido avaro, y Giovanna recibió en seguida su vasito lleno hasta el borde. No había acabado de darme las gracias, cuando ya lo había vaciado y al instante dirigió sus vivos ojos hacia la botella. Por eso, fue ella misma la que me sugirió la idea de emborracharla. Pero ¡no fue nada fácil!

No sabría repetir con exactitud lo que me dijo, tras haberme bebido varios vasos, en su puro dialecto triestino, pero tuve toda la impresión de encontrarme junto a una persona a la que, de no haber estado distraído por mis preocupaciones, habría podido escuchar con gusto.

Ante todo, me confió que así era precisamente como le gustaba trabajar. Todo el mundo debería tener derecho a pasar dos horas al día en un sillón tan cómodo y frente a una botella de licor bueno, el que no sienta mal.

Intenté conversar también yo. Le pregunté si, cuando vivía su marido, su trabajo había estado organizado de ese modo precisamente.

Se echó a reír. Su marido, mientras vivió, le había dado más palos que besos y, en comparación con lo que había tenido que trabajar para él, ahora todo habría podido parecerle un descanso, aun antes de que llegara yo a aquella casa con mi cura.

Después Giovanna adoptó expresión pensativa y me preguntó si creía que los muertos veían lo que hacían los vivos. Asentí brevemente. Pero ella quiso saber si los muertos, cuando llegaban al más allá, se enteraban de todo lo que había sucedido aquí abajo, cuando aún vivían.

Por un momento la pregunta tuvo la virtud de distraerme de verdad. Además, la había formulado con una voz cada vez más suave, pues, para que no la oyeran los muertos, Giovanna había bajado la voz.

—Entonces, usted —le dije— traicionó a su marido.

Me rogó que no gritara y después confesó haberlo traicionado, pero sólo en los primeros meses del matrimonio. Después se había acostumbrado a las palizas y había amado a su hombre.

BOOK: La conciencia de Zeno
5.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Atlas Murders by John Molloy
Besotted by le Carre, Georgia
Retro Demonology by Jana Oliver
The Love Season by Elin Hilderbrand
The Unremarkable Heart by Slaughter, Karin
Spencer's Mountain by Earl Hamner, Jr.