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Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno (7 page)

BOOK: La conciencia de Zeno
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Estaba limpiándose las orejas y mirando hacia arriba.

—Dentro de dos horas probablemente recupere la conciencia, al menos en parte —dijo.

—Entonces, ¿hay esperanza? —exclamé yo.

—¡Ninguna! —respondió con sequedad—. Pero las sanguijuelas no dejan de surtir efecto en un caso así. Seguro que recuperará un poco la conciencia, tal vez para enloquecer.

Se encogió de hombros y colocó en su sitio la toalla. Aquel encogimiento de hombros significaba un desdén por su propia obra y me animó a hablar. Yo era presa del terror ante la idea de que mi padre pudiese recuperarse de su inconsciencia para verse morir, pero si no lo hubiera visto encogerse de hombros no habría tenido valor para decirlo.

—¡Doctor! —supliqué—. ¿No le parece que sería una mala acción hacerlo volver en sí?

Estallé en llanto. Mis nervios alterados seguían incitándome a llorar, pero me abandonaba al llanto sin resistencia para mostrar mis lágrimas y hacerme perdonar por el doctor el juicio que me había atrevido a dar de su obra.

Con gran bondad me dijo:

—Vamos, vamos, cálmese. La conciencia del enfermo no será en ningún momento tan clara como para hacerle comprender su estado. No es médico. Bastará con no decirle que está moribundo, y no lo sabrá. Ahora bien, puede ocurrir algo peor: podría enloquecer. Pero he traído conmigo la camisa de fuerza y el enfermero se quedará aquí.

Más espantado que nunca, le supliqué que no le aplicara las sanguijuelas. Entonces me contó, con toda calma, que el enfermero debía de habérselas aplicado ya porque se lo había ordenado antes de abandonar la habitación de mi padre. Entonces me enfurecí. ¿Podía haber una acción más perversa que la de hacer volver en sí a un enfermo, sin tener la menor esperanza de salvarlo, sino sólo la de exponerlo a la desesperación o al riesgo de tener que soportar —¡con aquel jadeo!— la camisa de fuerza? Con toda violencia, pero sin dejar de acompañar mis palabras con aquel llanto que solicitaba indulgencia, declaré que me parecía una crueldad inaudita no dejar morir en paz a quien estaba definitivamente condenado.

Yo odio a ese hombre porque entonces se enfureció conmigo. Eso es lo que nunca he podido perdonarle. Se agitó tanto, que olvidó ponerse las gafas y, sin embargo, descubrió el punto exacto en que se encontraba mi cabeza para clavar en ella sus terribles ojos. Según me dijo, le parecía que yo quería cortar hasta ese tenue hilo de esperanza que aún había. Me lo dijo exactamente así, despiadado.

El conflicto era inminente. Llorando y gritando, objeté que pocos minutos antes él mismo había excluido la menor esperanza de salvación para el enfermo. ¡Mi casa y quienes en ella vivían no debían servir para experimentos para los cuales había otros lugares en el mundo!

Con gran severidad y una calma que la volvía casi amenazadora, me respondió:

—Yo le he explicado el estado de la ciencia en ese instante. Pero ¿quién es capaz de decir lo que puede ocurrir dentro de media hora o de aquí a mañana? Manteniendo con vida a su padre he dejado abierto el camino para todas las posibilidades.

Entonces se puso las gafas y, con su aspecto de empleado pedante, añadió otras explicaciones interminables sobre la importancia que podía tener la intervención del médico en el destino económico de una familia. Media hora de vida más podía decidir el destino de un patrimonio.

Ahora yo lloraba también porque sentía compasión de mí mismo por tener que estar escuchando tales cosas en un momento así. Estaba agotado y dejé de discutir. Al fin y al cabo, ¡va le habían aplicado las sanguijuelas!

El médico es una autoridad cuando se encuentra junto a la cama de un enfermo y yo tuve toda clase de consideraciones con el doctor Coprosich. Hasta el punto de que no me atreví a proponer una consulta, cosa que me reproché por muchos años. Ahora hasta ese remordimiento ha muerto junto a todos mis demás sentimientos de que hablo aquí con la frialdad con que contaría acontecimientos sucedidos a un extraño. En mi corazón, de aquellos días no queda otro residuo que la antipatía por aquel médico que aún se obstina en vivir.

Después volvimos junto a la cama de mi padre. Lo encontramos dormido y tendido sobre el costado derecho. Le habían puesto un pañuelo sobre la sien para cubrir las heridas producidas por las sanguijuelas. El doctor quiso comprobar al instante si había aumentado su conciencia y le gritó a los oídos. El enfermo no reaccionó en absoluto.

—¡Mejor así! —dije con gran valor, pero sin dejar de llorar.

—¡El efecto no puede dejar de producirse! —respondió el doctor—. ¿No ve que la respiración ya se ha modificado?

En efecto, rápida y fatigada, la respiración ya no formaba esos períodos que me habían espantado.

El enfermero dijo algo al médico, quien asintió. Se trataba de probar al enfermo la camisa de fuerza. Sacaron ese instrumento de la maleta y alzaron a mi padre y lo obligaron a permanecer sentado. Entonces el enfermo abrió los ojos: estaban nublados, aún no se habían abierto a la luz. Yo seguí sollozando, temiendo que al instante miraran y viesen todo. En cambio, cuando la cabeza del enfermo volvió sobre la almohada, esos ojos se cerraron de nuevo, como los de ciertas muñecas.

El doctor exclamó triunfante:

—¡Cómo ha cambiado!

Sí: ¡había cambiado! Para mí no era sino una grave amenaza. Con fervor besé a mi padre en la frente y, para mis adentros, le deseé:

—¡Oh, duerme! ¡Duerme hasta llegar al sueño eterno!

Así es como deseé a mi padre la muerte, pero el doctor no lo adivinó, porque rae dijo bondadoso:

—¡También a usted le da gusto ahora verlo volver en sí!

Cuando el doctor se marchó, había despuntado el alba. Un alba oscura, vacilante. El viento, que aún soplaba a ráfagas, me pareció menos violento, aun cuando siguiera agitando la nieve helada.

Acompañé al doctor hasta el jardín. Exageraba los actos de cortesía para que no adivinara mi odio. Mi rostro sólo revelaba consideración y respeto. Sólo cuando lo vi alejarse por el sendero que conducía a la salida de la villa, me permití una mueca de disgusto que me alivió por el esfuerzo realizado. Pequeño y negro en medio de la nieve, se tambaleaba y se detenía, al levantarse una ráfaga, para mejor resistirla. No me bastó aquella mueca y sentí la necesidad de otros actos violentos, después de tanto esfuerzo. Caminé unos minutos por el sendero, en pleno frío, con la cabeza descubierta, pisando furioso la nieve. Ahora bien, no sé si tamaña ira iba dirigida al doctor o a mí mismo. Ante todo a mí mismo, a mí que había deseado la muerte de mi padre y que me había atrevido a decirlo. Mi silencio convertía ese deseo mío, inspirado en el más puro afecto filial, en un auténtico crimen que me pesaba horriblemente.

El enfermo seguía dormido. Sólo dijo dos palabras que yo no entendí, pero en el tono de conversación más tranquilo, cosa extrañísima porque interrumpió su respiración, que seguía tan rápida, tan lejana de la calma. ¿Se acercaba a la conciencia o a la desesperación?

Maria estaba ahora sentada junto a la cama y al lado del enfermero. Éste me inspiró confianza y sólo me desagradó su exagerada minuciosidad. Se opuso a la propuesta de Maria de hacer tomar al enfermo Una cucharada de caldo, que ella consideraba un buen fármaco. Pero el médico no había hablado de caldo y el enfermero quiso que esperáramos a su regreso para decidir una acción tan importante. Habló en tono más imperioso de lo que requería el caso. La pobre Maria no insistió y yo tampoco. Sin embargo, hice otra mueca de desagrado.

Me convencieron para que me acostase porque debía pasar la noche con el enfermero y asistir al enfermo, junto al cual bastaban dos personas; uno podía reposar en el sofá. Me acosté y me quedé dormido al instante, con pérdida de la conciencia completa y agradable y —estoy seguro— no interrumpida por asomo de sueño alguno.

En cambio, anoche, tras haber pasado parte de la jornada de ayer recogiendo estos recuerdos míos, tuve un sueño vivísimo, que, con enorme salto, me transportó a aquellos días. Volvía a verme con el doctor en la misma habitación donde habíamos discutido sobre las sanguijuelas y camisas de fuerza, en esa habitación que ahora tiene aspecto muy distinto porque es el dormitorio mío y de mi mujer. Yo enseñaba al doctor el modo de cuidar y curar a mi padre, mientras que él (no viejo y decrépito como ahora, sino fuerte y nervioso como era), con las gafas en la mano y los ojos desorientados, gritaba airado que no valía la pena hacer tantas cosas. Decía esto exactamente: «¡Las sanguijuelas lo devolverían a la vida y al dolor y no hay que aplicárselas!». En cambio, yo daba puñetazos sobre un libro de medicina y gritaba: «¡Las sanguijuelas! ¡Quiero las sanguijuelas! ¡Y también la camisa de fuerza!».

Al parecer, mi sueño fue ruidoso, pues mi mujer lo interrumpió despertándome. ¡Sombras lejanas! Yo creo que para veros hace falta un auxilio óptico y éste es el que os invierte.

Mi sueño tranquilo es el último recuerdo de aquella jornada. Después siguieron largos días en los que cada hora se parecía a las demás. El tiempo había mejorado; decían que había mejorado también el estado de mi padre. Se movía libremente por la habitación y había comenzado su carrera en busca de aire, de la cama a la tumbona. A través de las ventanas cerradas miraba unos instantes el jardín cubierto de nieve que deslumbraba al sol. Cada vez que entraba yo en aquella habitación estaba dispuesto a nublar aquella conciencia que Coprosich esperaba. Pero mi padre demostraba oír y entender mejor, si bien la conciencia seguía alejada.

Por desgracia, debo confesar que junto al lecho de muerte de mi padre albergué un gran rencor, que, cosa extraña, se unió a mi dolor y lo falsificó. Dicho rencor iba dirigido antes que nada a Coprosich y aumentaba con mi esfuerzo por ocultarlo. También hacia mí, que no sabía reanudar la discusión con el doctor para decirle con claridad que me importaba, un comino su ciencia y que deseaba a mi padre la muerte, con tal de que se librara del dolor.

Hasta por el enfermo acabé sintiendo rencor. Quien haya estado durante días y semanas junto a un enfermo inquieto y sin poder hacer de enfermero y, por tanto, espectador pasivo de todo lo que los demás le hacen, me entenderá. Además, yo habría necesitado un gran descanso para aclararme el ánimo e incluso regular y tal vez saborear mi dolor por mi padre y por mí. En cambio, tenía que luchar para hacerle tomar la medicina y ahora para impedirle salir de la habitación. La lucha produce siempre rencor.

Una noche, Carlo, el enfermero, me llamó para que viera un nuevo progreso en mi padre. Corrí con el corazón en un puño ante la idea de que el viejo pudiera darse cuenta de su enfermedad y reprochármela.

Mi padre estaba en medio de la habitación de pie, vestido sólo con la ropa interior y en la cabeza el gorrito de noche de seda roja. Aunque seguía jadeando mucho, de vez en cuando decía alguna palabra con sentido. Cuando entré, dijo a Carlo:

—¡Abre!

Quería que abriera la ventana. Carlo respondió que no podía hacerlo por el mucho frío que hacía. Y mi padre olvidó por un rato su petición. Fue a sentarse en una tumbona junto a la ventana y se estiró en ella en busca de alivio. Cuando me vio, sonrió y me preguntó:

—¿Has dormido?

No creo que percibiese mi respuesta. No era ésa la conciencia que yo había temido tanto. Cuando alguien está muriendo, tiene otras cosas que hacer que pensar en la muerte. Todo su organismo estaba dedicado a respirar. Y, en lugar de escucharme, gritó de nuevo a Carlo:

—¡Abre!

No encontraba reposo. Dejaba la tumbona para ponerse de pie. Después, con gran fatiga y la ayuda del enfermero, se acostaba en la cama echándose primero por un instante sobre el costado izquierdo y un instante después sobre el derecho, sobre el que podía resistir unos minutos. Invocaba de nuevo la ayuda del enfermero para volverse a poner de pie y acababa volviendo a la tumbona donde a veces se quedaba por un poco más de tiempo.

Ése día, al pasar de la cama a la tumbona, se detuvo ante el espejo, se miró y murmuró:

—¡Parezco un mexicano!

Creo que para romper la horrenda monotonía de aquella carrera de la cama a la tumbona intentó ese día fumar. Llegó a llenar la boca con una sola calada, que al instante expulsó jadeando.

Carlo me había llamado para que presenciara un instante de conciencia clara en el enfermo.

—Así, ¿que estoy gravemente enfermo? —había preguntado con angustia. Conciencia tan lúcida no volvió a presentarse. En cambio, poco después tuvo un momento de delirio. Se levantó de la cama y creyó haberse despertado tras una noche de sueño en un hotel de Viena. Debió de soñar con Viena por el deseo de frescura en su boca ardiente, recordando el agua buena y helada que hay en esa ciudad. En seguida habló del agua buena que le esperaba en la próxima fuente.

Por lo demás, era un enfermo inquieto, pero dócil. Yo seguía teniendo miedo a verlo exasperarse, cuando hubiera comprendido su situación, y, por eso, su docilidad no llegaba a atenuar mi enorme fatiga, pero él aceptaba obediente cualquier propuesta que se le hiciera porque de todas esperaba poder verse salvado de su jadeo. El enfermero se ofreció a ir a buscarle un vaso de leche y él aceptó con auténtica alegría. Con la misma ansiedad con que esperó esa leche, quiso librarse de ella tras haber bebido un sorbito y, como no se vio complacido al instante, dejó caer el vaso al suelo.

El doctor no se dejaba engañar por el estado en que encontraba al enfermo. Cada día comprobaba una mejoría, pero veía inminente la catástrofe. Un día vino en coche y tuvo prisa por marcharse. Me recomendó convencer al enfermo para que se quedara acostado el mayor tiempo posible porque la posición horizontal era la mejor para la circulación. Se lo recomendó también a mi padre, quien entendió y, con aspecto inteligentísimo, lo prometió, si bien se quedó de pie en medio de la habitación y en seguida volvió a su distracción o, mejor, a lo que yo llamaba la meditación de su jadeo.

Durante la noche siguiente, tuve por última vez el terror de ver resurgir esa conciencia que tanto temía. Se había sentado en la tumbona junto a la ventana y, a través de los cristales, miraba en la noche clara el cielo todo estrellado. Su respiración seguía jadeante, pero no parecía que sufriese, absorto como estaba mirando hacia arriba. Tal vez a causa de la respiración, parecía que la cabeza hiciera señales de asentimiento.

Pensé con espanto: «Mira por dónde, se ocupa de los problemas que siempre evitó». Intenté descubrir el punto exacto del cielo en que tenía clavada la vista. Miraba, erguido, con el esfuerzo de quien espía a través de un agujero situado demasiado arriba. Me pareció que miraba las Pléyades. Tal vez en toda su vida no hubiera mirado durante tanto tiempo y a un punto tan lejano. De improviso, se volvió hacia mí, sin dejar de permanecer erguido.

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