La fórmula Stradivarius

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Authors: I. Biggi

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La fórmula Stradivarius
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Antoni Stradivarius fue el más famoso luthier de todos los tiempos. En 1680, un hombre misterioso visita Stradivarius en plena noche para hacerle un prodigioso encargo: construir doce instrumentos de cuerda cuya melodía abra las puertas del cielo. En el año 2003, el inspector Herrero investiga el brutal asesinato de un acaudalado armador residente en Madrid. Mientras, un asalto sin móvil aparente al apartamento de un joven médico alarma a las autoridades de Ginebra. ¿Pueden estos casos, aparentemente aislados, tener alguna relación con la visita secreta que Stradivarius recibió aquella noche hace más de tres siglos?

I. Biggi

La fórmula Stradivarius

ePUB v1.1

NitoStrad
07.06.13

Título original:
La fórmula Stradivarius

Autor: I. Biggi

Fecha de publicación del original: noviembre 2007

Editor original: NitoStrad (v1.0)

ePub base v2.0

Para Begoña y Pablo

Tomó, pues, Yahvé Dios al hombre y le dejó en el jardín del Edén, para que lo labrase y cuidase. Y Dios impuso al hombre este mandamiento: «De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio…».

… Respondió la mujer a la serpiente: «Podemos comer del fruto de los árboles del jardín. Mas del fruto del árbol que está en medio del jardín, ha dicho Dios: No comáis de él, ni lo toquéis, so pena de muerte». Replicó la serpiente a la mujer: «De ninguna manera moriréis. Es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal».

Génesis 2 y 3

Tenía un muro grande y alto y doce puertas, y sobre las doce puertas, doce ángeles y nombres escritos, que son los nombres de las doce tribus de los hijos de Israel.

Apocalipsis XXI, 12.

Descripción de la Ciudad Celestial de Jerusalén

Te daré las llaves del Reino de los Cielos.

San Mateo, 16, 19

Ciertos Nombres de Dios consumen y otros riegan, ciertos Nombres de Dios matan y otros dan la vida; ciertos Nombres de Dios suben y otros descienden. Estos Nombres divinos se escriben, se deletrean, se nombran y se cantan para dar las formas o para deshacerlas; es un secreto que Dios sólo confía a los renunciados que prefieren morir antes que matar

LOUIS CATTIAUX

PRÓLOGO

La música es el lenguaje que me permite comunicarme con el más allá
.

ROBERT SCHUMANN

VÍSPERAS DE LAS NAVIDADES DE 1737.

PLAZA DE SAN DOMENICO. CREMONA, ITALIA

S
entado en una banqueta frente al hogar de su taller, Antonio miraba distraídamente cómo las llamas crepitaban alegremente. No podía creer que, por fin, tras más de medio siglo de trabajo, pudiera haber culminado el extraordinario encargo que le habían confiado. Encargo que en un futuro habría de cobrarse tantas vidas.

Alto, magro y un tanto encorvado por las horas delante del banco de trabajo, con un rostro curtido y huesudo sobre el que caían unos mechones de pelo lacio, el anciano, al que le quedaban tan sólo siete años para cumplir el centenar, parecía por su vitalidad treinta más joven.

Sin salir de su letargo Antonio giraba de vez en cuando la cabeza y examinaba el violín con el que anhelaba haber concluido la fantástica tarea encomendada cinco lustros atrás. Sobre un trípode de pino forrado con una tela rellena de plumón, manchada de lamparones de lacas y resinas viejas, descansaba el instrumento ya seco, aún sin encordar. El brillo de su pulida tapa, ricamente barnizada, reflejaba las danzarinas llamas del hogar lanzando fantásticos guiños.

Años atrás su figura y mal carácter habían sido familiares en el puerto, cuando los barcos, abarrotados de mercancías, efectuaban sus primeras escalas antes de seguir viaje hacia el norte. El desapacible artesano subía entonces con paso rápido a los navíos y husmeaba en el cargamento hasta encontrar lo que más le convenía. Cogía en sus manos las tablas de arce, abeto, peral, chopo, álamo, ébano, boj, palisandro, pino y de otras costosas maderas, y las inspeccionaba concienzudamente. Comprobaba su estado, humedad, si había grietas o insectos.

Golpeaba con los nudillos en diversas zonas y escuchaba el sonido, sentía la vibración e intuía la música que había dentro de aquellos pedazos de madera. De esta forma era capaz de rechazar algunos que otros artesanos hubiesen catalogado de excelentes.

Otro tanto hacía con las crines de caballo con las que trenzaba sus propios arcos, las cuerdas, clavos y colas. Pero si con algo se mostraba más exigente aún era con los productos tóxicos que componían sus barnices, a los que sometía a un minucioso examen antes de darles su consentimiento o, por el contrario, rechazarlos en el mismo barco para irse por el malecón lanzando juramentos contra el comerciante que le había hecho perder su valioso tiempo.

Ahora, limitado por la avanzada edad, sólo acudía al puerto si alguno de los mejores comerciantes de madera atracaba. Calibraba las tablas, escuchaba los sonidos, acariciaba las vetas y olía los productos, pero ya no lograba seleccionar lo más exquisito. A duras penas conseguía apreciar las ínfimas diferencias que distinguían los componentes de un buen violín de los de una obra de arte. La calidad de sus últimos trabajos era sensiblemente inferior, esto debía reconocerlo y así lo susurraban en secreto los entendidos, que se cuidaban mucho de manifestarlo en voz alta. Y es que, si tiempo atrás hubiese sido tachado poco menos que de hereje quien dudara de la maestría insuperable del gran Niccolò Amati, bajo cuya tutela aprendiera Antonio, otro tanto sucedía ahora con el alumno aventajado. Los más reputados especialistas coincidían en admitir que no habían visto jamás tal maestría en la confección de instrumentos de cuerda.

Debido a estas limitaciones físicas y a su avanzada edad, Antonio se había obsesionado con
Benjamín
, con el que se cerraba la serie y que se le resistía desde hacía años. Durante éstos había comenzado y abandonado, unas veces más adelantados que otros, un sinfín de instrumentos que no alcanzaban el nivel de perfección requerido. Éstos solían ser terminados por sus hijos y vendidos por cuarenta
gigliati
de oro a cualquiera que se lo pudiera permitir. Pero el anciano sabía que no le quedaba demasiado tiempo y la orgullosa fe en sí mismo que mostró al aceptar el insólito trabajo se había ido resquebrajando.

Todos estos ensayos fallidos habían provocado que su carácter, de por sí agrio, se avinagrara aún más. Su escasa paciencia se agotó, provocando que algunos de sus mejores ayudantes y aprendices lo abandonaran. Los clientes ya no se atrevían a aparecer por el número dos de la plaza San Domenico donde se encontraba la casa-taller del excéntrico y malhumorado genio, y mandaban a sus sirvientes para buscar el encargo y pagarlo una vez acabado. Sus hijos lo temían, sus empleados lo maldecían y muchos vecinos habían dejado de saludarlo por la calle.

Nada de esto tenía la más mínima importancia para Antonio. Si su vida había girado en torno a su arte como constructor de los mejores instrumentos de cuerda, el ocaso de ésta tenía como único sentido acabar el fabuloso compromiso. Casi se podía decir que la culminación de su obra era lo único que lo mantenía alejado de las garras de la muerte.

Cinco años, de ilusión cuando creía haber dado con la clave, y de frustración al verse ante un nuevo fracaso, lo habían llevado a terminar con
Benjamín
. En un par de ocasiones, como ahora, creía haberlo conseguido y al encordar, afinar y probar el instrumento sus sueños se habían hecho añicos.

Pero esta vez era distinto. Aquel instrumento que reposaba sobre el trípode había despertado en Antonio ese sentido especial aletargado que lo había encumbrado como el más grande. No concebía un nuevo fracaso.

Aún no daba crédito a lo que esto suponía. Setenta y dos años fabricando violines, violas y violonchelos para reyes, príncipes, nobles, papas, cardenales y algún músico que, o tenía un rico mecenas, o su exquisito arte lograba conmover el pétreo y avariento corazón de aquel genio.

Sin embargo la mayoría de sus creaciones sólo le habían servido para ganarse la vida. Incluso algunas que se consideraban obras de arte y que se guardaban en palacios como auténticos tesoros para que su propietario pudiera jactarse, carecían del mínimo interés para su creador, cegado por la obsesión de alcanzar la perfección en los doce instrumentos que darían un sentido único a su existencia.

Antonio salió de su ensimismamiento y se levantó del taburete. Con paso incierto se aproximó a uno de los bancos de trabajo y abrió un cajón. Hurgó dentro y sacó varias cuerdas de tripa con las que tenía pensado aparejar el violín y las sometió a un intenso examen. Cuando se decidió, dejó las sobrantes de nuevo en el cajón, tomó el instrumento, se lo colocó en las rodillas y se dispuso a encordarlo concienzudamente.

Mientras sus manos retorcían y apretaban, su mente viajó en el tiempo hasta la mañana en que, acompañado por su padre, Alessandro, y llevando en la mano unas figuras talladas en madera con la vieja navaja de éste, se presentó, recién cumplidos los doce años, en el taller del mejor
luthier
de Cremona y, posiblemente, del mundo entero.

Vivían en las afueras de Cremona, al abrigo del azote de la peste que por aquel tiempo diezmaba la ciudad. Sus padres tenían alquilado el bajo de una casa en el que se acomodaban el matrimonio y sus cuatro hijos.

Alessandro había sido el primer maestro de Antonio en la talla y también el primero en percatarse del extraño don que poseía el inquieto niño. Por las noches, cuando volvía de trabajar, mientras Anna, su mujer, con el más pequeño de los hijos, Giovanni, tirando de la punta de su falda, preparaba la frugal cena familiar, y los hijos mayores, Giuseppe y Cario, sacudían los colchones de paja donde dormirían todos, Antonio se quedaba muy quieto en un extremo de la mesa observando atentamente cómo Alessandro daba forma a pequeños trozos de madera con la navaja y creaba, milagrosamente, perros, gatos, un burro o un cisne, que regalaba a sus hijos para que jugaran.

Una noche como las demás, Alessandro abandonó la talla y la navaja sobre la mesa mientras atendía a un vecino que había llamado a la puerta. Cuando volvió a la cocina se encontró al pequeño Antonio terminando la talla de un cuervo. No tardó en hacerse evidente para Alessandro que su hijo poseía una asombrosa facilidad para moldear a su antojo cualquier pedazo de madera.

—¿Por qué quieres aprender a fabricar violines? —le preguntó Niccolò Amati al joven Antonio, mientras daba vueltas entre sus encallecidas manos a la figura de un cisne de madera, similar a las que un día hiciera Alessandro, pero mucho más perfecta y delicada.

El gran Amati recibía no menos de dos peticiones semanales como ésta. En ocasiones los aspirantes venían cargados de obsequios que sin pudor alguno entregaban al violero, esperando granjearse de esta forma sus simpatías. Poco conocían al fabricante de los mejores instrumentos de cuerda de la época. Casi en todas las ocasiones el atribulado muchacho y sus padres, cuando lo acompañaban, se volvían por donde habían venido, llevando consigo los obsequios que pensaban les iban a abrir las puertas del reputado taller.

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