Antonio nunca recordó qué había contestado, aunque posiblemente careciera de importancia. El maestro había intuido la mano de un artista en aquel muchacho enclenque que temblaba de frío a las puertas de su taller.
Aquel mismo día Antonio se sumó a los elegidos. Aprendió a preparar la madera, la laca y las colas. También a barrer, separar el apreciado aserrín, limpiar y recoger las herramientas al final de las largas jornadas y quitar las pegajosas manchas de barniz del suelo y de los bancos de trabajo. Durante los dos primeros años no se le permitió acercarse a ninguno de aquellos maravillosos instrumentos amarillentos, que, una vez terminados, abandonarían el local con destino a las más poderosas cortes europeas.
Poco a poco, y vigilado de cerca por los oficiales más experimentados, Antonio fue progresando en el trabajo, preparando las piezas, uniéndolas con cola, barnizando… hasta que, por fin, el año en que cumplió los veintiuno, pudo fabricar su primer violín y firmarlo como
alumnus Nicolai Amati
.
Imposible olvidar aquel año de 1666. El mundo entero se mostraba atemorizado, pues, a pesar de las palabras tranquilizadoras de la Iglesia y la persecución de los agoreros que alarmaban a la población, los supersticiosos ciudadanos creían estar a las puertas del fin del mundo. Por todas partes surgían, como la mala hierba, legiones de aprovechados y falsos profetas que exhortaban a los crédulos a que se arrepintieran de sus pecados y se prepararan ante la venida del Anticristo. Los más cándidos de espíritu malvendían todas sus pertenencias, por lo general al iluminado o sinvergüenza conchabado con éste, y se marchaban del pueblo, convencidos de que con su peregrinar ganarían el Reino de los Cielos antes de que sonaran las trompetas del Juicio Final.
Las autoridades se las habían visto y deseado para mantener el orden. Las gentes de peor calaña, convencidas de que el final estaba cerca, no quisieron desaprovechar los días que aún restaban y cometieron toda clase de tropelías. Otros, los más resignados, sencillamente dejaron sus trabajos y sus familias a la espera de que sonara la hora.
En todas las ciudades importantes se produjeron revueltas y tumultos. Se quemaron iglesias, en ocasiones con los sacerdotes dentro, por la desesperación de verse abandonados de Dios. A veces el fuego alcanzaba toda la ciudad y cuando sucedía cualquier desgracia se la consideraba una señal.
Una vez terminado el año, y sin el Apocalipsis a la vista, Antonio, que se había mantenido ajeno a toda esta locura, tomó por esposa a una joven viuda, Francesca Feraboschi, dos años más joven que él. La mujer no era ninguna belleza y tenía problemas para encontrar un nuevo marido, pero aun así su padre negó su consentimiento al entender que un simple aprendiz de un taller, por mucho que éste fuese el del celebrado Amati, no era apropiado para su hija.
Aún estuvo catorce años más firmando como alumno de Amati y enseñando el oficio a los aprendices, soñando con el día en que se pudiera marchar de allí y abrir su propio taller donde dar rienda suelta a su inquietud creadora. Pensaba que la técnica de su maestro y en general de los demás
luthiers
estaba encorsetada. Las medidas y proporciones de los instrumentos siempre eran iguales, así como los componentes de los barnices y las maderas elegidas. Nadie se atrevía a innovar, buscar nuevos materiales, probar con otros volúmenes, ideas que a Antonio se le amontonaban y que su mentor se negaba a considerar.
Hasta que un día como otro cualquiera, cumplidos los treinta y seis años y reconocido como el mejor alumno que el gran Amati tuviera nunca, se presentó en el taller el arzobispo de Cesena.
Aquella mañana, al conocer la presencia del cardenal en la ciudad y su intención de visitar la laudería, Amati había mandado limpiar el taller, esconder las piezas de menor valor y retirar los barnices que pudieran ofender el olfato del prelado.
Proveniente de una noble y acaudalada familia, que ya había dado dos papas a la Iglesia, no era la primera vez que aquel cardenal dominico hacía uso de los servicios del violero para adquirir un magnífico instrumento con el que agradecer algún favor o granjearse las simpatías de un miembro de la Curia o de la nobleza romana.
El cardenal pareció muy interesado en el arte del
luthier
. Hacía preguntas, cogía instrumentos sin acabar y los examinaba mientras simulaba prestar gran atención a las complicadas explicaciones de Amati. Aparentemente impresionado, manifestó su deseo de impartir su bendición a los ayudantes del maestro.
Cuando le llegó el turno a Antonio, éste, como casi todos sus compañeros, se mostró más temeroso que agradecido. Los pobres saben por experiencia que la voluntad de los poderosos es voluble. Tras recibir la bendición y mientras se agachaba para besar el impresionante anillo cardenalicio, unas frases susurradas por el dominico acrecentaron su temor. Cuando levantó la mirada incrédulo el prelado no le prestaba atención. ¿Habría soñado tales palabras?
De pronto, al cardenal parecieron asaltarle las prisas. Amati, acostumbrado a tratar con veleidosos señores, lo acompañó hasta su carruaje, extrañado de que el prelado se marchara sin realizar ningún encargo como era costumbre en sus raras visitas.
Esa noche al salir del taller, tras despedirse de sus compañeros, Antonio miró alrededor por las desiertas calles. Aliviado, echó a andar, bien arrebujado en el raído abrigo. A la altura de la catedral, por donde necesariamente debía pasar para ir a su casa, una sombra se desprendió de la pared y se le acercó.
El aprendiz de Amati reconoció al cochero del cardenal y de nuevo lo asaltaron los temores. Era cierto, no había imaginado las palabras del arzobispo —pensó—. Verdaderamente el cardenal le había ordenado encontrarse con él aquella noche sin que nadie lo advirtiera.
El cochero, un individuo mal encarado con pinta de rufián, se limitó a hacerle un gesto para que lo siguiera, en un ademán que podía pasar por invitación pero que no admitía réplica.
La catedral, a la que Antonio acudía de vez en cuando a pesar de que no era su parroquia habitual, se encontraba a oscuras. Nunca había entrado en el templo tan tarde y el aspecto sobrecogedor y el frío le pusieron los pelos de punta. Atravesaron toda la nave hasta llegar a una puerta que había a un costado. De allí, subiendo un sinfín de escaleras, alcanzaron un pasillo mal iluminado donde, al fondo, se vislumbraban un par de impresionantes puertas gemelas. Tras tocar con los nudillos en ellas, el cochero las abrió dejando pasar a Antonio y cerrando tras éste.
Allí permaneció el aprendiz durante cuatro intensas horas que pasaron como un suspiro. Lo que escuchó jamás se lo contó a nadie y se fue con él a la tumba. Cuando se abrieron de nuevo los portalones fue acompañado por el cochero hasta la entrada de la catedral y para cuando se quiso dar cuenta ya estaba de nuevo a la intemperie, solo, camino de casa, como si la entrevista no hubiese tenido lugar nunca, como si nada hubiera ocurrido.
Pero aquella noche cambió la vida del laudero. No pudo conciliar el sueño y se la pasó entera dando vueltas a las palabras del cardenal. Recordaba perfectamente el largo discurso que, de llegar a oídos de la Inquisición, daría con sus huesos, incluso tal vez con los del propio cardenal, en la cárcel. Oyó hablar de la Cábala judía, de la alquimia, de los libros herméticos egipcios, de los pitagóricos, de la música de las esferas y de otras cuestiones igualmente heréticas, sobre las que Antonio no sabía nada, y de un noble alemán llamado Christian Rosenkreuz que había aprendido estos secretos en el lejano Oriente.
Profundamente alarmado había escuchado, con la respiración contenida, que el cardenal hablaba de una Inteligencia Universal en la que todo era parte de Dios, sin distinguir entre animales, plantas o personas, ni cristianos, judíos o musulmanes. Un Dios, distinto al que Antonio rezaba, que no intervenía en el desarrollo de las cosas y que no moraba en el Cielo. Aterrado escuchó cómo el cardenal negaba la existencia de un Infierno con el que la Iglesia, que él mismo representaba, amenazaba a los crédulos.
Para un iletrado como Antonio, la palabra de un cardenal era más que suficiente para otorgarle plena credibilidad, pese a que éstas sonaran como las que estaba escuchando. En ningún momento se le podría pasar por la cabeza que el alto cargo de la Curia pudiera estar equivocado.
Lo más sobrecogedor, sin embargo, había llegado al final del enrevesado sermón, cuando el cardenal había expuesto sus intenciones: ¿Estaba capacitado Antonio para llevar a cabo un delicado encargo que cambiaría el destino de la Humanidad?
Estrujando su ajado gorro de fieltro entre las manos, Antonio trataba de asimilar la complejidad que entrañaba el grandioso proyecto. El trabajo era de una dificultad extrema y no se podía descartar que las imprecisas fórmulas facilitadas fueran incorrectas.
Por otra parte, sabía que si alguien podía llevarlo a cabo era él. Nadie, ni siquiera su maestro, por mucho que a éste le costara reconocerlo, dominaba el arte como Antonio. Gozaba de un don innato, envidiado sin disimulo por Amati, que le permitía
sentir
las frecuencias sin necesidad de artificios y, con sólo tomar un instrumento en sus manos, era capaz de
oír
su música. Esto además de su asombrosa facilidad para el tallado.
Aceptar el encargo, aparte de suponer un apasionante desafío para su habilidad, significaba dinero e influencia, pues sólo el dinero no era suficiente para abrir un negocio en el cerrado y celoso círculo de los gremios. Ambas cosas le permitirían independizarse, crear su propio taller, y llevar a cabo las innovaciones que tanto tiempo se demoraban ya y lo consumían. Y el dinero hasta alcanzaría para comprar una casa en la que acomodar a Francesca y sus dos hijos.
Su escaso sueldo justo alcanzaba para arrendar dos habitaciones en una casa a las afueras de la ciudad y alimentarlos a los cuatro. A veces, Francesca debía colaborar lavando y cosiendo ropa para otros, ganando un dinero extra con el que cuadrar las cuentas.
Sin pensárselo más, Antonio aceptó el encargo, sin ignorar la última advertencia del todavía cardenal:
—Hijo mío —había dicho el prelado al acabar el discurso—. Nada de lo que aquí se ha hablado deberá salir jamás de estas cuatro paredes. Nada. Nunca has estado aquí, ¿entiendes lo que digo?
Esta advertencia era a todas luces innecesaria. Quizá el cardenal pudiera salvarse, pero Antonio no se libraría de la cárcel, o algo peor, si cometía la estupidez de mostrarse indiscreto.
Aquella misma semana se despidió de su maestro Niccolò Amati y, con el dinero adelantado por el prelado, compró una casa de tres pisos en la plaza de San Domenico. En la planta baja dispuso el taller y la tienda donde atender a la clientela que algún día empezaría a llegar y aprovechó la terraza para secar sus futuras creaciones al sol.
Francesca, sorprendida, al igual que los familiares, vecinos y amigos, por el repentino cambio de fortuna, se mostró encantada con la casa. Ya no le fue necesario volver a trabajar ni pasar más vergonzantes penurias.
Quien peor se tomó esta nueva situación resultó ser Amati. En un primer momento había pensado que su aventajado aprendiz estaba presionándolo para que lo ascendiera a oficial, algo a lo que Amati, roñica pero no tonto, estaba dispuesto a acceder después de un regateo. El viejo maestro, envidioso de la técnica de su aprendiz, no se resignaba a verlo independizarse. Sabía que en los últimos tiempos la fama de éste había crecido y, a la vez que temía perderlo como su mejor ayudante, era consciente del peligro que suponía para su propio negocio la competencia del nuevo
luthier
.
Trató por todos los medios de entorpecer la apertura del local. Después intentó desprestigiarlo ante el gremio, tachándolo de chapucero, informal y falto de honestidad. Tampoco esto surtió el efecto deseado, pues los demás
luthiers
, que ya habían escuchado los rumores que corrían sobre quién podía ser el mecenas que respaldaba al nuevo maestro, no quisieron mezclarse en la disputa.
Finalmente, consumido por la rabia, Amati denunció a su ex aprendiz ante la Inquisición. Lo acuso de blasfemo; de alquimista, por las sustancias que mezclaba; de adorar al diablo con el que había hecho un pacto gracias al cual ahora disponía de una fortuna que nadie sabía de dónde provenía.
Antonio fue llamado a declarar ante el tribunal dominico que llevaba los temas de la Inquisición en aquella zona. Aterrado, había acudido al requerimiento. Durante dos horas lo retuvieron en un pasillo lóbrego imaginando los peores tormentos sin que nadie se dirigiera a él. Finalmente un hermano menor de la orden le dijo que se podía marchar, sin más explicaciones. Antonio obedeció, visiblemente aliviado, sin llegar a saber nunca por qué le habían sido retiradas las graves acusaciones.
Amati tampoco supo la razón, pero le llegaron veladas insinuaciones para que dejara en paz a su antiguo alumno. Un día el cadáver decapitado de un macho cabrío colgaba sobre la tina de barniz, desangrándose. El barniz amarillento que usaba Niccolò desde hacía tantos años era rojo como el que empezaba a usar Antonio. Al viejo no le hizo falta nada más para entender el aviso. Resignado, pero odiándolo aún más, se contentó al pensar que sus instrumentos se cotizaban tres veces más que los de Antonio.
Éste, liberado ya de presiones y responsabilidades, pudo al fin dedicarse a su trabajo. Pronto se hizo evidente que los conocimientos adquiridos en sus años de aprendiz no bastaban para solventar las dificultades técnicas que presentaba la formidable tarea encargada. Debería hacer uso de toda su paciencia, pericia y dedicación.
Primero estudió las artes de las demás escuelas; sobre diferentes técnicas de fabricación, componentes de los barnices, tratamientos de la madera, condiciones de humedad, temperaturas. Preguntó, discutió, investigó y comprobó, pero fue inútil. La ciencia necesaria era por el momento desconocida. Cuando lo entendió así, dejó de buscar en libros, bosquejos y viejos maestros para dedicarse a experimentar con nuevas ideas. Comenzó probando con otras maderas, nuevas sustancias para las lacas y para las cuerdas. Cambió las medidas de los violines haciéndolos más largos, más grandes y más planos, lo que les confirió un sonido más brillante, penetrante y poderoso.
En medio de tantos ensayos recibió la visita de un viejo judío, anunciada por el cardenal dominico, del que aprendió algo desconocido hasta entonces: la manera de sintonizar los modos resonantes de cada una de las piezas de madera que componen un violín, con unas frecuencias determinadas.