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Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno (14 page)

BOOK: La conciencia de Zeno
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—¡Oh, Zeno! —dijo el pobre cojo, al reconocerme en el momento en que quería darme las gracias.

—¡Tullio! —exclamé yo sorprendido y tendiéndole la mano. Habíamos sido compañeros de colegio y hacía muchos años que no nos veíamos. Sabía de él que, al acabar el bachillerato, había entrado en un banco, donde ocupaba un buen puesto.

Sin embargo, estaba tan distraído, que de repente le pregunté cómo era que tenía la pierna demasiado corta hasta el punto de necesitar la muleta.

Con el mejor humor, me contó que seis meses antes había enfermado de reumatismo, que había acabado arruinándole la pierna.

Me apresuré a sugerirle numerosas curas. Es el mejor modo de simular sin gran esfuerzo una profunda participación. Las había seguido todas. Entonces le sugerí también:

—¿Y por qué no estás aún en la cama a esta hora? No me parece que te pueda sentar bien exponerte al aire nocturno.

Bromeó bondadoso: consideraba que tampoco a mi podía sentarme bien el aire nocturno y que quien no padecía reumatismo, mientras estuviera vivo, podía atraparlo. El derecho de irse a la cama a primeras horas de la mañana estaba reconocido por la constitución austríaca. Por lo demás, en contra de la opinión general, el calor y el frío no tenían nada que ver con el reumatismo. Él había estudiado su enfermedad; mejor dicho, no hacía otra cosa en este mundo que estudiar sus causas y remedios. Más que de curas había necesitado un largo permiso del banco para poder profundizar dicho estudio. Después me contó que estaba haciendo una cura extraña. Comía todos los días una cantidad enorme de limones. Ese día había tomado treinta, pero esperaba con el ejercicio llegar a tolerar incluso más. Me confió que, según él, los limones eran buenos también para muchas otras enfermedades. Desde que los tomaba, sentía menos molestias por el abuso del tabaco, al que también él estaba condenado.

Yo me estremecí ante la idea de tanto ácido, pero, al instante, tuve una visión un poco más alegre de la vida: los limones no me gustaban, pero, si me hubieran dado la libertad de hacer lo que debía o quería sin perjuicio y liberándome de cualquier otra obligación, también yo habría engullido otros tantos. Libertad completa es la de poder hacer todo lo que se quiere a condición de hacer también algo que no gusta tanto. La auténtica esclavitud es la condena a la abstención: Tántalo y no Hércules.

Después Tullio fingió también estar deseoso de saber cosas de mí. Yo estaba decidido a no contarle nada de mi amor infeliz, pero necesitaba desahogarme. Hablé con tal exageración de mis males (así los denominé y estoy seguro de que eran leves), que acabaron saltándoseme las lágrimas, mientras Tulio iba sintiéndose cada vez mejor al creerme más enfermo que él.

Me preguntó si trabajaba. En la ciudad todo el mundo decía que yo no daba golpe y yo temía que tuviera motivos para envidiarme, cuando, en realidad, en ese instante yo sentía la absoluta necesidad de ser compadecido. ¡Mentí! Le conté que trabajaba en mi despacho, no mucho, pero al menos seis horas al día y que, además, los embrollados negocios heredados de mi padre y de mi madre me ocupaban otras seis horas.

—¡Doce horas! —comentó Tullio, y con sonrisa satisfecha me concedió lo que yo deseaba, su conmiseración—. ¡No es como para envidiarte!

La conclusión era exacta y yo me sentí tan conmovido, que hube de hacer un esfuerzo para que no se me saltaran las lágrimas. Me sentí más desgraciado que nunca y, en ese morboso estado de auto-compasión, se comprende que estuviera expuesto a trastornos.

Tullio volvió a hablar de su enfermedad, que era también su distracción principal. Había estudiado la anatomía de la pierna y del pie. Me contó riendo que, cuando se camina rápido, el tiempo en que se da un paso no supera el medio segundo y que en ese medio segundo se mueven nada menos que cincuenta y cuatro músculos. Aquello me asombró y al instante pensé en mis piernas y busqué en ellas esa máquina monstruosa. Creo que di con ella. Como es natural, no encontré cincuenta y cuatro artefactos, sino una complicación enorme que se desordenó en cuanto fijé mi atención en ella.

Salí de aquel café cojeando y seguí cojeando durante unos días. Caminar se me había vuelto tarea pesada e incluso levemente dolorosa. Parecía que faltara aceite a esa maraña de mecanismos y que, al moverse, se dañaban unos a otros. Pocos días después, me aquejó un mal más grave, del que luego hablaré y que disminuyó el primero. Pero aún hoy, cuando escribo esto, si alguien me mira, cuando me muevo, los cincuenta y cuatro movimientos se obstaculizan unos a otros y estoy a punto de caer.

También esa afección se la debo a Ada. Muchos animales caen presa de los cazadores o de otros animales, cuando están en celo. Yo fui entonces presa de la enfermedad y estoy seguro de que, si hubiera sabido lo de la máquina monstruosa en otro momento, no habría sufrido daño alguno.

Unos apuntes en una hoja de papel que conservé me recuerdan otra extraña aventura de aquella época. Además de la anotación de un último cigarrillo acompañada de la expresión de confianza en poder curar de la enfermedad de los cincuenta y cuatro movimientos, hay un ensayo de poesía… sobre una mosca. Si no lo supiera, creería que esos versos se deben a una señorita cándida que habla de tú a los insectos a los que canta, pero, en vista de que los compuse yo, debo creer que, si yo he pasado por eso, a todo el mundo puede ocurrirle lo mismo.

Así fue como nacieron esos versos. Había vuelto a casa a las tantas de la noche y, en lugar de acostarme, me había dirigido a mi estudio, donde había encendido el gas. Junto a la luz una mosca se puso a atormentarme. Conseguí darle un golpe, pero leve para no ensuciarme. La olvidé, pero después la vi recuperarse en el centro de la mesa. Estaba quieta, de pie y parecía más alta que antes, porque una de sus patitas había quedado anquilosada y no podía doblarse. Con las dos patitas posteriores se alisaba perseverante las alas. Intentó moverse, pero cayó de espaldas. Se alzó y volvió obstinada a su perseverante tarea.

Entonces escribí esos versos, asombrado de haber descubierto que ese pequeño organismo abrumado por tamaño dolor fuera guiado en su gigantesco esfuerzo por dos errores: ante todo, alisándose las alas, que no estaban heridas, con tanta obstinación, el insecto revelaba no saber de qué órgano procedía su dolor; además, la perseverancia de su esfuerzo demostraba que en su minúscula inteligencia había la confianza fundamental en qué la salud corresponde a todos y que ha de volver sin lugar a dudas, cuando nos ha abandonado. Eran errores que se pueden excusar con facilidad en un insecto cuya vida dura sólo una estación y no tiene tiempo de acumular la experiencia.

Pero llegó el domingo. Se cumplía el quinto día desde mi última visita a la casa de los Malfenti. Yo, que trabajo tan poco, siempre he conservado un gran respeto por el día festivo que divide la vida en períodos breves y la vuelve más soportable. Aquel día festivo concluía también para mí una semana dura y tenía motivos para disfrutarlo. No cambié en nada mis planes, pero por aquel día carecían de validez e iba a visitar de nuevo a Ada. No iba a comprometer con palabra alguna dichos planes, pero debía volver a verla porque existía también la posibilidad de que las cosas hubieran cambiado ya a mi favor y en ese caso habría sido grave perjuicio sufrir sin objeto.

Por eso, a mediodía, con toda la rapidez que mis pobres piernas me permitían, corrí a la ciudad y a la calle que, según sabía, debían recorrer la señora Malfenti y sus hijas de vuelta de misa. Era una fiesta llena de sol y, mientras caminaba, pensé que tal vez en la ciudad me aguardase la novedad esperada, ¡el amor de Ada!

No fue así, pero por otro instante tuve la ilusión de que sí. La fortuna me favoreció de modo increíble. Me tropecé con Ada, que iba sola. Me faltó la respiración y estuve a punto de caerme. ¿Qué hacer? Mi propósito exigía que me hiciera a un lado y la dejara pasar con un saludo comedido. Pero en mi cabeza hubo un poco de confusión porque antes había habido otros propósitos y recordaba aquel según el cual debía hablar claro y saber de sus labios mi destino. No me hice a un lado y, cuando ella me saludó como si hiciera cinco minutos que nos habíamos separado, me puse a su lado.

Ella me había dicho:

—¡Buenos días, señor Cosini! Tengo un poco de prisa.

Y yo:

—¿Me permite que la acompañe por un rato?

Aceptó sonriendo. Pero, entonces, ¿debía yo hablar? Añadió que iba derecha a su casa, por lo que comprendí que sólo disponía de cinco minutos para hablar y aún de ese tiempo perdí una parte calculando si bastaría para las importantes cosas que debía decirle. Mejor no decirle nada que decirle sólo una parte. Me confundía también el hecho de que en aquel entonces y en nuestra ciudad, para una muchacha era ya una acción comprometedora la de dejarse acompañar por la calle de un joven. Ella me lo permitía. ¿No podía contentarme con eso? Mientras tanto la miraba, intentando sentir de nuevo entero mi amor, ensombrecido por la ira y la duda. ¿Tendría al menos mis sueños de nuevo? Me parecía pequeña y grande a un tiempo, en la armonía de sus líneas. Los sueños regresaban en tropel también junto a ella, real. Era mi forma de desear y me entregué a ella con intensa alegría. Desaparecía de mi ánimo cualquier rastro de ira o de rencor.

Pero detrás de nosotros se oyó una invocación vacilante:

—¿Me permite, señorita?

Me volví indignado. ¿Quién osaba interrumpir las explicaciones que aún no había yo iniciado? Un jovencito imberbe, moreno y pálido, la miraba con ojos ansiosos. A mi vez, miré a Ada con la insensata esperanza de que invocase mi ayuda. Habría bastado una señal de ella para que me hubiera arrojado sobre aquel individuo a preguntarle la razón de su audacia. Y ojalá hubiese insistido. Mis males habrían quedado curados al instante, si se me hubiera permitido abandonarme a una brutal acción de fuerza.

Pero Ada no hizo esa señal. Con una sonrisa espontánea, porque alteraba levemente el dibujo de las mejillas y de la boca pero también la luz del ojo, le tendió la mano:

—¡El señor Guido!

Ese nombre me hizo daño. Poco antes, ella me había llamado por el apellido.

Miré mejor a aquel señor Guido. Iba vestido con una elegancia rebuscada y llevaba en la mano derecha, enguantada, un bastón con mango de marfil larguísimo, que yo no habría llevado ni aunque me hubieran pagado para ello una suma por cada kilómetro. No me reproché haber podido ver en semejante persona una amenaza para Ada. Hay picaros que visten con elegancia y llevan también bastones semejantes.

La sonrisa de Ada me devolvió a las relaciones mundanas más comunes. Ada hizo la presentación. ¡Y yo también sonreí! La sonrisa de Ada recordaba un poco al encrespamiento de un agua límpida rozada por una brisa ligera. También la mía recordaba a semejante movimiento, pero producido por una piedra arrojada al agua.

Se llamaba Guido Speier. Mi sonrisa se volvió más espontánea porque al instante se me presentaba la ocasión de decirle algo desagradable:

—¿Es usted alemán?

Me dijo cortés que reconocía que por el nombre todo el mundo podía considerarlo tal. Pero, en realidad, los documentos de su familia probaban que era italiana desde hacía varios siglos. Hablaba italiano con gran naturalidad, mientras que Ada y yo estábamos condenados a nuestro dialectucho.

Lo miraba para mejor oír lo que decía. Era un joven guapísimo: los labios entornados de modo natural dejaban ver una boca de dientes blancos y perfectos. Sus ojos eran vivaces y expresivos y, cuando se había descubierto, yo había podido ver que sus cabellos morenos y un poco rizados cubrían todo el espacio que la madre naturaleza les había destinado, mientras que gran parte de mi cabeza se había visto invadida por la frente.

Yo lo habría odiado aun cuando Ada no hubiera estado presente, pero sufría por aquel odio e intenté atenuarlo. Pensé: «Es demasiado joven para Ada». Y después pensé que la confianza y amabilidad con que ella lo trataba debían de deberse a una orden del padre. Tal vez fuera un hombre importante para los negocios de Malfenti y a mí me había parecido que en casos así toda la familia estaba obligada a la colaboración. Le pregunté:

—¿Se va a establecer usted en Trieste?

Me respondió que hacía un mes que se encontraba en la ciudad y que iba a abrir una casa comercial. ¡Respiré! Podía haber adivinado.

Yo caminaba cojeando, pero sin demasiado embarazo, al ver que nadie lo advertía. Miraba a Ada e intentaba olvidar todo lo demás, incluido el otro que nos acompañaba. En el fondo, soy el hombre del presente y no pienso en el futuro, cuando éste no oscurece el presente con sombras evidentes. Ada caminaba entre nosotros y llevaba en la cara, estereotipada, una vaga expresión de alegría que casi llegaba a sonrisa. Esa alegría me parecía nueva. ¿Para quién era esa sonrisa? ¿No para mí, a quien ella no veía desde hacía tanto tiempo?

Presté oído a lo que se decían. Hablaban de espiritismo y me enteré al instante de que Guido había introducido en la casa de los Malfenti la mesa parlante.

Ardía en deseos de asegurarme de que la dulce sonrisa que vagaba por los labios de Ada era para mí e intervine en la conversación improvisando una historia de espíritus. Ningún poeta habría podido improvisar con pie forzado mejor que yo. Cuando aún no sabía adónde iría a parar, comencé declarando que ahora también yo creía en los espíritus por una historia que me había sucedido el día antes en esa misma calle… mejor dicho, ¡no!… en la paralela. Después dije que también Ada había conocido al profesor Bertini que había muerto poco antes en Florencia, donde se había establecido al jubilarse. Nos enteramos de su muerte por una breve noticia aparecida en un periódico local que yo había olvidado, hasta el punto de que, cuando pensaba en el profesor Bertini, lo veía pasear por el Parque de las Cascine en su merecido descanso. Ahora bien, el día antes, en un punto que precisé de la calle paralela, se me acercó un señor que me conocía y que yo estaba convencido de conocer. Tenía andares muy curiosos, de mujer bajita que se contonea para abrirse paso…

—¡Exacto! ¡Podía ser Bertini! —dijo Ada riendo. La risa era por mí y continué alentado:

—Yo sabía que lo conocía, pero no conseguía recordarlo. Hablamos de política. Era Bertini porque dijo tantos disparates propios de él, con su voz de oveja…

—¡Así era su voz! —dijo Ada riendo de nuevo y mirándome ansiosa para oír el final.

—¡Sí! Debía de ser Bertini —dije yo fingiendo espanto con el arte de ese gran actor desaprovechado que hay en mí—. Me estrechó la mano para despedirse y se fue contoneándose. Lo seguí unos pasos intentando recordar. Hasta haberlo perdido de vista no me di cuenta de haber estado hablando con Bertini. ¡Con Bertini que había muerto hacía un año!

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