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Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno (17 page)

BOOK: La conciencia de Zeno
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Después vino para mí el cuarto de hora más feliz de aquélla velada memorable. Mi charla caprichosa divirtió a todos, incluida Ada. Desde luego, se debía a mi excitación, pero también a mi supremo esfuerzo para vencer a aquel violín amenazante que se acercaba, se acercaba… Y ese pequeño lapso de tiempo que los demás pasaron tan divertidos, gracias a mí, yo lo recuerdo dedicado a una lucha afanosa.

Giovanni había contado que en el tranvía en que volvía a casa había presenciado una escena penosa. Una mujer se había apeado de él, cuando el vehículo estaba aún en movimiento y con tan mala fortuna, que se había caído y herido. Giovanni describía con algo de exageración su angustia, al advertir que la mujer se aprestaba a dar ese salto y de tal modo, qué era evidente que caería al suelo y tal vez resultaría atropellada. Era muy doloroso prever lo que iba a suceder y no llegar a tiempo de evitarlo.

Tuve una ocurrencia. Conté que había descubierto un remedio para esos vértigos que tanto me habían hecho sufrir en el pasado. Cuando veía a un gimnasta hacer sus ejercicios a demasiada altura o a una persona demasiado anciana o poco hábil bajar de un tranvía en marcha me liberaba de la angustia deseándoles mala suerte. Llegaba incluso a pronunciar las palabras con las que les deseaba precipitarse o estrellarse. Eso me tranquilizaba mucho y podía presenciar tan campante la amenaza de desgracia. Si después mis deseos no se cumplían, podía sentirme aún más contento.

A Guido le encantó mi idea, que le pareció un descubrimiento psicológico. La analizaba como hacía con todas las naderías y no veía la hora de probar el remedio. Pero manifestaba una reserva: ¿no harían los malos augurios aumentar las desgracias? Ada se asoció a su risa y hasta me lanzó una mirada de admiración. Yo, tonto de mí, sentí gran satisfacción por ello. Pero descubrí que no era cierto que no pudiese perdonarla nunca más: también eso era una gran ventaja.

Reímos juntos largo rato, como niños buenos que se quieren. En un momento determinado me había quedado en una parte del salón, a solas con la tía Rosina. Aún hablaba del veladoi. Estaba bastante gruesa e inmóvil en su silla sin mirarme. Me las arreglé para dar a entender a los demás que me estaba aburriendo y todos me miraban, sin que la tía los viera, y se reían con discreción.

Para aumentar la hilaridad, se me ocurrió decirle sin la menor preparación:

—Pero usted, señora, está muy recuperada, la encuentro rejuvenecida.

Habría habido motivos para reírse, si se hubiera enfurecido. Pero la señora, en lugar de enfurecerse, se me mostró agradecidísima y me contó que en efecto estaba muy recuperada después de una enfermedad reciente. Me asombró tanto aquella respuesta, que mi cara debió de adquirir un aspecto muy cómico, por lo que la hilaridad que había esperado no dejó de producirse. Poco después me explicaron el enigma. Es decir, que no era la tía Rosina, sino la tía María, una hermana de la señora Malfenti. Había eliminado así de aquel salón una fuente de malestar para mí, pero no la mayor.

En un momento determinado, Guido pidió el violín. Aquella noche prescindía del acompañamiento del piano, al tocar la
Chaconne
. Ada le tendió el violín con una sonrisa de agradecimiento. Él no la miró, sino que miró el violín, como si quisiera aislarse con él y con la inspiración. Después se colocó en el centro del salón volviendo la espalda a buena parte de la pequeña sociedad, tocó ligeramente las cuerdas con el arco para afinarlas e hizo también algunos arpegios. Se interrumpió para decir con una sonrisa:

—¡Qué valor tengo! ¡No he tocado el violín desde la última vez que lo toqué aquí!

¡Menudo charlatán! Daba la espalda también a Ada. Yo la miré ansioso para ver si eso le hacía sufrir. ¡No lo parecía! Había apoyado el codo en una mesita y la barbilla en la mano y se concentraba para escuchar.

Después el gran Bach en persona se alzó contra mí. Nunca, ni antes ni después, llegué a sentir hasta tal punto la belleza de esa música nacida en aquellas cuatro cuerdas como un ángel de Miguel Ángel en un bloque de mármol. Sólo mi estado de ánimo era nuevo para mí y fue éste el que me indujo, a mirar hacia arriba presa del éxtasis, como ante algo enteramente nuevo. Y, sin embargo, me esforzaba por mantener aquella música alejada de mí. Ni por un momento dejé de pensar: «¡Fíjate! ¡El violín es una sirena y se puede hacer llorar con él sin tener corazón de héroe!». Me vi asaltado y presa de la música. Me pareció que expresaba mi enfermedad y mis dolores con indulgencia y mitigándolos con sonrisas y caricias. Pero ¡era Guido quien hablaba! Y yo intentaba librarme de la música diciéndome: «Para saber hacer eso, basta con disponer de un organismo rítmico, mano segura y capacidad de imitación, cosas todas que yo no tengo, lo que no es una inferioridad, sino una desventura».

Yo protestaba, pero Bach avanzaba seguro como el destino. Cantaba en lo alto con pasión y descendía a buscar el bajo obstinado, que sorprendía aun cuando el oído y el corazón lo hubiera previsto: ¡en el momento justo! Un instante después y el canto se habría desvanecido y la resonancia no habría podido alcanzarlo; un instante antes y se habría superpuesto al canto y lo habría ahogado. Pero a Guido no le sucedía eso: no le temblaba el brazo ni siquiera al enfrentarse a Bach y eso era una auténtica inferioridad.

Hoy que escribo, tengo todas las pruebas de ello. No me alegro de haber acertado entonces. En aquel momento estaba lleno de odio y aquella música, que aceptaba como mi propia alma, no pudo calmarlo. Después vino la vida vulgar de cada día y lo anuló. ¡Es comprensible! La vida vulgar sabe hacer tantas cosas de ésas! ¡Ay si los genios lo advirtieran!

Guido acabó su ejecución como un maestro. Nadie aplaudió, excepto Giovanni, y por unos instantes nadie habló. Después, por desgracia, sentí necesidad de hablar. ¿Cómo me atrevía a hacerlo delante de gente que conocía mi violín? Parecía que hablara mi violín, el cual en vano aspiraba a la música, y censurase al otro, en el que —no podía negarse— la música se había vuelto vida, luz y aire.

—¡Muy bien! —dije con tono de indulgencia más que de aplauso—. Pero no comprendo por qué, hacia el final, ha tocado usted sueltas esas notas que, según la notación de Bach, deben ir ligadas.

Yo conocía la
Chaconne
nota a nota. Había habido una época en que había creído que, para progresar, debía afrontar empresas semejantes y durante muchos meses pasé el tiempo estudiando, compás tras compás, algunas composiciones de Bach.

Sentí que en todo el salón no había sino desdén y mofa hacia mí. Y, sin embargo, seguí hablando y luchando contra aquella hostilidad.

—Bach —añadí— es tan modesto en sus medios, que no admite un arco adulterado de ese modo.

Probablemente tuviese yo razón, pero también era cierto que yo no habría sabido adulterar siquiera el arco de ese modo.

Guido se mostró al instante tan disparatado como yo. Declaró:

—Tal vez Bach no conociera la posibilidad de esa expresión. ¡Se la regalo!

Él se subía a los hombros de Bach, pero en aquel ambiente nadie protestó, mientras que se habían reído de mí porque había intentado subirme sólo a los suyos.

Entonces sucedió algo de escasa importancia, pero que para mí fue decisivo. De una habitación bastante lejana de la nuestra resonaron los gritos de la pequeña Anna. Como se supo después, se había caído y se había hecho sangre en los labios. Así fue como por unos minutos me encontré a solas con Ada, porque todos salieron corriendo del salón. Guido, antes de seguir a los demás, había colocado su precioso violín en las manos de Ada.

—¿Quiere darme a mí ese violín? —pregunté a Ada, al verla vacilar a la hora de seguir a los demás. La verdad es que no me había dado cuenta de que la ocasión por la que tanto había suspirado se había presentado por fin.

Ella vaciló, pero después una extraña desconfianza por su parte pudo más. Apretó aún más el violín contra sí y respondió:

—No, no es necesario que vaya con los demás. No creo que Anna se haya hecho tanto daño. Chilla por nada.

Se sentó con su violín y me pareció que con eso me invitaba a hablar. Por lo demás, ¿cómo habría podido yo volver a casa sin haber hablado? ¿Qué habría hecho en aquella larga noche? Me veía dar vueltas de derecha a izquierda en la cama o correr por las calles o los garitos en busca de distracción. ¡No! No debía abandonar aquella casa sin haber recobrado la claridad y la calma.

Intenté mostrarme simple y breve. Me veía obligado a ello, además, porque me faltaba el aliento. Le dije:

—Yo la amo, Ada. ¿Por qué no me permite hablar a su padre?

Ella me miró asombrada y espantada. Temí que se pusiera a gritar como la pequeña, allí fuera. Yo sabía que sus serenos ojos y su rostro de líneas tan precisas no conocían el amor, pero nunca la había visto tan alejada del amor como entonces. Empezó a hablar y dijo algo que debía de ser como un exordio. Pero yo quería la claridad: ¡un sí o un no! Tal vez me ofendiera ya lo que me parecía una vacilación. Para abreviar e inducirla a decidirse, le negué el derecho a tomarse un tiempo:

—Pero ¿cómo es posible que no se haya dado cuenta? ¡No puede haber creído usted que yo estuviera haciendo la corte a Augusta!

Quise dar énfasis a mis palabras, pero, con el apresuramiento, fui a darlo donde no correspondía y acabé pronunciando el pobre nombre de Augusta con un acento y un gesto de desprecio.

Así libré a Ada de la turbación. Sólo reparó en la ofensa a Augusta:

—¿Por qué se cree superior a Augusta? ¡No creo en absoluto que Augusta aceptara ser su mujer!

Luego recordó apenas que me debía una respuesta:

—Por lo que a mí respecta… me asombra que se le haya ocurrido semejante cosa.

Esa frase áspera debía resarcir a Augusta. Con mi gran confusión pensé que hasta el sentido de esas palabras no tenía otro objeto; si me hubiera abofeteado, creo que me habría quedado vacilante intentando descubrir la razón. Por eso insistí aún:

—Piénselo, Ada. Yo no soy un hombre malo. Soy rico… Soy un poco extraño, pero me será fácil corregirme.

También Ada se mostró más suave, pero volvió a hablar de Augusta.

—Piénselo también usted, Zeno: Augusta es una buena muchacha y le conviene de verdad. Yo no puedo hablar por ella, pero creo…

Era muy agradable oír que Ada me llamaba por primera vez por mi nombre de pila. ¿Acaso no era una invitación más a hablar más claro? Tal vez estuviese perdida para mí, o al menos no aceptaría al instante casarse conmigo, pero entretanto había que evitar que se comprometiera más con Guido, en relación con el cual debía abrirle los ojos. Fui astuto, y ante todo le dije que estimaba y respetaba a Augusta, pero que no quería casarme con ella en modo alguno. Lo dije dos veces para hacerme entender con claridad: «no quería casarme con ella». Así esperaba haber calmado a Ada que antes había creído que yo quería ofender a Augusta.

—Augusta es una muchacha buena, amable, encantadora, pero no es la indicada para mí.

Luego precipité las cosas, porque se oían ruidos en el pasillo y de un momento a otro podían cortarme la palabra.

—¡Ada! Ese hombre no es el indicado para usted. ¡Es un imbécil! ¿No se ha dado cuenta cómo sufría por las respuestas del velador? ¿Ha visto su bastón? Toca bien el violín, pero también hay monos que saben tocarlo. Todas sus palabras revelan a un animal…

Tras haber estado escuchándome con la expresión de quien no consigue decidirse a admitir en su sentido exacto las palabras que se le dirigen, me interrumpió. Se puso en pie de un salto con el violín y el arco en la mano y me dijo palabras ofensivas. Yo hice lo posible por olvidarlas y lo conseguí. Sólo recuerdo que empezó preguntándome en voz alta cómo había podido hablar así de él y de ella. Yo puse ojos como platos de sorpresa, porque me parecía haber hablado sólo de él. Olvidé las numerosas palabras desdeñosas que ella me dirigió, pero no su bello, noble y sano rostro rojo de desprecio y con las facciones más precisas, casi marmóreas, por la indignación. No la olvidé nunca y, cuando pienso en mi amor y en mi juventud, vuelvo a ver el rostro bello, noble y sano de Ada en el momento en que me eliminó definitivamente de su destino.

Volvieron todos en grupo en torno a la señora Malfenti, que llevaba en brazos a Anna, todavía llorosa. Nadie se ocupó de mí ni de Ada y yo, sin despedirme de nadie, salí del salón; en el pasillo cogí mi sombrero. ¡Qué curioso! Nadie venía a retenerme. Entonces me retuve yo mismo, al recordar que no debía faltar a las reglas de la buena educación y que, por eso, antes de irme debía despedirme correctamente de todos. No me cabe duda de que la convicción de que empezaría demasiado pronto para mí la noche, aún peor que las cinco que la habían precedido, me impidió abandonar aquella casa. Yo que por fin tenía la claridad sentía ahora otra necesidad: la de la paz, la paz con todos. Si hubiera sabido eliminar cualquier aspereza de mis relaciones con Ada y con los demás, me habría sido más fácil dormir. ¿Por qué había de subsistir esa aspereza? ¡Si ni siquiera podía enfadarme con Guido, quien, si bien carecía de mérito alguno, desde luego no tenía la menor culpa de ser preferido por Ada!

Ésta era la única que había advertido mi paso por el pasillo y, cuando me vio regresar, me miró ansiosa. ¿Temería una escena? Me apresuré a tranquilizarla. Pasé a su lado y murmuré:

—¡Discúlpeme si la he ofendido!

Me cogió la mano y, tranquilizada, la apretó. Fue un gran consuelo. Yo cerré por un instante los ojos para aislarme con mi alma y ver cuánta paz le había supuesto.

Mi destino quiso que, mientras todos seguían ocupándose de la niña, yo me encontrara sentado junto a Alberta. No la había visto y no advertí, su presencia hasta que me habló así:

—No se ha hecho nada. Lo malo es la presencia de papá, que, si la ve llorar, le hace un regalo bonito.

¡Cesé de analizarme porque me vi entero! Para tener paz, debía conseguir que no se me prohibiera la entrada nunca más a aquel salón. ¡Miré a Alberta! ¡Se parecía a Ada! Era un poco más pequeña que ella y llevaba en su organismo señales evidentes, aún no borradas, de la infancia. Alzaba la voz con facilidad y su risa, muchas veces exagerada, le contraía la carita y se la enrojecía. ¡Qué curioso! En aquel momento recordé un consejo de mi padre: «Escoge a una mujer joven y te será más fácil educarla a tu modo». El recuerdo fue decisivo. Volví a mirar a Alberta. Me esforzaba por desnudarla con el pensamiento y me gustaba tan dulce y tiernecita como me la imaginaba.

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