—Salid y cubríos —les dijo—. Ahora tendremos que esperar a que os sequéis; a doña Mencía no le gustará veros con las sayas pegadas a las piernas.
María salió del agua con la cara como la grana.
Doña Mencía las esperaba en cubierta, acompañada del padre Juan Fernández Carrillo.
—No recuerdo haberos dado permiso para bajar a tierra —dijo secamente.
—Madre, el capitán Trejo se ofreció a llevarnos y…
—María —la voz del fraile era dulce, pero recriminatoria—, no es decoroso que una dama deambule entre salvajes.
El capitán Salazar se acercó con una amplia sonrisa. «¿Burlona?», se preguntó Ana.
—¿Me permitís intervenir, señora? El capitán Trejo me pidió permiso para llevar con él a estas dos damas y se lo concedí, pues sabía cuánto anhelaban bajar a tierra. —Salazar, pese a la antipatía que profesaba a Trejo, lo encubría. Ana pensó que era un auténtico caballero.
El padre Juan Fernández Carrillo se adelantó:
—¿Sois vos el responsable de que estas dos doncellas se paseen entre hombres desnudos, capitán Salazar?
—Padre, los indios del Nuevo Mundo tampoco llevan mucha ropa.
—¡Hemos de evitar a nuestras jóvenes las visiones lujuriosas!
El capitán Salazar sonrió.
—No os ofendáis, fray Juan, si os digo que no sois consciente del lugar al que nos dirigimos.
Las mejillas del fraile parecían a punto de estallar.
—¡Señora, no debéis permitir que estas inocentes doncellas sean expuestas a visiones que podrían corromperlas!
—Ya he pensado en la conveniencia de que los indios vayan vestidos con decencia. Dictaré órdenes en este sentido en cuanto lleguemos a Asunción.
—Me parece muy atinado, doña Mencía. Hasta ahora este problema no se había presentado, porque apenas han viajado al Nuevo Mundo mujeres de calidad. Pero nuestro deber de cristianos es preservar el pudor de nuestras jóvenes damas ¡y aun el de las indias!, lo quieran o no.
Doña Mencía admiró la ecuanimidad con que el virtuoso sacerdote trataba a indias y españolas.
—Haré lo que esté en mi mano para que así sea, padre Juan —volviéndose hacia las muchachas, dijo—: A vosotras dos, ¡os prohíbo volver a tierra!
—Pero, madre, tan solo hemos lavado la mitad de nuestra ropa —señaló María tímidamente.
Ana supuso que, más que lavar la ropa, a María le interesaba la compañía del capitán Trejo, y decidió apoyarla:
—El barbero cree conveniente que, antes de cruzar el océano, tomemos un baño en el arroyo, con la ropa puesta, claro.
—No veo la necesidad —replicó el fraile—. Nos bañamos antes de salir de Sevilla. El que se prestó a ello, claro.
—Nuestro barbero cirujano, aunque no sea licenciado, es un hombre instruido y asegura que la limpieza previene la peste del mar —intervino el capitán.
—Bastará con que se laven la cara y las manos. Será igual de efectivo y más decoroso.
El capitán soltó una carcajada. El fraile se acercó y lo olisqueó.
—Por lo que huelo, vos habéis hecho caso a ese barbero nuestro.
—Sí, ayer cuando bajé a tierra me di un baño —replicó el capitán—. Nuestro barbero sigue las recomendaciones de Rais, un famoso médico persa…
—Esas recomendaciones huelen a herejía —farfulló el fraile de mal humor.
—Aunque aprendió su oficio de los infieles, nuestro barbero es un hombre de fe —replicó Salazar, súbitamente serio—. De otro modo no hubiera permitido que se enrolase en este barco.
—No son de fiar los sanadores que aprenden de los infieles.
—¡Hasta nuestro amado emperador Carlos emplea médicos musulmanes y judíos!
—Así será si vos lo decís, capitán. Pero no voy a permitir que nuestras doncellas se bañen cuando les venga en gana, sin pudor alguno, como las infieles. Si queremos prevenir la peste, haremos lo que siempre han prescrito nuestros médicos: nos sangraremos y nos purgaremos.
—¿Todos?
—Sí.
—Los «jardines» no darán abasto, padre.
Doña Mencía le lanzó a Salazar una mirada reprobatoria e hizo un movimiento de negación con la cabeza para indicarle que dejase de discutir.
—Nuestras damas preferirán las pestilencias al baño, porque este aja la piel —continuó el fraile.
—Las indias se lavan con frecuencia y no sufren enfermedad por ello —replicó Salazar con una sonrisa burlona—, más bien al contrario.
El sacerdote dio media vuelta y se fue sin replicar. Llevaba las mejillas rojas. Ana sintió cierta pena de él. Era un hombre afable y tímido, que si se dejaba arrastrar a tales polémicas no era por gusto, sino por defender sus convicciones.
Esa tarde, a la hora de la siesta, la joven soñó que nadaba desnuda en las claras y frescas aguas del río.
Costa del golfo de Guinea. Mes de septiembre del Año del Señor de 1550
D
oña Mencía había acordado encontrarse con su hijo Diego en la isla de Santa Catalina diez meses después de su marcha de Sevilla; es decir, en febrero del año 1551. Y si la tempestad y el ataque de los piratas no la hubiesen apartado de su rumbo, hubiera tenido tiempo de ir hasta Asunción, averiguar cómo estaba la situación política y después regresar a Santa Catalina con la información necesaria para ayudar a su hijo a tomar el poder.
Aunque los carpinteros trabajaban con ahínco para acelerar la partida, sus planes se habían trastocado. Llevaban cinco meses de retraso y la travesía sin instrumentos de marear se preveía larga y dificultosa. Así pues, tendría que renunciar a ir a Asunción y quedarse en Santa Catalina, donde las naves de Becerra y Ovando los estarían esperando, si es que se habían salvado de la tempestad.
Doña Mencía se consolaba pensando que el tiempo de espera podría emplearlo en la fundación de una colonia en la bahía de San Francisco, como le había encomendado la Corona, para frenar el avance de los portugueses hacia el sur.
Cuando las reparaciones concluyeron, el jefe del poblado les ofreció una fiesta de despedida la noche antes de que zarparan.
Tan solo quedaron a bordo del
San Miguel
el barbero cirujano, el despensero con su ayudante, los frailes, las mujeres y el capitán Salazar con un retén de guardia para protegerlas.
Alrededor de la medianoche, oyeron unos gritos por el lado de estribor. Era el contramaestre, que se acercaba en un bote con seis marineros.
—¡Ayudadnos! ¡Traemos un herido de flecha! —gritó.
Salazar y los soldados acudieron a la borda. Ana, que se había despertado con los gritos, se asomó también.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Salazar.
—El jefe del poblado nos obsequió con un aguardiente de raíces, los marineros se emborracharon y…
—¿No os había dicho que evitaseis las borracheras y las riñas?
—La música les hizo perder la cabeza.
—Sería el aguardiente, no la música.
—Las muchachas negras salieron a bailar. Eran muy hermosas y movían sus cuerpos de una forma tan incitante que…
—Así que la culpa la tuvieron las muchachas…
—Señor, cuando la danza se volvió más rápida, se meneaban a tal velocidad y de forma tan lasciva, que algunos marineros no pudieron contenerse y se echaron encima de las mujeres, pensando que los alentaban. Pero ellas se resistieron ¡y de qué forma!, a mordiscos, patadas y puñetazos. Los demás acudimos en su ayuda… Se organizó un alboroto tal de gritos y carreras por el poblado, que el jefe mandó prendernos a todos, incluso a los que no habíamos hecho nada. ¡Nosotros hemos escapado de milagro!
—¡Maldita sea! ¡Basta que una cosa no convenga para que venga! —gritó Salazar—. ¿Dónde están?
—Prisioneros en una cabaña.
—¿Todos?
—Sí.
Salazar estaba soliviantado.
—¡Esos marineros sin seso merecerían que les cortasen las vergüenzas! En fin, habrá que ir a rescatarlos.
En ese instante, llegó doña Mencía acompañada del padre Juan.
—Capitán —dijo el sacerdote—, antes de disparar un solo tiro, os recuerdo que nuestro intérprete o lenguaraz ha de leerles el «Requerimiento» y preguntarles si están dispuestos a convertirse a la verdadera fe.
Salazar le miró con los ojos entornados.
—Pensé que solo era menester hacerlo con los indios…
—La ley ha de cumplirse, incluso en África.
—Mandaré al lenguaraz que se ponga una armadura a prueba de flechas, por si nuestro Señor no hace el milagro de que esos negros le entiendan —contestó con sorna el capitán.
Ana estaba de acuerdo con Salazar. ¿De qué valía que el intérprete o lenguaraz les leyese el «Requerimiento» en latín, griego y castellano, si esas lenguas era desconocidas tanto en África como en el Nuevo Mundo?
El capitán mandó arriar unos botes y partió a liberar a los prisioneros.
Tras un par de horas de larga y tensa espera, en las que se oyeron varios disparos de arcabuz, volvió con todos los hombres sanos y salvos.
—A los primeros arcabuzazos se asustaron y pusieron a los prisioneros en libertad —explicó Salazar a la Adelantada.
Zarparon antes de que los habitantes del poblado, una vez repuestos del susto, atacaran el
San Miguel
, pues, aunque era difícil que lo dañasen con sus armas rudimentarias, cabía la posibilidad de que lo incendiasen con flechas de fuego.
A bordo del
San Miguel.
De septiembre a diciembre del Año del Señor de 1550
L
os primeros días de navegación apenas lograron alejarse unas cuantas millas de la costa. El viento era tan débil que avanzaban con una lentitud exasperante. Pero nadie se preocupaba. Había agua y comida en abundancia y pensaban que, tarde o temprano, el viento hincharía las velas y los llevaría a su destino. Sólo el piloto mayor oteaba continuamente el horizonte, temeroso de perder el rumbo.
Doña Sancha empezaba a tener problemas para controlar a las jóvenes. Ya no estaban dispuestas a obedecer sin rechistar, como al comienzo del viaje, bien porque se hubieran hecho mayores o porque la experiencia del ataque de los piratas las hubiera curtido. Buscaban por su cuenta entretenimientos distintos a los que la dueña proponía. Era frecuente verlas jugar a la gallinita ciega:
Gallinita ciega,
si tú quieres ver,
a la que toques
la has de conocer.
Pero a quien tocaban era a algún marinero gallardo que, «casualmente», pasaba por allí. Lo que despertaba risas y grititos sofocados por parte de las jóvenes.
Doña Sancha, desesperada porque no podía controlarlas, molestaba a la Adelantada una y otra vez con sus quejas.
Ana sabía que doña Mencía tenía preocupaciones más importantes que aquellos lances tan triviales.
Los marineros enseñaron a las damas a jugar a la chueca. Un equipo se ponía enfrente del otro y tenían que conseguir que la chueca o bolita, que empujaban con palos, traspasase la raya contraria. Algunas muchachas resultaron tan hábiles que unos marineros las incluyeron en su equipo. Cuando doña Sancha los sorprendió, corrió en busca de la Adelantada. Al oír sus gritos, doña Mencía, que se encontraba con Salazar y el piloto mayor, salió a ver qué pasaba.
—¡Señora, las damitas están jugando a la chueca con la marinería!
—¿Han intentado propasarse? ¿Les han faltado al respeto? —preguntó Salazar llevando la mano a la espada.
«Más bien al contrario —pensó Ana—. Ahora los marineros nos tratan con camaradería. Ya no nos dicen requiebros soeces, como al inicio de la travesía, si bien siguen jurando en nuestra presencia.»
—¡Contesta, Sancha! —le espetó Mencía.
—No, no han intentado propasarse —continuó la dueña—. Pero sus juegos no son tan inocentes como aparentan, señora.
—Es bueno que tengan algún entretenimiento —dijo Salazar.
Mencía dejó que continuaran el juego, con contrariedad por parte de la dueña, que no paraba de farfullar que, con aquellos movimientos tan bruscos, tal vez las jóvenes perdieran la doncellez.
Detrás de la chueca, aprendieron otros juegos y los días se hicieron más amenos.
Ana se había acercado a Alonso desde que este la defendiera ante el jefe de los piratas. Seguía enamorada de Salazar, pero le estaba agradecida y no rehuía conversar con él.
—Como te vuelva a ver hablando con ese gañán, te quedarás sin comer, Ana. No me explico qué ves en él —gruñía doña Sancha.
Un día, el joven le pidió uno de los libros de doña Mencía y ella, tras solicitar el permiso a la dama, se lo prestó. Descubrió que era inteligente para ser un villano y accedió a prestarle más.
Dos meses después seguían perdidos en mitad del océano, sin que el viento soplase.
El calor y la humedad echaron a perder las conservas.
Una mañana, cuando Alonso abrió un barril de carne ahumada para preparar el guiso del día, exclamó:
—Maese Pedro, la carne de este barril está llena de gusanos. ¿La tiro?
—¡Ni se te ocurra! Ponía a cocer sin decir nada a nadie, que los gusanos también sustentan.
Al poco, toda la comida se había corrompido y el cocinero comenzó a usar vinagre para disimular su mal sabor.
Los bizcochos se deshacían como el polvo, pero tampoco maese Pedro quiso tirarlos. Y con razón, porque en aquella zona apenas había pesca y la comida empezaba a escasear.
Doña Mencía ordenó que repartieran raciones iguales para todos, sin hacer excepción ni con los mandos ni con las mujeres.