—Conseguiréis todo lo que os propongáis. —Eso la halagó—. Porque sois animosa y valiente…, la dama más valiente de este barco.
Ana se sobresaltó. Aquel grumete se estaba tomando demasiadas licencias.
—Debo irme, gracias por todo. —Dio media vuelta y se dirigió al castillo de popa.
Entró con la intención de convencer a sus compañeras de que saliesen a cubierta a tomar el aire y de que comiesen algo. De seguir apiñadas en el maloliente espacio del castillo de popa terminarían enfermando.
Agotadas por la interminable noche de tormenta, ninguna se mostró dispuesta a salir.
—Ana, estoy muy malita —le susurró Rosa.
—¿Qué te ocurre?
—Estoy sangrando.
—¿Sangrando…?
—Por… abajo. ¿Me voy a morir?
—No, claro que no. Nos pasa a todas. ¿Tu madre no te ha hablado de eso? —Rosa negó con la cabeza—. En cuatro o cinco días se pasa. ¿Tampoco te dio lienzos para la costumbre
[27]
?
—Sí, pero los guardé en el baúl de la bodega.
—Te prestaré los míos. Llevo para tres meses y tardaremos menos en llegar a Asunción.
—¿Volveré a sangrar?
—El mes que viene.
—¡Qué asco! Me duele mucho la tripa.
—El calor te aliviará.
Ana buscó a la Adelantada, que estaba reunida con Salazar.
—¿Puedo hablaros un momento a solas?
—Estoy ocupada, Ana.
—Es importante.
La dama se separó del capitán.
—¿Qué ocurre?
—Algunas muchachas han… ya sabéis.
—¿Menstruado?
—Sí. La ropa se pudrirá si no la lavamos… Para colmo, con los vómitos de esta noche, todo apesta…
—Capitán Salazar, acercaos. ¿Cómo suele lavarse la ropa a bordo?
—Señora, los marineros se lavarán cuando lleguemos. Naturalmente, con la ropa puesta.
—Somos damas, capitán. Necesitamos lavar… nuestra ropa íntima.
—¡Ah! Comprendo. En caso de necesidad, metemos la ropa en jaulas y la dejamos remojarse varias horas hasta que el agua del mar la limpia.
—Entonces, ordenad a los carpinteros que construyan unas cuantas jaulas. Supongo que con las que hay no será suficiente… Unas diez…
Fray Bernardo y fray Carrillo les interrumpieron.
—Haced salid a las damas, señora, que vamos a celebrar en cubierta una misa seca, para evitar que el vino consagrado se derrame —dijo fray Bernardo.
—Están agotadas —se atrevió a decir Ana. —Antes de nada, hemos de dar gracias a Dios Nuestro Señor por habernos salvado.
—Sí, claro. Ana, ve a decirles que se levanten.
Costa del golfo de Guinea. Finales de mayo del Año del Señor de 1550
V
einte días después de la tempestad, el viento, cálido como aliento de fogón, los empujaba lentamente hacia el sur. Cada día era más tórrido que el anterior y el calor se hizo tan insoportable que Sánchez Vizcaya, el piloto mayor, y el contramaestre, se vieron obligados a cambiar el orden de las tareas a bordo. Decidieron que las más duras se realizaran al amanecer o después del ocaso; y las horas centrales del día, las más cálidas, se dedicaran a tareas livianas como zurcir velas o reparar cabos.
Las mujeres apenas abandonaban su cámara durante las horas de sol para evitar que este desluciera la blancura de sus rostros, conseguida con tanto esfuerzo. En la oscuridad del camarote, se quedaban en camisa para aliviarse del calor. Los hombres no tenían empacho en desprenderse de cuantas prendas les estorbaban y caminaban por cubierta con el torso desnudo. En cambio, las muchachas, cuando salían del camarote, no se atrevían —y tampoco doña Sancha lo hubiese permitido— ni a quitarse la golilla almidonada que les envolvía el cuello. Como solía decir, eran damas y debían vestir como tales ¡en cualquier circunstancia!
Ana soportaba muy mal tantas horas de encierro, pero se veía obligada a esperar a que bajara el bochorno, ya que era impensable pasear por cubierta, a las horas del calor, llevando aquellos trajes tan pesados.
Tras varias jornadas, el viento cambió y los empujó hacia tierra. Un amanecer el vigía distinguió una línea de montañas y gritó:
—¡Tierra a la vista!
Sánchez Vizcaya, el capitán Salazar y Trejo corrieron a babor en camisa. Doña Mencía se sumó al grupo tapándose con un ropón.
Ana, que también había oído al vigía, salió del castillo de popa y se acercó.
—¿Qué costa es esta? —preguntó la Adelantada.
—Creo que la de Guinea —le respondió Sánchez Vizcaya.
—¿Será seguro recalar aquí?
Salazar se encogió de hombros y dijo:
—No nos queda más remedio que hacerlo, y por algún tiempo; la nao necesita una reparación a fondo.
—A mi entender, sería suficiente con una superficial y zarpar cuanto antes —replicó Hernando de Trejo. Ana se sorprendió del tono mordaz que empleó con Salazar.
—Sería una temeridad cruzar el océano con la nao en tan malas condiciones, Trejo —se inmiscuyó Sánchez Vizcaya.
—¡No soy de esa opinión! ¡Hay que proseguir la travesía cuanto antes!
—¡Deja de opinar sobre lo que no sabes, Trejo! —terció Salazar irritado.
Ana pensó que, por alguna razón que desconocía, el capitán Trejo le tenía inquina a Salazar. Aunque solían tratarse con exquisita cortesía, había alguna rivalidad entre ellos, no le cabía duda. ¿Sería porque Salazar le había arrebatado el mando del
San Miguel
?
Al día siguiente, costeando, el vigía divisó desde la cofa una ensenada tranquila rodeada de bosques que parecía apropiada para reparar la nao. Y el piloto mayor, tras verificar con el escandallo que había profundidad suficiente para que el
San Miguel
no embarrancara, ordenó echar el ancla.
El capitán Hernando de Trejo fue enviado en un batel con seis marineros y seis soldados armados a inspeccionar la zona; él insistía en que iba por propia decisión, hacía suyas las órdenes que se le daban. Tres horas después, regresó con buenas noticias: cerca de la playa había un arroyo de agua fresca y, en los alrededores, árboles de buen tamaño, válidos para reparar la nao.
En todos prendió el deseo de bajar a tierra, pero el capitán Salazar mandó a otro grupo de exploradores —lo que le acarreó un nuevo enfrentamiento con Trejo— para que examinaran el terreno más exhaustivamente. Volvieron con una novedad: a una legua de distancia, entre la vegetación, había un poblado de hombres negros.
Al día siguiente, Hernando de Trejo fue al poblado con rescates —espejos, tijeras, cascabeles, cuentas de colores y otros regalillos— para comprobar si eran recibidos en son de paz. Se ofreció voluntario para esta empresa, que entrañaba cierto peligro, y Salazar no se atrevió a negarle el permiso.
Doña Mencía se hallaba en su camarote redactando un informe, acompañada de Ana y del escribano Pedro de Flores de Burgos, cuando Trejo volvió. Tras saludar a la Adelantada con una inclinación, informó:
—Los hombres del poblado no son belicosos. El jefe nos ha colmado de regalos.
De un serón que traía, sacó dos pieles de un animal desconocido, delicadamente curtidas, cinco esteras y unas telas con dibujos geométricos.
—¡Alabado sea Dios, que nos ha puesto en el camino de la fortuna! —exclamó el escribano, hombre prosopopéyico y de maneras untuosas.
—No entiendo… —murmuró doña Mencía.
—Ese cacique debe de estar acostumbrado a hacer tratos con los traficantes de esclavos y estará dispuesto a vendernos unos cuantos.
—Nosotros no necesitamos esclavos —replicó la dama secamente.
Ana sonrió al ver la cara de pasmo del escribano. Ignoraba que doña Mencía fuera contraria a la esclavitud. Ella le había prestado en Sevilla los cuadernos de Bartolomé de las Casas.
—Si os repugna, habéis de saber que fray Tomás de Mercado opina que vender esclavos es negocio lícito —insistió el escribano.
—¿No os importaría ser esclavo, don Pedro?
—¡Dios me libre, señora! Ese fraile no se refiere a los cristianos.
Hernando de Trejo se apresuró a dar su opinión:
—La esclavitud nace de la piedad, porque impide que el vencedor mate al prisionero.
—¿Quién dice eso? —le preguntó la dama con acritud.
—La doctrina agustiniana…
—¡Ah! Y vos sois su firme defensor.
El escribano, convencido de que su deber era defender los intereses económicos de la Adelantada, volvió a la carga:
—Sería de muy buen tono presentarnos en Asunción con una buena cantidad de esclavos. Y haríamos un buen negocio vendiéndolos, más adelante, a los portugueses, que los prefieren a los indios para trabajar en sus plantaciones y pagarían buenos dineros. ¡No es cosa de despreciar el regalo que el Cielo nos ha puesto en las manos, señora!
Ana observó que la dama estaba cada vez más irritada. Pero doña Mencía se mordió los labios y dijo aparentando indiferencia:
—El
San Miguel
va cargado hasta los topes y ha quedado maltrecho por la tormenta; es impensable meter más gente.
—Podrían viajar en cubierta.
—Para eso tendríamos que deshacernos de los animales. ¡Y no me parece atinado!
—¿Por qué…?
La dama suspiró:
—No sabemos cuánto durará la travesía del océano y, en caso de hambre, los animales se pueden comer y los esclavos no, que, gracias a Dios, somos buenos cristianos —bromeó.
—¿Y si los metiéramos en la sentina?
Aquel hombre era un auténtico estúpido.
—¡No insistáis más o me veré obligada a… amonestaros! ¡Salid inmediatamente de aquí!
Ana pensó que, en realidad, lo que más la había incomodado era la falta de piedad del escribano, al no caer en la cuenta de la tortura que sería para aquellos hombres, por muy esclavos que fueran, viajar en la sentina, donde chinches, pulgas, ratones y cucarachas medraban más que el aire. Sintió respeto por ella. Pero ¿qué pasaría cuando llegasen al Nuevo Mundo? Si lo que contaba en su libro el padre Bartolomé de las Casas resultaba no ser una exageración, ¿se pondría doña Mencía de parte de los indios? No, no podía siendo su hijo el Adelantado. Ya Alvar Núñez Cabeza de Vaca había sido destituido por eso.
Dos días después, el capitán Salazar dio permiso a las muchachas para que bajaran a lavar sus ropas en el arroyo, cerca de la playa.
Ana, muy contenta, corrió al castillo de popa para recoger sus prendas íntimas. ¡Por fin podría lavarlas como Dios manda! Llevaba demasiado tiempo haciéndolo por el sistema de meterlas en una cesta, echarla al mar y dejar que el agua salada las limpiara, exponiéndolas a la corriente durante horas o días si era preciso. Pero la sal endurecía los tejidos y le provocaba escoceduras terribles.
Antes de entrar en el camarote de las mujeres, descubrió un ramillete de flores silvestres que alguien había dejado en la borda, justo donde se había parado a hablar con Alonso. Después de comprobar que el joven no la miraba, se lo acercó a la cara e inspiró con placer. «¡Qué agradables resultan el olor y la frescura de las flores, después de tanto tiempo encerrada en este barco, que apesta a podredumbre!», pensó. Le apenaba que no fuera Salazar quien se las hubiese dejado. «Ya tengo quince años. ¿A qué espera para fijarse en mí?»
María de Sanabria, la hija mayor de doña Mencía, salió en ese momento del castillo de popa llevando en las manos un ramillete de flores similar al suyo.
«Alguien le está haciendo la corte, pero ¿quién? No puede ser el capitán Salazar, puesto que no ha bajado a tierra», pensó Ana, con alivio. Recordó haberla visto de plática con el capitán Hernando de Trejo hacía unos días. Era viudo, pero también amigo íntimo de Diego, su hermano, que lo había elegido para capitanear el
San Miguel
. ¿Se habrían enamorado? La alegría iluminó su cara. Si María de Sanabria no se casaba con el capitán Salazar, todavía podía confiar en que se fijase en ella. Tarde o temprano se daría cuenta de que se había convertido en una mujer. Recordó la conversación entre la Adelantada y el presidente del Consejo de Indias. ¿Por qué doña Mencía consentía que su hija fuese cortejada por otro hombre? Una sospecha la asaltó: ¿y si la Adelantada hubiese planeado casarse ella misma con el capitán? Tenían edades parejas y ella todavía era hermosa, si bien en las últimas semanas había permitido, por descuido, que el sol tostase su cutis. Quizá lo hubiese hecho a propósito; el capitán Salazar hablaba con frecuencia de la belleza de las indias de piel canela. ¿Se habría pro puesto la Adelantada seducirlo?
Ensimismada como estaba en estos pensamientos, se sobresaltó al oír la voz del vigía:
—¡Barco a la vista! ¡Barco a la vistaaa por babooor!
Los marineros abandonaron sus tareas y sé apresuraron a asomarse por la borda.
Salazar salió de su camarote catalejo en mano. Tras él corrieron Sánchez Vizcaya y el capitán Trejo. Enseguida se les sumó la Adelantada. El grupo comenzó a discutir junto a proa por el lado de babor.
Ana, convencida de que algo grave pasaba, buscó un lugar desde el que poder escuchar sin ser vista.
Alonso, al verla subir a la toldilla de proa, decidió seguirla. La encontró escuchando la conversación desde lo alto.
—¿Estáis seguro de que no es de los nuestros? —preguntaba la Adelantada.
—No, señora, no es ninguno de los buques que nos escoltaban. Es francés.
—¿Qué hace un buque francés en aguas portuguesas?
El capitán Salazar y el piloto cruzaron una mirada.
—Tememos que sean piratas.
Alonso se acomodó junto a Ana. Ella hizo un mohín, pero la conversación volvió a acaparar su atención.
—¿Piratas…? —exclamó la Adelantada—. ¿A qué esperamos entonces? ¡Dad orden de izar el ancla y huyamos!
—Señora, nuestros mástiles están rotos.
—¡Remaremos las mujeres, si es preciso! ¡Hay que evitar que nos aborden!
—Llegarán antes de que logremos levar el ancla.
Doña Mencía se sublevó:
—¿Es que no vamos ni siquiera a intentarlo?
—Aun en perfecto estado, el
San Miguel
es un barco lento —explicó el piloto mayor—. La misión de los buques que nos escoltaban era la de defendernos.
—Solo nos queda morir con dignidad —concluyó Salazar.
La Adelantada parecía a punto de perder el control.
—¿Y a nosotras?
—Os juro, señora, que hasta el último de mis hombres dará su vida para defender el honor de las damas de este barco —replicó Salazar.