—¿A qué si no? ¡Vamos a acercarnos y lo verás!
Los marineros abrieron un pasillo al capitán, al piloto mayor y al contramaestre, que se acercaban con parsimonia a las sillas. Alonso vio que, efectivamente, tenían un agujero en el asiento.
En medio del jolgorio, los tres mandos se bajaron las calzas y se sentaron a hacer sus necesidades a la vista de todos.
Alonso, que siempre había creído que esas sillas eran para pescar, pensó que eran un invento ingenioso y práctico, pues el que las evacuaciones cayeran al mar evitaría resbalones y malos olores.
—¿Cómo se llaman esas sillas? —preguntó al cocinero, divertido al ver que los agujeros dejaban los traseros de los mandos al descubierto.
—Jardines.
Al oírlo, unos marineros que estaban a su lado recitaron:
—
¡En los jardines toda majestad se pierde y todos somos iguales!
—
¡Iguaaales, iguaaales, iguaaales!
—coreó el resto de la tripulación entre carcajadas.
Y comenzaron a cruzarse apuestas entre la tripulación sobre cuál de los tres mandos sería el primero en evacuar.
Ellos, para no defraudar a sus partidarios, se entregaban a la tarea con ahínco, apretando con todas sus fuerzas.
Fue el piloto mayor, con los ojos salidos, el que consiguió los laureles del triunfo. Cuando bajo su «jardín» se levantaron salpicaduras, estallaron aplausos.
—¡Vítor, vítor para el piloto mayor!
Lo apearon de la silla para pasearlo en volandas por cubierta pese a sus protestas, pues aseguraba que aún no había acabado.
La tripulación no olvidó a los otros dos mandos, pues cada vez que sus apretones daban fruto, fuese este parcial o total, los ovacionaban.
La aparición de doña Mencía, escoltada por Hernando de Trejo, paralizó la diversión y dejó a todos expectantes.
Avanzó hasta el «jardín» donde Salazar, congestionado por el esfuerzo, estaba coronando con éxito la tarea.
—No puedo imaginar, capitán, cómo consentís este espectáculo en una nave donde viajan damas de calidad —le dijo secamente.
—¡Señoora, estoo noo es lo quee pareceee! —contestó con voz estreñida.
—¿Ah, no?
Salazar bajó de la silla de un salto, tapándose el trasero con la capa.
—Lo que vuestra merced considera una falta de respeto es una tradición en esta nao. Tendréis que acostumbraros a… ciertos desahogos. Vamos hacinados. En un barco… uno regüelda, otro vomita, otro suelta los vientos… y en esta situación no se le puede reprochar a ninguno que tenga mala crianza.
La dama se encerró en el camarote dando un portazo.
—¡Mujeres y mares, dobles males! —masculló Salazar.
Al día siguiente, instadas por doña Mencía, las damitas cosieron varias cortinas con tela de velas y se las llevaron al capitán para que tapase con ellas «los jardines».
Salazar llamó a la tripulación a cubierta para notificarles que, a partir de ese momento, todo el que necesitase usar los jardines habría de echar las cortinas, so pena de una sanción de doble turno.
Los marineros celebraron su orden con un jolgorio de risas y chanzas.
—Ya sea blando, ya sea duro, hay que ponerle cortinas al culo
—dijo uno.
A lo que otro, imitando la voz de la Adelantada, contestó:
—
Domino meo
, es muy feo;
domino orino
, es más fino. Un tercero añadió:
—¡Por tierra o por mar, con cortinas se ha de cagar!
—¡Todo el mundo a sus puestos! —gritó Salazar para poner fin a las chuflas.
A bordo del
San Miguel.
Día 13 de abril del Año del Señor de 1550. Tercer día de navegación
L
as jóvenes pasaban el día recluidas en el castillo de popa, donde doña Sancha las entretenía con canciones, juegos y, sobre todo, oraciones (rezaron seis rosarios en dos días). Pero ya, al tercer día de viaje, algunas comenzaron a deprimirse.
Ana descubrió a Rosa hecha un ovillo en un rincón.
—¿Qué le pasa? —le preguntó a Marta.
—Dice que le duele la tripa.
Ana se acercó y le acarició el cabello. Rosa la miró. Tenía las mejillas mojadas.
—¿Te duele mucho? ¿Quieres que llame al cirujano?
—No.
Doña Sancha se acercó.
—¡Claro que no le duele! Y aunque así fuera; la ociosidad acrecienta todos los males. ¡Ponte de pie y haz algo!
Rosa obedeció.
—¿Cuánto tardaremos en llegar, Ana? —preguntó secándose las mejillas con el dorso de la mano.
Ana se encogió de hombros.
—Supongo que un mes hasta Santa Catalina y dos a Asunción.
—¿Tanto? No sé si podré aguantarlo.
Ana fue a hablar con doña Mencía. Le expuso que sus compañeras estaban melancólicas.
—Permanecer encerradas la mayor parte del día, medio en penumbra —le dijo—, no les ayuda a levantar el ánimo.
La Adelantada fue a hablar con Salazar, que se mostró partidario de dejarlas salir a cubierta.
—Hablaré con la tripulación. Les amenazaré con tirar al agua al que les falte al respeto. ¡Y voto al diablo que lo cumpliré! —dijo.
Las jóvenes recibieron permiso para pasear por el barco siempre que fuesen recatadamente vestidas y no estorbasen las tareas de la tripulación.
Los días posteriores fueron muy agradables para ellas, pues en cubierta corría una brisa suave y podían sentarse a charlar y hacer labores de aguja junto a la borda.
Ana le pidió a doña Mencía un par de libros y la dama se los prestó encantada. Así descubrió lo placentero que era leer mientras respiraba el aire del mar.
—Me gusta Ana —le comentó Isabelita a su madre—. No se pasa el día mascando búcaros de barro ni refregándose la piel con vinagre o bebiéndoselo, como mis hermanas y sus amigas.
—¡Procura que no te oigan!
—¿Por qué beben tanto?
—Para estar hermosas. El vinagre empalidece la piel.
—Y avinagra el humor —añadió la niña con un mohín.
Mencía sonrió a su pesar. Aquella pequeña era la más ingeniosa de sus hijas.
A bordo había mucho que hacer. Los marineros, cuando no estaban extendiendo o plegando velas, tenían que regar la cubierta o achicar el agua que se acumulaba en la sentina. Maese Pedro, con ayuda de Alonso, mantenía una vigilancia constante sobre los barriles, que tendían a aflojarse debido al continuo vaivén del barco.
Desde el segundo día, las tareas se hicieron más rutinarias y el capitán determinó que cada marinero tuviese cuatro horas de trabajo por cuatro de descanso y que los turnos comenzasen a las tres, a las siete y a las once.
Los marineros pasaban las horas de asueto cantando o tocando la flauta, la guitarra o la dulzaina. Algunos jugaban a escondidas a los naipes o a los dados. Y siempre había quien narraba fabulosas aventuras vividas personalmente, oídas, inventadas o sacadas de algún libro y que les habían sido narradas por alguien que sabía leer. Ana, siempre que podía, pegaba el oído para escucharlas. Le gustaban sobre todo las historias de Indias que los marineros solían contarse al anochecer, antes de entregarse al sueño, con el tañido de una guitarra de fondo. Era, la de oír historias de Indias, una afición que tenía en común con Alonso, aunque ambos lo ignoraban.
Una de las más conmovedoras la escuchó, cuatro días después de embarcar, de labios de maese Pedro. Isabelilla la había arrastrado a la cocina a curiosear.
Alonso, que amasaba harina en una artesa cerca del fogón, se escabulló al ver llegar a Ana.
—Voy a buscar agua —farfulló.
—¿Podemos ayudar, maese Pedro? —preguntó la pequeña.
—Claro. Nos vendrá muy bien vuestra ayuda para hacer bollos —contestó el buen hombre, consciente del aburrimiento de la pequeña.
—¿De verdad, maese Pedro? —preguntó la niña con los ojos brillantes por la ilusión.
—Sí, hoy es buen día para encender el fogón y vamos a cocer unos pocos bollos entre los rescoldos, para los mandos.
—¿Por qué es un buen día para encender el fogón?
El cocinero sonrió. Tenía simpatía a aquellas dos jovencitas que no paraban de recorrer el buque preguntando qué o para qué era cada cosa.
—Porque la mar está en calma, Isabelita. Cuando está picada o hace viento no se debe encender, pues con los vaivenes podría caer o volar algún rescoldo e incendiar la nao. Los días de marejadilla solo comemos conservas y bizcochos.
Maese Pedro les enseñó a moldear bollos con los trozos de masa que sacaba de la artesa.
—¿Es cierto que cuando lleguemos al Nuevo Mundo ya no comeremos pan? —le preguntó Isabelilla.
—¿Quién te ha contado eso?
—Doña Sancha, mi aya; dice que allí no hay harina.
—Sí que la hay —replicó Ana—. En Sevilla vi unas semillas doradas con las que los indios hacen harina.
—Esas semillas son maíz y, efectivamente, de ellas se saca una harina muy rica. En el Nuevo Mundo hay alimentos sabrosísimos: verduras, carnes, frutas deliciosas… ¡os gustarán, ya veréis!
—¿Has estado allí muchas veces, maese Pedro?
—La primera vez que crucé el océano tenía más o menos tu edad e iba muerto de miedo. Había oído contar que el mar acababa en una enorme catarata y en su fondo vivían animales monstruosos capaces de tragarse barcos del tamaño del
San Miguel.
—Isabelita se estremeció y el cocinero acarició sus rizos con ternura—. Esos monstruos no existen, pequeña. En aquel tiempo, muy pocos habían cruzado la mar océana y se contaban historias terribles —cortó un trozo de masa y dijo—: ¡Os voy a hacer un
preñao
de mi tierra! ¿Sabéis qué es? —Cogió un chorizo y lo introdujo dentro de la masa, a la que dio forma de panecillo—. ¡Un bollo relleno de chorizo! Pronto avistaremos las Islas Afortunadas y hay que celebrarlo.
—¿Cómo son los indios, maese Pedro?
—Como… nosotros. Las niñas se parecen a ti.
—Mi aya dice que son crueles.
—Pelean por sus tierras… y en cuanto a crueldad, los superamos con creces.
—Fray Juan dice que debemos tratarlos bien y enseñarles la verdadera fe para salvarlos del infierno. Tan solo si se resisten…
—¿A qué? ¿A que les arrebaten sus tierras…? ¿A ser esclavizados…? —Estaba rojo de ira. Ana no terminaba de comprender qué le irritaba tanto.
—Son malos… —susurró la pequeña, desconcertada—, comen carne humana.
—Solo la de sus enemigos más admirados, porque creen que así se les transmiten su valor y su fuerza —al percatarse de la desolación de la niña, el cocinero suavizó la expresión—: ¡Perdóname, pequeña! Esta no es una conversación adecuada para una damita tan linda. Marchaos ya; en cuanto estén los
preñaos
, os los haré llegar.
La niña se fue, pero Ana se quedó.
—¿Defendéis a los indios? —preguntó en voz baja.
El cocinero la miró. Parecía distinta al resto de las muchachas del barco… pero ¡era tan joven! ¿Cómo iba a entender en un momento lo que a él le había costado años asimilar?
Ella interpretó erróneamente su silencio.
—Podéis hablar con libertad, maese Pedro. Circula por Sevilla un manuscrito del padre Bartolomé de las Casas que denuncia las crueldades de los conquistadores con los indios. Muchos dicen que exagera y se oponen a que sea impreso en todo el reino. Me gustaría saber qué hay de verdad en él.
—Yo no sé leer; solo puedo hablar de lo que he vivido… Quizá seáis demasiado joven para oír esta historia, pero es conveniente que sepáis lo que en verdad sucede. —Su voz sonaba infinitamente triste—. Hace bastantes años, casi veinte, yo era un joven apuesto y de buen talle. —Ana trató de imaginarse a aquel hombre rechoncho y coloradote como a un joven esbelto, pero se le hizo difícil—. Cuatro compadres y yo pescábamos tranquilamente frente a la costa de Santa Catalina cuando fuimos sorprendidos por los tupíes. Nos hicieron prisioneros y nos llevaron a su poblado. Nunca pensé en salir con vida de aquel trance, pero una hermosa joven, hija del jefe, se enamoró de mí. Le gustó mi piel clara, que es signo de distinción entre los indios, si bien mi barba le era repugnante. Me afeité y ella me salvó la vida, ayudándome a escapar. Sabía que su familia se vengaría por su traición y la llevé conmigo. Terminé enamorándome de ella. ¡Era dulce como la miel y grácil como una garza! ¡Nunca había conocido a una mujer igual! —La voz profunda del cocinero se había tornado susurrante al hablar de su amada—. Tenía la piel dorada como el pan recién horneado y los ojos oscuros… Su pelo, lacio y negro, le bailaba sobre el pecho al caminar. La amé…, los años que pasé a su lado fueron los más felices de mi vida. Tuvimos una hija. Heredó la belleza de su madre y su buen corazón… Mi mujer murió asesinada. —Se le quebró la voz y las lágrimas se deslizaron por sus mejillas. Levantó la cabeza con orgullo, sin ocultar su dolor—. No la mataron los indios, sino mis compatriotas, en una borrachera. Sin intención…, me contaron después; solo querían divertirse un poco…, al fin y al cabo no era más que una india…
Los sollozos parecían salirle de lo más profundo del alma. Ana, impresionada, le ofreció su pañuelo.
—¿Y vuestra hija?
—La retuve a mi lado todo el tiempo que me fue posible. Era mi mayor alegría; tan apacible, serena, lista y hermosa… Hasta que comprendí que corría el mismo riesgo que su madre.
—Se dice que a las hijas indias de Irala todo el mundo las respeta en Asunción —arguyó Ana tímidamente.
—Irala es el gobernador y yo, un simple cocinero… ¿Cómo un hombre decente puede soportar que desprecien a su hija? Un día la devolví a la tribu de los tupíes, donde su abuelo sigue siendo el jefe. Allí crece feliz, como lo hizo su madre.
—¿Nunca más la habéis vuelto a ver?
—Su abuelo es un hombre sabio; me perdonó por el amor que le tuve a su hija. Cuando paso por allí, la visito en secreto. Quizá algún día me quede con ella para siempre… La añoro mucho. Vos… me la recordáis, tendrá vuestra edad. —Se tapó los ojos con las manos.
Ana sonrió. Cualquiera de sus amigas se ofendería al verse comparada con una mestiza, pero ella se sentía orgullosa de haber despertado el recuerdo de su hija en aquel hombre íntegro. Olvidando el decoro, apartó las gruesas manos del cocinero de su cara y las besó conmovida. Estaban húmedas de lágrimas.
—¡Gracias, hija mía! ¡Dios te bendiga!
Islas Canarias. 16 de abril del Año del Señor de 1550