Ana se acercó al capitán Salazar, que departía con el capitán Trejo.
—¡Dame un abrazo, amigo Trejo! —decía con la lengua espesa por el vino—. ¡Que es hora de que olvidemos nuestras rencillas!
Hernando lo abrazó con cierta renuencia. Salazar no pareció darse cuenta y prosiguió:
—¿Has visto lo que ha crecido esta ciudad? ¡Pues has de saber que yo la fundé!
—Estoy al corriente…
—Te voy a contar cómo fue…
Doña Isabel se acercó, preocupada por la efusión etílica de su marido.
—Ya lo has contado muchas veces, Juan.
—Sí… No te molestes —añadió Trejo.
—No es molestia. Llegamos huyendo desde el fuerte de Santa María del Buen Aire. Los querandíes se habían negado a darnos de comer y nos atacaron. Pero los carios de aquí nos trataron bien. Nos alimentaron y nos dieron vestidos. Los que traíamos ya no nos tapaban ni las vergüenzas. ¡Se nos salían por los agujeros!
—Recuerda que hay damas presentes, Salazar —masculló Trejo.
—Sí, claro. Perdón, señora esposa. Por dónde iba… ¡Ah, sí! Había muchas picadas que partían de este lugar. Por eso decidí establecer un fuerte precisamente aquí y le puse el nombre del día: el de la Virgen de la Asunción. Aquel fuerte se ha convertido en esta ciudad ¡que yo fundé! ¡Yo, que no lo olvide nadie!
Ana intentó llamar la atención de Salazar.
—Señor…
El capitán, sin advertir su presencia, echó otro trago y prosiguió su relato:
—Nos repartimos las tierras. Construimos casas y las cercamos con troncos. Naturalmente, nos ayudaban nuestros «amigos» los carios… A decir verdad, ellos hacían todo el trabajo… manual, claro. ¡Nos llevábamos estupendamente! Pero lo que son las cosas… ¡se rebelaron! Quisieron acabar con nosotros mediante un ataque sorpresa. Afortunadamente, una india que tenía a mi servicio me avisó. Los principales cabecillas fueron ahorcados y descuartizados.
Ana preguntó con acritud:
—¿Y eso os parece justo?
Aunque contestó a su pregunta, Salazar ni siquiera la miró. Hablaba consigo mismo.
—Entonces, sí: había que darles una lección para que no se rebelasen nunca más. Pero ahora, cuando lo recuerdo, me avergüenzo… No, es algo más profundo: pesadumbre, remordimiento. Algunas noches me quila el sueño. Todos esos muertos… Si cuando era joven hubiese sido capaz de comprender… —Echó otro trago. Ana vio con asombro que sus ojos se humedecían—. En fin, ya es tarde para remediarlo. Dios me perdone. Quizá me haya costado la perdición del alma, pero mi actuación favoreció a la conquista… A partir de entonces, los carios empezaron a temernos y respetarnos, dándonos a sus hijas para emparentar con nosotros.
Salazar enmudeció, absorto en sus pensamientos.
Ana aprovechó la pausa para preguntarle:
—¿Sabéis si Alonso ha llegado con bien a España?
—¡Ana! No me había fijado en ti, en vos… Creo que he bebido de más. —La miró fijamente y sonrió, como si el contacto con la realidad hubiera alejado de su mente los pensamientos que lo torturaban—. ¡Realmente os habéis convertido en una bella dama! —resolló.
—¿Regresó a Pontedeume?
—¿Quién…?
—Alonso.
—¿El grumete? No.
—¿Adonde fue cuando abandonó Santos?
—Al sur, a buscar pastos para el ganado.
A Ana se le iluminaron los ojos.
—¿Sigue en el Nuevo Mundo?
—Sí.
—¿Por qué no me lo dijisteis en Santos? ¿Por qué?
—No sabía que os interesara tanto… Le mandé al sur porque me llegaron noticias, a través de los indios, de que las cinco yeguas y los dos caballos que abandonamos en el fuerte se habían reproducido muchísimo.
—¿Os referís al fuerte de Santa María del Buen Aire? ¿Es ahí donde está Alonso?
—Sí.
—¿Por qué lo habéis enviado a esa zona tan peligrosa?
—Tarde o temprano habrá que volver a refundar la ciudad para guardar la entrada del Rio de la Plata. Y hará falta ganado para mantener a los colonos. Envié a Alonso a confirmar que los pastos son adecuados.
—Pero él…
—No le pasará nada; se entiende bien con los indios.
—¿Volverá a Asunción?
—Ya debería de estar aquí —contestó con aquella media sonrisa que la había cautivado en Sevilla—. A menos que se haya amancebado con alguna india… No, conociendo a Alonso es capaz de haberse casado con ella.
—Gracias, capitán Salazar.
—De nada, Ana. ¡Que te diviertas! —dijo volviéndola a tutear como antaño. Ana se fijó en las arrugas, profundas como grietas, que surcaban el seductor rostro del capitán. Ya no lo amaba, quizá nunca lo amó.
Lo vio perderse entre el vino y la fiesta.
Irala llamó la atención de los presentes:
—¡Silencio! —La orquesta dejó de tocar y se oyeron varios murmullos de protesta—. ¡Voto al diablo, soltad las copas y guardad silencio de una vez! ¡Borrachos, que sois unos borrachos! —Era evidente que el gobernador también había bebido de más—. Acercaos y escuchad: ¡la dignísima dama bajo cuya protección han llegado a Asunción estas hermosas doncellas que se convertirán en las esposas de los más afortunados…!
—¡Sí, sí! ¡Cuanto antes, mejor! —le interrumpieron varios hidalgos exaltados.
—¡Silencio! ¡Comportaos como caballeros aunque no sepáis lo que es eso! Como os decía, esta ilustre dama quiere dirigir unas palabras tanto a nosotros como a las doncellas que la han acompañado desde las Españas.
—¡Ya podía haber traído más! ¡Que esto es un mar de compañones! —gritó uno.
—¡Al que vuelva a abrir la boca, vive Dios que lo ensarto! —replicó el gobernador blandiendo la espada.
Doña Mencía se aclaró la boca para hablar.
—Quiero dar las gracias a Dios Nuestro Señor por habernos traído, al fin, a Asunción. También a vosotros, los asunceños, por la afectuosa acogida que nos habéis dispensado. —La dama miró a las jóvenes—. A vosotras, hijas mías, os ruego que correspondáis dando ejemplo de recato, modestia, honestidad, compostura y buenas costumbres. —El gobernador comenzó a aplaudir e instó a sus hijas a que lo secundasen—. No olvidéis —prosiguió doña Mencía— que hemos venido al Nuevo Mundo para constituir familias cristianas y servir de ejemplo a las muchas indias convertidas a nuestra santa fe católica.
De entre la multitud salió un grito anónimo y aguardentoso.
—¡Por las barbas de Cristo! ¡Si esa beata pone a las indias a rezar, se nos acaban los harenes!
—¡Habrá que hacer una colecta para pagarle el viaje de vuelta a la dama esa! —apostilló otro gracioso.
Siguieron varias carcajadas.
—¡Silencio, his de pu! ¡Al que diga una mamarrachada más, le corto la lengua de un tajo y se la echo a los cerdos! —El gobernador se volvió a la dama—. Continuad, señora, que no es culpa vuestra, sino de estos que presumen de hidalgos y más que hijos de algo son hijos de nada. ¡Marranos, eso es lo que sois! —gritó estentóreamente.
—Creo que ya lo he dicho todo, señor gobernador.
—¡Escuchadme todos! Como gobernador de Asunción, os hago saber que todo lo que ha dicho esta mujer…, digo esta excelentísima señora, sobre la moral, el recato… y todo eso ¡se va a cumplir! Os guste o no, esta ciudad se llenará de damas e hidalgos de pro, ¡empezando por mis hijos! Quiero que seáis capaces de desenvolveros ¡en la mismísima corte!
Doña Mencía lo sujetó porque con las ansias del discurso estuvo en un tris de darse de morros contra las tablas del estrado. Todos aplaudieron, ya fuera por verlo vacilar o por el discurso. Al fin y al cabo, el obispo los hacía más amenazadores y nunca pasaba nada.
Se dio por terminado el acto oficial, aunque los asunceños continuaban la fiesta con más alegría si cabe.
—Señora mía: quiero haceros un encargo —dijo Irala mientras bajaban del estrado.
—¿Cuál, excelencia?
—El de convertir a estos plebeyos de Asunción en gentes pulidas, de las que pueda sentirme orgulloso.
—Mis damas y yo debemos retirarnos; al menos yo estoy agotada, excelencia.
—Es cierto, perdonad mi torpeza. Mañana por la mañana os recibiré en mi casa y hablaremos de ello. Diré al capitán que os acompañe… ¡Salazar! ¡Salazar! ¿Dónde se habrá metido? En fin, tendré que acompañaros yo mismo. Esperad un instante, que voy al pilón a despejarme.
El gobernador y los dos alguaciles que lo sostenían a tramos regresaron al cabo de un rato con las cabezas mojadas.
—Dadme la mano, señora, que no es de recibo que tantas ilustres damas vayan solas.
—Iré yo también —dijo doña Isabel—, para mostrarles el lugar que hemos dispuesto para alojarlas.
—¿Y vuestro esposo?
—Durmiendo.
—Los hay que no saben beber —masculló su excelencia—. Dadme la otra mano, señora.
Las cuarenta fatigadas damas echaron a andar por las calles polvorientas de Asunción.
Irala, al frente del cortejo y escoltado por los dos alguaciles, mostraba a las recién llegadas las maravillas de Asunción.
—Como veis, agua no nos falta.
—Sí, ya veo que varios arroyos cruzan la ciudad.
—Los dos principales son el de los Patos y el del Pozo Colorado. Cuando se juntan, forman el Riachuelo. Él nos salvó de perecer en el incendio del año cuarenta y tres, cuando desapareció la primitiva Asunción.
—¿Tan terrible fue?
—Sí. De la ciudad que fundó Salazar no quedó casi nada. Se quemó la Casa Fuerte, la capilla de la Encarnación y la mayor parte de las viviendas. Por eso, he decretado que todos los vecinos tengan escaleras a mano para acudir con rapidez a los tejados cuando haya incendios.
Al doblar una calle, junto a la entrada de una casa, había un cerdo muerto. Al verlo, el gobernador se encabritó:
—¡Vive el Cielo! ¡Mira que la ordenanza dice claramente que no se puede tirar el agua de exprimir la mandioca a la calle!
—¿Por qué razón se ha puesto así? —preguntó en voz baja doña Mencía a su amiga.
—Si se tira a la calle el agua de lavarla, que es venenosa, mata al ganado que la consuma.
—¡Ah!
Abrió la puerta de la casa un español bajito y en camisa, flanqueado por dos indias más altas que él.
Impresionado de ver al gobernador en su casa, hizo tal reverencia que la camisa se le subió más arriba de las posaderas.
—¿A qué debo el honor de vuestra visita, excelencia?
—¡Te voy a dar yo a ti honor, escarabajón! ¡Que llevas la camisa más negra que la conciencia!
—¿Por qué este humilde servidor despierta vuestra ira? ¡Vos, que sois un padre para mí!
—¿Yo tu padre…? Podría haberlo sido, pero el tipo que estaba a mi lado tenía cambio de cuatro maravedíes y yo no. ¡Déjate de pamplinas y paga la multa!
—¿Qué multa…?
—Mira esa cerda, ¿la conoces?
—Psh…
—Pues, casualmente, ha muerto en la puerta de tu finca.
—Ni mi puerta ni mi finca tienen nada que ver… ¿Qué insinuáis…?
—¡Afirmo que has tirado el agua de la mandioca a la calle y la cerda se ha envenenado por bebería!
—No, excelencia, científicamente os digo que no murió de eso.
—¡Qué sabrás tú de ciencia, alcornoque!
—¿Es que no me reconocéis, excelencia? Miradme bien, soy vuestro cirujano.
—¡Maldita sea! ¡Es cierto…! Tengo que dejar el vino… De todas formas, has adelgazado, Martín. Te veo un poco… depauperado —miró a las indias—, aunque no me extraña, ¡con dos…! Pero no creas que por ser mi cirujano vas a librarte de la multa. ¡Pagarás en dineros lo que me has sacado en sangrías!
—Pero, excelencia, esa cerda no ha muerto por beber agua de mandioca.
—¿Ah, no? ¿Acaso la has matado a besos?
—La operé…
—¿A la marrana? ¿Te dedicas a operar cerdas? Santo Cielo, ¡en qué manos estoy!
—Un médico debe conocer los tejidos, los huesos y el contenido de cada cavidad. Y el cuerpo de la cerda se asemeja al de la mujer.
—¿Pero qué diablos le has hecho al pobre animal?
—Nada contra natura. Murió de parto. El lechón se atascó e intenté sacarlo por detrás.
—¿Cómo por detrás?
—Por el conducto excretor.
—¿Por el qué…?
—Por el ano, excelencia.
—¡Qué locura!
—No podía hacerle una cesárea porque estaba muy débil. Y ordené a mis dos ayudantes que le sujetaran las patas en alto mientras yo metía el puño por el conducto excretor para agrandar el espacio. Pero la cerda no paraba de gruñir, chillar y tirar bocados y me puse nervioso. Finalmente tuvimos que abrir.
—¡Válgame Dios! Calla, que me estás revolviendo las tripas.
—Pues ese fue el problema, las tripas, que debí recolocarlas torcidas y se murió… Pero la próxima vez que se me presente un caso así en una mujer…
—¡Jesús! Ya me encargaré yo de evitar que eso suceda. ¿No podías haber dejado a la cerda parir en paz y por su sitio?
—Hubiese muerto igualmente y yo no hubiera podido investigar los conductos…
—Ya… En fin, mañana ven a visitarme.
—¿Qué os ocurre, señoría?
—Hace unos días me volvió a dar calentura.
—¿Habíais bebido, excelencia?
—Ni gota…
—De agua…, supongo. ¿Meáis claro, excelencia?
—Depende…
—¿De qué…?
—De si el vino es blanco o tinto.
—Llevaré las lancetas; creo que será menester sangraros de inmediato.
—¿Otra vez?
—Sí, os hallo la color arrebatada.
—¡Ay! ¡Más hombres mata la lanceta que la espada! —Mañana a primera hora estaré en vuestra casa.