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Authors: Jose Mallorqui

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil,

El Coyote

BOOK: El Coyote
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Don César de Echagüe, hijo homónimo de un rico hacendado californiano, regresa a sus tierras en 1851 durante la ocupación de California por parte de los Estados Unidos. El padre, que lo considera blando y afeminado, desprecia a su heredero sin saber que lleva una doble vida, transformándose en un justiciero enmascarado que pelea contra los yanquis defendiendo los derechos de los hispanos a los que los estadounidenses maltratan y quieren despojar de todos sus derechos y libertades ya que, como dijo el general norteamericano Clarke: «Es necesario destruir los cimientos de la vieja California, pues sólo así podremos edificar una California a nuestro gusto»

Autor

El Coyote

ePUB v1.0

Magister
01.06.12

Título original:
El Coyote

José Mallorquí Figuerola,1943

Diseño/retoque portada: Francisco Fernández-Zarza (Jano)

Editor original: Magister (v1.0)

ePub base v2.0

Capítulo I.— Es necesario destruir los cimientos de la vieja California

—Es necesario destruir los cimientos de la vieja California, pues sólo así podremos edificar una California a nuestro gusto.

El general Clarke pronunció estas palabras con la satisfacción de quien dice algo digno de quedar grabado en las páginas de la Historia. Su compañero movió dubitativamente la cabeza.

—No sé, general, no estoy muy seguro de que ande usted acertado.

—Porque ustedes, los civiles, ven las cosas sentimentalmente —replicó Clarke—. Nosotros, los militares, no podemos ser sentimentales, como no sea en lo que respecta a la defensa de nuestra patria. Para todo lo demás tenemos que ser prácticos, implacables, inflexibles. Si nos dejásemos llevar del sentimentalismo, no podríamos enviar a nuestros hombres a un asalto donde la mitad han de morir. Sólo a base de que sea el sentido práctico el que domine podemos hacer triunfar nuestras armas.

—Pero en este caso no se trata de triunfar en ninguna batalla —sonrió el interlocutor de Clarke. Y con cierta irania agregó—: Usted ya ganó todas sus gloriosas batallas, general. El Congreso se lo ha reconocido.

Por un instante el general pareció aceptar aquella ironía. ¡Sus victorias! La campaña contra Méjico no había sido pródiga en verdaderos triunfos militares. Sin embargo, por los Estados Unidos circulaban estampas litográficas en las cuales el general Clarke, héroe de la conquista de Los Ángeles, aparecía al frente de un grupo de enérgicos soldados de cuadrada mandíbula, quepis azulado, fusil con bayoneta calada, siguiendo la bandera de la Unión, desgarrada por la metralla. En torno a los héroes de Los Ángeles estallaban siete u ocho granadas y, frente a ellos, una masa de soldados mejicanos, erizados de bayonetas y de piezas de artillería, se batía en retirada frente a un enemigo inferior en número, pero «muy superior en valor». Mas la realidad… No, no era extraño que Edmonds Greene, delegado del Gobierno en el nuevo territorio anexionado a los Estados Unidos, sonriese. Había seguido la campaña y había presenciado la «toma de Los Ángeles» por Clarke y los suyos. Por sus venas corría la sangre de los Greene, sangre que se había vertido en Yorktown, cuando el abuelo de Edmonds combatió contra los ingleses al lado de Washington, y también en Trípoli, cuando el padre de Edmonds intervino en 1815 en la campaña contra la piratería tripolitana, ocupando un puesto de mando en la Constitución. Durante estas operaciones, el joven Edmonds había permanecido en Alicante, puerto que servía de base a los mercantes americanos. Más tarde cuando las operaciones adquirieron mayor intensidad, pasó a Malta. Por su estancia en el puerto español y por la misión que el abuelo Greene desempeñó junto al Gobierno de Madrid en tiempos de la lucha por la independencia, el conocimiento que los Greene tenían de España era muy grande. Esto movió al Gobierno Federal a enviar al tercer Greene a California «con la seguridad de que sus gestiones entre los Estados Unidos y los habitantes del territorio recién conquistado contribuirán a una mejor inteligencia entre nuestros nuevos súbditos». Así rezaba la orden recibida por Greene. Ahora, el general Clarke hablaba de cómo debía tratarse a los californianos. Aunque entre ellos y los españoles a quienes Greene había conocido mediaba un abismo, el joven tenía el convencimiento de que las medidas por las que abogaba Clarke no podrían ser más contraproducentes.

—Yo opino que debemos portarnos como amigos —expuso.

—¡Bah! —exclamó, despectivo, Clarke—. Con esa gente no se puede ir con blanduras. Es necesario convencerles de que somos los más fuertes, de que nos importa un comino acabar con todos ellos y de que, además, hemos venido a quedarnos para siempre. Dentro de unos años, Los Ángeles no se llamará Los Ángeles. Nuestros nietos harán lo imposible por borrar toda huella del paso de los mejicanos y españoles por estas tierras.

Greene se echó a reír.

—Es posible —dijo— que dentro de ochenta o noventa años la población de California haya sido asimilada por la raza sajona. Quizá sea difícil encontrar apellidos españoles; pero, en cambio, puede tener la seguridad de que Los Ángeles se seguirá llamando así, San Francisco será San Francisco, Sacramento no habrá cambiado de nombre, y no sólo eso, sino que todos sus habitantes sentirán un gran orgullo de que sus antepasados pertenecieran a la raza de Don Quijote. Quizá, incluso, les levanten monumentos.

Y no agregó que, seguramente, se reirían del famoso Clarke y de su heroica ocupación de Los Ángeles, aunque tenía el convencimiento de que así ocurriría.

—Señor Greene, no deseo chocar con usted, pues se me ha encargado que obremos con el mayor acuerdo posible. Pero mi punto de vista es muy firme. Opino que debe hacerse lo mismo que hicieron los mejicanos con las misiones franciscanas. Decir a los oprimidos que son libres, dejarles que destruyan lo que quieran…

—¡Por favor! —interrumpió Greene—. No repita eso, porque entonces no llegaremos a ningún acuerdo.

La labor destructora realizada por el Gobierno en las misiones franciscanas y dominicanas establecidas por España en California era recordada, por quienes la vivieron, como un acto vergonzoso que, además, destruyó toda la civilización creada por los misioneros en aquel salvaje país. Se había tratado a los padres como a bandoleros cuyo botín debía repartirse entre la gente honrada. A los indígenas que trabajaban para las misiones se les anunció que eran libres y que podían hacer lo que quisieran, privilegio que fue aprovechado por los indios para dedicarse a no hacer nada útil y a destruir, en cambio, todo lo bueno que pudieron encontrar. Otros abandonaron las misiones y, para olvidar el paternal gobierno de los franciscanos, trabajaron en los ranchos, con paga ínfima, que gastaban en alcohol y en degradarse. El esfuerzo para reunirlos en pueblos fue inútil. Si se les dio tierra, la vendieron. Las propiedades de las misiones desaparecieron sin dejar ninguna huella, y la pobreza invadió en poco tiempo lo que había sido un verdadero paraíso
[1]
. Ese era el ejemplo que invocaba Clarke, el vencedor, en 9 de enero de 1847, de un combate reñido entre fuerzas disciplinadas y bien equipadas y un grupo de patriotas, inferiores en número, en armas, y sólo superiores en valor, que, días antes, derrotaron a los invasores en un encuentro sostenido entre las dos caballerías. Si los californianos hubieran poseído un poco más de pólvora para su único cañón, las cosas hubieran cambiado y los yanquis no hubiesen ocupado tan fácilmente el terreno que les iba cediendo Flores, el comandante de los californianos. Aquélla había sido la heroica ocupación de Los Ángeles por la cual Clarke, actual gobernador del territorio, había recibido plácemes del Congreso y había visto su estampa reproducida en las famosas litografías.

—Yo creo —siguió Greene— que debemos tratar a los habitantes de California como a seres humanos, respetando sus leyes y dejando que se adapten paulatinamente a nuestra manera de vivir. Con violencias no obtendremos otra cosa que violencias. Sé que se ha empezado a revisar los títulos de propiedad de las tierras. ¿Es cierto?

—Lo es —contestó Clarke—. Está todo muy confuso, como es costumbre en los españoles. Casi ninguno de los propietarios de ranchos tiene documentos de propiedad.

—En los archivos de Méjico o en los de Sevilla deben de encontrarse los títulos de cesión —advirtió Greene—. Si algún defecto han tenido los españoles que se instalaron aquí, fue el de saber que sus derechos eran apoyados por el Gobierno español, y que, por lo tanto, nadie se atrevería nunca a disputarles una tierra que sus abuelos ganaron con sangre.

—¡Tonterías! —gruñó Clarke—. Eso demuestra la incapacidad de esa raza. Ningún americano aceptaría como título de propiedad de una tierra la promesa de que en Washington, en algún libraco perdido, se encontraría registrado su derecho. Nosotros exigimos documentos.

—Entonces…, ¿piensa consentir que se despoje a esos hacendados de los magníficos ranchos que su incapacidad ha creado?

—Si tienen sus títulos de propiedad legalmente registrados, se reconocerá que las tierras son suyas.

—General, usted olvida que hace treinta años estas tierras pertenecían a España. En marzo de mil ochocientos veintidós, California, que permaneció siempre fiel a la madre patria, se enteró de que Femando VII no gobernaba ya California y Méjico, y de que en la nueva república, Itúrbide se había coronado emperador. Durante los veinticinco años que esta tierra dependió de Méjico, padeció del desorden que las continuas revoluciones produjeron. Llegó luego la destrucción del sistema de las misiones, que usted tanto admira, y no hubo tiempo ni oportunidad de aclarar las cosas. ¿Cómo iban a ponerse en orden los títulos de propiedad, si puede decirse que antes que California se convenciera de que ya no pertenecía a España tuvo que enterarse de que pertenecía a los Estados Unidos? Pregunte a cualquiera de esos indios que andan por ahí quién es el rey de California y cuál es la bandera que ondea sobre el Ayuntamiento. Le contestarán que esto es del rey de España y que la bandera es española.

—Desde luego —admitió Clarke—; pero no me negará que con una raza así lo mejor que se puede hacer es arrinconarla y sustituirla por otra mejor.

—¿Y destruir toda su obra? —preguntó Greene—. ¿Ha visto usted, general, los maravillosos cultivos realizados por esos hombres? ¿Por qué arrebatarles sus tierras, si precisamente lo que sobra en California es tierra?

—Pero los españoles se apoderaron de la mejor.

—No, general; tomaron lo que se les concedió y, a base de un trabajo que asustaría a nuestros campesinos, convirtieron el desierto en vergel. Y usted, ahora, quiere traspasar esa obra de todo un siglo a quienes no han hecho nada.

Clarke se puso en pie violentamente.

—¡Mida usted sus palabras, señor Greene, o no respondo de mi!

Greene también se levantó.

—General —replicó—. Usted, no sé con qué fines, proyecta arrebatar a una pobre gente el fruto de su trabajo. No lo consentiré. Si es necesario, sabrán en Washington lo que se propone y cuáles pueden ser los resultados de su perniciosa labor.

—¿Se opone a mis órdenes? —preguntó Clarke.

—Me opongo a que se cometa un robo en gran escala. Puede usted, y quien le apoye, llevar a cabo las tropelías que quiera; pero no olvide que si acerca las manos al fuego se quemará más de lo que quisiera.

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