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Authors: Amitav Ghosh

Tags: #Ciencia Ficción

El cromosoma Calcuta (17 page)

BOOK: El cromosoma Calcuta
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Así, una vez más, ya estaba cayendo la tarde cuando llegó al hospital. Pero, a diferencia de la víspera, aquel día el cielo estaba gris y encapotado, y un fuerte viento soplaba por el Maidan. Mientras se acercaba al laboratorio, Farley tenía la impresión de que los bambúes que lo separaban del hospital estaban vivos, presa de agitado movimiento. Y cuando entró en el bosquecillo vio que efectivamente había sombras delante de él, en el camino: tres siluetas, encapuchadas y envueltas en mantos, se dirigían despacio y a trompicones hacia el laboratorio. Farley se detuvo, invadido por malos presagios, y luego, serenándose, siguió adelante. Cuando sólo estaba a unos pasos de las siluetas, vio que el pequeño grupo lo componían un hombre vestido con un
dhoti
y una mujer con un sari. Entre ambos llevaban a otra persona, casi inerte. Se acercó audazmente, haciendo resonar la leontina para advertirles de su presencia. Se detuvieron y dieron media vuelta para encararse con él.

Farley dirigió inmediatamente la mirada a la silueta central. Era un hombre, tal vez joven, quizá maduro; imposible decirlo, pues bajo la capucha había un rostro desfigurado más allá de toda descripción, ojos desorbitados, mostrando sólo el blanco, la piel salpicada de manchas, llena de costras, los dientes en la boca abierta, babeante, remetidos hacia la garganta, como si hubieran recibido un puñetazo. Sólo lo vislumbró brevemente, pero su sentido del diagnóstico, afinado durante meses de práctica en Barich, le dijo al momento que aquel hombre se encontraba en la fase terminal de la demencia sifilítica.

Movido por la compasión, Farley extendió el brazo para ayudar al hombre paralizado por la enfermedad. Pero en cuanto le vieron, sus compañeros se dieron a la fuga, fundiéndose en la oscuridad. Farley se los quedó mirando y luego siguió el camino hacia el laboratorio.

Cuando estaba a unos metros del bungalow llegó a sus oídos un rumor inesperado: un cántico suave, ejecutado al unísono por varias voces. Aflojando el paso, escuchó con atención. Pronto comprendió que el sonido no procedía del laboratorio, sino de otra parte. Aguzando la mirada entre los árboles y los bambúes, Farley vio que un grupo de gente se había reunido en torno a una de las casetas, a poca distancia de allí. Estaban en cuclillas, formando un círculo alrededor de una fogata, cantando con el acompañamiento de platillos de bronce, como preparándose para algún ritual o ceremonia.

Curioso ahora, se apresuró hacia aquella construcción, pero justo entonces la puerta del laboratorio se abrió de golpe y el joven ayudante salió corriendo. Fingiendo brindarle una efusiva bienvenida, condujo rápidamente a Farley al laboratorio.

A punto de entrar en el laboratorio, Farley observó que se estaba desarrollando una gran actividad en una de las antesalas. El ayudante trataba de hacerle pasar deprisa, pero a fuerza de arrastrar los pies Farley logró echar un rápido vistazo. El espectáculo que vieron sus ojos era tan desconcertante que Farley no articuló protesta alguna cuando su guía se las arregló para hacerle pasar por la puerta del laboratorio.

Lo que vio fue lo siguiente: aquella mujer, Mangala, estaba sentada al fondo de la antecámara, en un diván bajo, pero sola y con aire autoritario, como entronizada. A su lado había varias jaulas de bambú, cada una con una paloma. Pero lo que le dejó pasmado no fueron las aves en sí, sino el estado en que se encontraban. Porque estaban en el suelo de las jaulas, desplomadas, estremecidas, sin duda agonizantes.

Pero eso no era todo. En el suelo, junto al diván, agrupadas a los pies de la mujer, había unas seis personas en diversas actitudes de súplica, unas tocándole los pies, otras postradas. Otras dos o tres acurrucadas contra la pared, envueltas en mantas. Aunque Farley sólo había vislumbrado un instante sus rostros ciegos y marcados de cicatrices, reconoció enseguida que, como el hombre que había visto en el bosquecillo de bambúes, eran sifilíticos en las etapas finales de la terrible enfermedad.

Ahora el joven ayudante empezó a realizar de nuevo la charada del día anterior, yendo a buscar platinas y apresurándose de un lado para otro como instándole a efectuar algún descubrimiento extraordinario. Farley no puso reparos. Se dedicó mecánicamente a examinar las platinas que le presentaban mientras su mente seguía absorta en la extraordinaria escena que acababa de ver.

Aunque los extraños hechos que se desarrollaban fuera tenían mucho de desconcertante, un aspecto de ellos le resultaba a Farley perfectamente comprensible por experiencia propia. En Barich se había encontrado más de una vez en situación de ejercer de reacio depositario de las últimas y alicaídas esperanzas de una familia asustada y desquiciada que, atravesando selvas y subiendo montañas, había llegado a las puertas de la clínica con un pariente mortalmente enfermo. Conocía el rostro de esa gente, la implorante súplica de su voz, la mermada luz de la esperanza en sus ojos. La conciencia le gritaba que saliese a decirles que no se hicieran falsas ilusiones con la charlatanería, del tipo que fuese, que les ofrecía aquella mujer; a revelar las falsedades que ella y sus secuaces habían urdido para engañar a aquella gente sencilla. Su obligación, lo sabía, era decirles que la humanidad no conocía cura para su enfermedad; que aquellos falsos profetas les estaban estafando el dinero que a duras penas podían conseguir.

Pero se quedó donde estaba con la esperanza de ser capaz, con paciencia, de realizar sus tareas. Los minutos se sucedieron y pasaron horas sin que alzase la cabeza del microscopio, fingiendo examinar todo lo que le ponían delante de los ojos. A medida que transcurría el tiempo iba sintiendo que la crispación crecía a su alrededor; lo notaba en los pasos apresurados; lo percibía en las miradas que le atravesaban la espalda, instándole a marcharse para que ellos pudieran seguir con sus planes, cualesquiera que fuesen. Pero él permaneció en su sitio, inmóvil, impávido y, según todas las apariencias, enteramente absorto en las platinas.

Entonces, al fin, cuando la luz del día casi había declinado, Farley dijo:

—Ordenanza, encienda las lámparas de gas, por favor. Todavía me queda mucho que hacer.

Ante esas palabras, el ayudante empezó a protestar:

—Pero, señor, aquí no hay nada, no encontrará nada, sólo está perdiendo el tiempo inútilmente.

Farley había estado esperando precisamente ese momento. Ahora, alzando la voz, declaró:

—Escúcheme bien, no me iré del laboratorio hasta haber visto las transformaciones que describió Laveran. Tengo la intención de pasar aquí toda la noche si es preciso: me quedaré todo lo que haga falta.

Después de lo cual volvió a inclinar la cabeza sobre el microscopio. Pero entretanto había tomado la precaución de volver a colocar el vaso frente a él, y con el rabillo del ojo vio ahora que el ayudante cogía varias platinas limpias y salía furtivamente hacia la antesala.

Cuando desapareció, Farley cruzó sigilosamente el laboratorio. Pegándose a la pared, avanzó hacia la puerta hasta situarse en una posición desde donde podía ver la antecámara sin que advirtieran su presencia.

Farley se había preparado para cualquier cosa, o eso creía, pero no lo estaba para lo que iba a ver. Primero, el ayudante se acercó a Mangala, que seguía majestuosamente arrellanada en el diván, y le tocó los pies con la frente. Luego, al estilo de un cortesano o un acólito, le musitó algo al oído. Ella asintió con la cabeza y le cogió las platinas limpias. Alargando el brazo hacia las jaulas, pasó la mano sobre cada paloma, como tratando de asegurarse de algo. Entonces pareció llegar a una decisión; metió la mano en una jaula, cogió una de las temblorosas aves y se la colocó en el regazo. La cubrió con las manos y empezó a mover los labios como si murmurase una plegaria. Entonces, un escalpelo apareció de pronto en su mano derecha y, apartando la paloma moribunda con la otra mano, la decapitó con un rápido movimiento de muñeca. Cuando el flujo de sangre disminuyó, recogió las platinas limpias, las pasó por el cuello cortado y se las entregó al ayudante.

Farley tuvo la presencia de ánimo de volver aprisa al microscopio. En cuanto se sentó, apareció el ayudante.

—Le ruego que examine éstos ahora, señor —le dijo con una amplia sorisa—. Quizá pueda concluir con éxito su investigación.

Farley cogió las platinas y las observó.

—Pero estas manchas no sirven: la sangre está todavía fresca.

—Sí, señor —repuso el ayudante en tono desenvuelto—. Lo que usted busca a lo mejor sólo se encuentra en la sangre recién extraída.

Farley colocó la platina bajo el microscopio y miró por el instrumento. Al principio no vio nada fuera de lo corriente: nada que le indicase, si no lo hubiese sabido, que aquella muestra procedía de una paloma. Observó los conocidos gránulos del pigmento palúdico. Y entonces, súbitamente, distinguió movimiento; formas ameboidales empezaron a desplazarse y a agitarse bajo sus ojos, ondulando despacio por la lisa superficie. Luego se produjo de pronto una actividad convulsa y empezaron a desintegrarse: entonces fue cuando vio aparecer los bastoncillos de Laveran, a centenares, diminutas criaturas cilíndricas, que traspasaban el miasma sanguinolento con sus cabezas agudas y penetrantes.

El sudor le empezó a correr por la frente al contemplar a las cornudas criaturas en su frenética búsqueda, sondeando, sacudiéndose, retorciéndose. Se le hacía difícil respirar; la cabeza le daba vueltas. Se enderezó en la silla, jadeante, con la visión de aquellas forcejeantes y voluntariosas criaturas aún viva. Su mirada se desvió hacia la ventana y descubrió una hilera de rostros pegados al cristal que le observaban mientras él se removía en el asiento, enjugándose la frente. Sus ojos se encontraron con los de Mangala, que estaba delante de los otros mirándolo fijamente y sonriendo para sí. En su mano, a plena vista, estaba el cadáver de la paloma decapitada, con la sangre aún manando de la macabra herida.

—Dile —dijo la mujer con una sonrisa burlona— que lo que ha visto es el miembro de esa criatura penetrando en el cuerpo de su compañera, haciendo lo que hombres y mujeres deben hacer…

Y ahí, en ese instante de revelación, que demuestra que Farley ya había llegado a la conclusión que haría célebre a su antiguo compañero de equipo, acaba la narración. Porque entonces, incapaz de contenerse por más tiempo, arrojó las platinas a la mujer y, furioso, salió rápidamente del laboratorio.

Pero antes de franquear la carta para el correo, a la mañana siguiente, Farley añadió unas líneas garabateadas al margen: «Deprisa: muchos de mis temores se han confirmado en las últimas horas. Poco antes de maitines han llamado a mi puerta: era el joven ayudante de Cunningham. Me ha dicho…, bueno, muchas cosas; ya te las contaré a su debido tiempo. Baste decir por el momento que todo es distinto de lo que parece, una fantasmagoría. El joven prometió revelármelo todo si le acompañaba a su pueblo natal. Afortunadamente el sitio a que se refería no está lejos de mi clínica. Nos vamos mañana: volveré a escribirte con más detalle, querido amigo, una vez que sepa…»

Pero Elijah Farley no llegó a Barich: desapareció durante el viaje, nunca se le volvió a ver. La policía averiguó que efectivamente había cogido el tren en Sealdah, tal como tenía previsto, pero se apeó antes de llegar a su destino, en Renupur, una remota estación rara vez utilizada, y bajo un fuerte aguacero monzónico. Un revisor informó después que había visto a un joven que le llevaba el equipaje.

Bruscamente, Ava empezó a emitir un mensaje con voz chillona: Resto indescifrable, imposible continuar…

22

Murugan no podía conciliar el sueño.

Sofocado de calor bajo la mosquitera, permaneció despierto, mirando cómo el ventilador del techo agitaba el bochornoso aire monzónico, con sus robustas aspas destellando hipnóticamente bajo la tenue luz que entraba por el balcón, cuya puerta se negaba obstinadamente a cerrarse. Tenía las sábanas en la cintura, arracimadas en un manojo húmedo, empapadas de sudor. Se quitó la camiseta, hizo una pelota con ella y la tiró por fuera de la mosquitera. Se quedó sólo con los calzoncillos de algodón.

El generador seguía retumbando al final de la calle, en la boda. Ahora la música parecía aún más estridente. Pero, por alguna razón, a pesar de todo aquel ruido oía claramente los mosquitos, que zumbaban pacientes en torno a la cama, buscando aberturas, reuniéndose agitados siempre que una mano o un pie rozaba la tela. Luego ya no distinguía si el zumbido venía de dentro o de fuera de la red; si la comezón de sus miembros venía de sus interrumpidos sondeos o del roce de las sábanas húmedas.

Se dejó hundir en el colchón y trató de no moverse. Con brazos y piernas abiertos esperó…, quería averiguar si estaban realmente dentro de la mosquitera; si su congestionada piel le permitiría discenir la sensación de sus picaduras.

Resultaba extrañamente íntimo el estar así en la cama, entre la ropa húmeda, estirado en aquella postura elemental y reveladora, de invitación, de abrazo, de deseo. Cuando echó una mirada a su cuerpo, bien pegado al colchón, no supo si los estaba esperando para que se mostrasen o si él se estaba mostrando a ellos: exhibiéndose en aquellos minúsculos detalles que sólo ellos eran lo bastante pequeños para ver, para entender, porque sólo ellos tenían ojos concebidos para no ver el todo sino las partes, cada una en su singularidad. Involuntariamente flexionó los hombros, enarcando la espalda, ofreciéndose, esperando averiguar dónde le tocarían primero, donde acusaría primero el hormigueante alfilerazo de su picadura, en el pecho o en el vientre, en el músculo del brazo o en el desgastado pellejo del codo.

El ventilador se convirtió en una mancha; la mosquitera se fundió en una niebla lechosa. Ahora estaba flotando por fuera, mirando hacia dentro, a gente que conocía, y que conocía muy bien, aunque sólo a través de libros y artículos. Y ahora estaba dentro otra vez, en la mosquitera; y era uno de tantos, también, tumbado en un duro
charpoy
de hospital, sin ropa, desnudo, viendo cómo el doctor inglés destapaba una probeta llena de mosquitos y los soltaba dentro de la red. Seguía aferrando las monedas que le habían dado a las puertas del hospital. Las apretaba fuerte, disfrutando de su tacto, de su sensación de seguridad; eran tan frescas al tacto, de perfiles tan duros…; todo lo hacían muy sencillo, muy limpio: un puñado de monedas, una rupia, por dar al doctor la criatura que vivía en su sangre, para que la guardara.

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