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Authors: Amitav Ghosh

Tags: #Ciencia Ficción

El cromosoma Calcuta (18 page)

BOOK: El cromosoma Calcuta
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Ahora veía caras alrededor de su cama, ondeando como juncos más allá de la superficie de la mosquitera, rostros que le observaban, estudiando su cuerpo mientras yacía con su apremiante desnudez; rostros que conocía, o reconocía, una mujer de cabello gris que sonreía entre centelleantes bifocales; un muchacho desdentado, sonriente, que daba vueltas en torno a la cama; un anciano con lágrimas en los ojos, que le atisbaba en la oscuridad; una joven delgada, cogida de la mano de su novio. Estaban alrededor de su cama en actitud preocupada, como enfermeros y ayudantes de médicos, esperando que se sumiera en la inconsciencia de la anestesia.

Y ahora reaparece el inglés barbudo, con su bata blanca, fumando un puro, pertrechado con media docena de probetas; mete en la mosquitera una redecilla de mariposas, la saca, atrapa con pericia un mosquito atiborrado de sangre y lo introduce en un tubo de ensayo, tapando la boca con el pulgar envuelto en un pañuelo. Alza la probeta y se la muestra a los demás, que aplauden; están eufóricos, rebosantes de entusiasmo.

El inglés aspira el puro con fuerza y suelta una bocanada en el tubo de ensayo; el insecto muere, la diminuta y zumbante criatura que lleva su sangre. El doctor lo alza y se lo enseña a los demás, que alargan ansiosamente la mano; quieren ver por sí mismos aquella extrusión de su carne; y en su impaciencia la probeta se les escurre de los dedos, cae al suelo y se hace añicos, llenando la habitación de un frágil tintineo de cristales rotos.

Murugan se incorporó bruscamente, con la cara chorreando de sudor, sin saber si estaba despierto o aún soñando. La mosquitera zumbaba de mosquitos; bailaban como motas de polvo en la raya de luz que dividía en dos su cama. Le ardía el cuerpo, cubierto de picaduras. Se había rascado furiosamente mientras dormía; se vio sangre en las uñas, y en las sábanas.

Se levantó trabajosamente de la cama y deambuló por la habitación, rascándose con fuerza. El aire estaba cargado del olor de su propia transpiración. Abrió la puerta y salió al balcón.

Ya no había nadie por la calle, pero el generador seguía funcionando en el edificio de más abajo. El arco de entrada a la boda parecía más brillante que nunca, inundando la calle de luz. Grupos de obreros salían y entraban corriendo por el arco, cargando sus carritos de bambú con montones de sillas y mesas plegadas.

Súbitamente, con un chirrido de neumáticos, un taxi dobló a toda velocidad la esquina de la calle Rawdon y se detuvo frente a las puertas de la vieja mansión del número tres. Se apeó una mujer vestida con un sari. Estaba demasiado lejos para que Murugan pudiese verle la cara, pero la luz del arco nupcial era lo suficientemente fuerte como para vislumbrar un mechón blanco a lo largo de su pelo. Sacando una llave del bolso, la mujer abrió la verja y entró.

Murugan esperó unos momentos para ver si volvía a salir; luego entró en su habitación. Estaba acostándose cuando oyó el cercano chasquido de una puerta al cerrarse. Se levantó y asomó la cabeza por el pasillo. El piso estaba a oscuras y en silencio. Cogió una linterna y, pasando por el cuarto de estar, se encaminó al dormitorio de la señora Aratounian. Inclinándose sobre una rodilla delante de la habitación cerrada, aplicó el oído a la rendija de la puerta. Oyó un rumor leve, acompasado: como un suave ronquido; o un ventilador, quizá. Era difícil estar seguro.

Murugan titubeó, preguntándose si debía comprobar que la señora Aratounian se encontraba bien. Se decidió en contra y, de puntillas, volvió rápidamente a su habitación. Justo cuando iba a pasar por la puerta sintió un dolor agudo y punzante en el pie derecho.

Blasfemando en voz baja, se agachó a investigar. Tenía una pequeña herida en el talón. Se había cortado con un objeto afilado que yacía en el suelo, destellando en la penumbra.

Lo recogió y lo miró. Era un fragmento de cristal de unos tres centímetros de largo, posiblemente de alguna clase de tubo.

23

Era más de la una cuando Sonali decidió salir a buscar a Romen: no podía estarse quieta, y dormir era imposible.

Por suerte, justo en el momento preciso, una de sus vecinas volvió de una fiesta en taxi. Cogiendo el bolso, corrió escaleras abajo y subió de un salto al taxi, sin pensar adónde debía ir. En un impulso, recordando lo que habían oído decir a Romen a la entrada del Wicket Club, ordenó al taxista que fuese a la calle Robinson.

No tenía idea de lo que Romen podía hacer allí a aquellas horas de la noche. Sin embargo, cuando el taxi se detuvo frente a la puerta de la vieja mansión, tuvo la inexplicable sensación de que Romen estaba dentro. Afortunadamente, se había dejado unas llaves en su casa unos días antes: ella las había metido en el bolso y se olvidó de devolvérselas.

Logró dar con la llave de la verja, pero una vez dentro no supo lo que tenía que hacer. Avanzó por el sendero de grava hasta el porche y asomó la cabeza por la puerta abierta. Dentro estaba muy oscuro; no se veía mucho. Haciendo bocina con las manos, gritó:

—¿Estás ahí, Romen?

No se sorprendió de que no hubiese respuesta: había un generador en la casa de al lado que hacía un ruido tremendo. Apenas había oído su propia voz.

Siempre llevaba una pequeña linterna en el bolso, para cuando cortaban la corriente. La sacó y enfocó hacia el amplio vestíbulo. El rayo de luz surcó despacio la oscuridad, revelando esparcidos montones de colchones, camas y deteriorados utensilios de cocina.

Romen la había llevado a la casa, unos meses antes, para enseñarle su nueva adquisición. El vestíbulo estaba entonces lleno de gente atareada, cocinando, comiendo, durmiendo, alimentando a sus hijos. Toda la cuadrilla de obreros vivía en el destripado armazón de la casa. Eran nepalíes y debía de haber unos treinta, sin contar a las ancianas que habían traído para cuidar de los niños. Guisaban en un patio adoquinado detrás de la casa y dormían en los pasillos, en el porche, extendiendo sus colchones y
charpoys
donde podían. Todos eran parientes, le había dicho Romen, hijos, nietos, nueras, madres, tías: un pueblo entero en movimiento.

Volvió a mirar alrededor, atisbando entre las inquietantes sombras que atravesaban la lóbrega penumbra del vestíbulo. Allí estaban todas sus pertenencias, tal como ella recordaba, pero no había nadie a la vista.

Cruzando el umbral, dio unos pasos vacilantes en el vestíbulo. Entonces olió algo raro y se detuvo en seco. Al principio le pareció humo, y tuvo un acceso de pánico, preguntándose si habría fuego en alguna parte. Volvió a olfatear el aire y dio un respingo al percibir el característico aroma del incienso, el dulce y acre olor del alcanfor quemado. Llegaba en vaharadas al vestíbulo desde el interior de la casa.

Avanzó algo más en la oscuridad y sus oídos, ya habituados al estruendo mecánico del edificio de al lado, percibieron otro rumor: un ruido sordo y rítmico, apenas distinguible del zumbido del generador, una especie de tamborileo, que conocía de
pujas
y festividades, cuando los tambores resonaban reverentes por toda la ciudad.

El ruido crecía a medida que Sonali se aproximaba a la imponente escalinata que había al fondo del vestíbulo. De pronto se vio ante los curvos pasamanos, con los gastados y astillados balaustres envueltos en humo. Alzando la linterna vio que el humo venía de arriba, inundando el hueco de la escalera. Se adensaba en torno a ella, difuminando el haz de la linterna y dándole un resplandor lechoso.

La escalinata era un armazón oxidado; la última vez que la vio los obreros habían comenzado a despojarla de su revestimiento para dejar la estructura al descubierto como paso previo para restaurarla en su esplendor original, cuando ascendía en una majestuosa curva de caoba y hierro forjado. «La estructura aún está firme», le había dicho Romen. Le había seguido con precaución, apoyando firmemente el pie en un escalón y luego en otro, dándose por afortunada cuando llegó arriba sin caerse. Viéndola ahora, retorcida entre el humo como una gigantesca enredadera, retrocedió asustada, enjugándose el lagrimeo de los ojos. Luego, decidiéndose, se agarró a la balaustrada y subió unos peldaños.

Se paró en una viga de acero y enfocó la linterna hasta encontrar un larguero de metal oxidado bajo una tabla de madera podrida, un par de peldaños más arriba. Eso es lo que le había dicho Romen, recordó ahora: No pises en la madera, sigue por el armazón metálico. Se inclinó y dio un salto. Se le escurrió el pie, pero logró agarrarse al pasamanos. Tratando de no mirar abajo, cerró los ojos y respiró hondo, esforzándose por mantener el equilibrio. Ascendió oblicuamente hasta el siguiente punto de apoyo, sujetando la linterna entre los dientes y sirviéndose de manos y pies. Subió los siguientes escalones del mismo modo, siguiendo la curva de la escalinata. Unos peldaños más arriba se detuvo a tomar aliento y enfocó la linterna hacia lo alto. El rellano donde acababa la escalinata ya sólo estaba a unos metros. El tamborileo parecía estar muy cerca; lo sentía vibrar en el metal, bajo las manos y los pies. Cuando tocó el descansillo, se quitó la linterna de la boca y la colocó en posición vertical sobre un saliente. Se izó y se derrumbó sobre el entarimado.

El ruido de tambores la envolvía ahora, tan cerca y tan fuerte que no sabía en qué dirección venía. Al volverse a mirar, el sari rozó la linterna, derribándola. Rodó unos centímetros, esquivando su mano, y cayó por el saliente del rellano. La vio dar vueltas por la escalinata, con el haz luminoso girando por el vestíbulo, hasta que chocó contra el suelo y se apagó.

Sonali se incorporó, conteniendo un sollozo. Se puso a tantear los tablones del entarimado, intentando orientarse, girando sobre sí misma al tiempo que manoteaba la madera astillada. Luego se dio cuenta de que ya no sabía en qué dirección se encontraba, si de frente o de espaldas a la escalera: estaba completamente desorientada.

Sintió que se le encogía el pecho. Sabía que le entraría el pánico si continuaba más tiempo así, dando manotazos en el suelo, cegada por el sudor y el humo, ensordecida por el ruido. Logró ponerse en pie y ante ella, entre los remolinos de humo, vio un tenue destello anaranjado. Dio un paso hacia el resplandor y luego, agachándose, se puso a cuatro patas. No iba segura caminando sobre el suelo podrido y empezó a arrastrarse, aproximándose lentamente a la luz, entrecerrando los ojos para aliviar la picazón del humo.

Tras avanzar unos metros, vio que la luz salía por un arco. Y de pronto supo dónde estaba: frente a la entrada de la habitación más grande de la casa, una enorme estancia con espejos y paneles de madera que antiguamente sirvió de sala de recepciones. Romen había insistido en que fuese a verla, era el orgullo de la casa, según dijo, y él iba a restaurarla para dejarla como estaba antes.

Se acercó al arco y, entre el ahumado resplandor, ante sus ojos empezaron a cobrar forma unas siluetas. Estaban sentadas en el suelo con las piernas cruzadas, de espaldas a ella, mirando en dirección opuesta. Primero vio unas cuantas cabezas, y luego más, y más, hasta que le pareció que la estancia rebosaba de gente. Cantaban y algunos llevaban el ritmo con tambores y otros agitaban platillos con las manos.

Sonali no se atrevía a avanzar ni podía retroceder: sin la linterna sería incapaz de encontrar el camino de bajada. Entonces recordó algo que Romen le había enseñado en aquella visita: al fondo de la sala de recepciones había una pequeña galería elevada, el atrio de los músicos, la había llamado Romen. La había hecho subir para mostrarle lo enorme que la sala parecía desde allí. Trató de serenarse, de recordar aquel día, unos meses atrás. Llegaron a la galería subiendo una escalera estrecha y empinada, casi como una escalera de mano. Hizo un esfuerzo por serenarse, intentando recordar dónde estaba esa escalera.

Avanzó a gatas un metro más y, a su derecha, distinguió la entrada de una antesala. Acercándose despacio, se colocó ante el umbral y miró adentro. Al fondo vislumbró el hueco que daba paso a la galería: despedía un resplandor anaranjado hacia la aterciopelada penumbra de la sala. Pero hasta donde alcanzaba a ver, allí no había nadie.

Se deslizó detrás de la entrada y se puso en pie. Luego siguió pegada a la pared con un brazo extendido hasta que su mano tocó el frío metal de la escalera. Dio un paso atrás y miró por el hueco hacia la galería: estaba justo encima de su cabeza. Lo único que veía era el oscilante resplandor cobrizo de un fuego, reflejado entre la densa humareda.

Se agarró a un peldaño y subió rápidamente la escalera. Arriba, el humo se le arremolinó de pronto en la cara, metiéndosele en los pulmones. Se tapó la boca con el borde del sari, tratando de contener la tos, y miró.

La estrecha galería, de aspecto endeble, estaba vacía. Pasando la pierna por el último peldaño, se agachó rápidamente y se pegó al suelo. Notó que el humo era aún más denso que abajo; atrapado en el techo, giraba sobre el atrio en espesas nubes. Agachando la cabeza, mantuvo el sari apretado contra los ojos lagrimeantes. Le picaban tanto que sabía que no podría mantenerlos abiertos más de unos segundos seguidos.

Cuando se le pasó un poco el escozor, acercó la cabeza al borde y miró abajo. Vislumbró docenas de cabezas, unas de hombres, otras de mujeres, jóvenes y viejos, estrechamente agrupadas. Los rostros estaban oscurecidos por el humo y la trémula luz del fuego, pero distinguió algunos curtidos rasgos nepalíes que estaba segura de haber visto antes, cuando Romen la llevó a la casa. Por lo demás parecía un surtido de gente extrañamente variopinto: hombres con
lungis
, un puñado de mujeres brillantemente maquilladas con saris de nailon baratos, unos cuantos estudiantes, varias mujeres de clase media y buen aspecto: gente que difícilmente uno esperaría ver reunida.

Entrecerrando los ojos por el humo, Sonali dirigió su mirada hacia la lumbre que ardía al fondo de la estancia: el polvo de carbón vegetal lanzaba destellos rojos en el brasero improvisado de un mortero de cemento. Entonces tuvo un sobresalto: entre los rostros congregados en torno al fuego distinguió uno que conocía. Miró de nuevo: era un muchacho esquelético con una camiseta. Sonali sintió vértigo: era el muchacho que había vivido los últimos meses en la habitación de los criados de su casa, no le cabía la menor duda. Sonreía mientras le decía algo a la persona que tenía al lado.

Había un pequeño claro por delante y de cuando en cuando el muchacho y los que le rodeaban alargaban la mano y tocaban algo. Sonali no distinguía lo que era: le tapaban la vista varias cabezas muy juntas. El denso gentío se arqueaba hacia lo que allí hubiera; todos los congregados parecían tener la vista fija en aquel espacio.

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