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Authors: Diane Setterfield

El cuento número trece (50 page)

BOOK: El cuento número trece
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Estábamos hablando en la oscuridad y no podía ver la expresión de la señorita Winter, pero un escalofrío pareció recorrerla cuando se volvió hacia la figura yacente en la cama.

—Cúbrale la cara con la sábana, ¿quiere? Le hablaré del bebé, le hablaré del incendio, pero primero, ¿le importaría avisar a Judith? Todavía no lo sabe. Tendrá que llamar al doctor Clifton. Hay muchas cosas por hacer.

Cuando Judith entró, dedicó sus primeros cuidados a los vivos. Reparó en la palidez de la señorita Winter e insistió en acostarla y ocuparse de su medicación antes que hacer cualquier otra cosa. Juntas arrastramos la silla de ruedas hasta sus aposentos. Judith le ayudó a ponerse el camisón; yo preparé una bolsa de agua caliente y abrí la cama.

—Voy a llamar al doctor Clifton —dijo Judith—. ¿Le importa quedarse entretanto con la señorita Winter?

Al rato reapareció en la puerta del dormitorio y me hizo señas para que saliera.

—No he podido hablar con él —me susurró—. Es el teléfono; el temporal de nieve ha cortado la línea.

Estábamos incomunicadas.

Recordé el pedazo de papel con el teléfono del agente de policía que guardaba en el bolso y sentí un gran alivio.

Acordamos que me quedaría con la señorita Winter para que Judith pudiera ir al cuarto de Emmeline y hacer todo lo que tuviera que hacerse. Me sustituiría más tarde, cuando a la señorita Winter le tocara de nuevo la medicación.

Sería una larga noche.

El bebé

E
n la estrecha cama de la señorita Winter su cuerpo se distinguía por una levísima elevación y descenso de la colcha. Inspiraba con cautela, como si estuviera esperando que en cualquier momento le tendieran una emboscada. La luz de la lámpara buscaba su esqueleto; se posaba en su pálido pómulo e iluminaba el arco blanco de la ceja, hundiendo el ojo en una profunda sombra.

En el respaldo de mi silla descansaba un chal de seda dorada. Lo eché sobre la pantalla a fin de que difuminara la luz, la hiciera más cálida, redujera la brutalidad con que caía sobre el rostro de la señorita Winter.

Aguardé en silencio, observé en silencio, y cuando ella habló apenas pude oír su susurro.

—¿La verdad? Déjeme ver...

Sus palabras abandonaron sus labios y quedaron suspendidas en el aire, temblando, hasta que finalmente encontraron el camino y emprendieron su viaje.

Yo no era amable con Ambrose. Podría haberlo sido. En otro mundo quizá lo podría haber sido. No me habría resultado tan difícil: era alto y fuerte y su pelo parecía de oro bajo el sol. Yo sabía que le gustaba y él no me era indiferente, pero endurecí mi corazón. Estaba atada a Emmeline.

—¿No soy bastante bueno para ti? —me preguntó un día, así, sin más.

Fingí no haberle oído, pero insistió.

—¡Si no soy bastante bueno para ti dímelo a la cara!

—¡No sabes leer y no sabes escribir! —exclamé.

Sonrió. Cogió mi lápiz de la repisa de la ventana de la cocina y se puso a garabatear letras en un trozo de papel. Era lento. Su caligrafía era desigual, pero legible. Ambrose. Había escrito su nombre. Levantó el papel y me lo enseñó.

Se lo arrebaté de las manos, hice una pelota con él y la tiré al suelo.

Ambrose dejó de venir a la cocina para tomar su taza de té. Yo bebía mi té en la silla del ama; echaba de menos mi cigarrillo, y aguzaba el oído, esperando oír sus pasos o el tintineo de su pala. Cuando llegaba con la caza me entregaba el zurrón sin decir una palabra, mirando hacia otro lado, con el rostro pétreo. Se había rendido. Más tarde, mientras limpiaba la cocina, tropecé con el trozo de papel donde había escrito su nombre. Avergonzada, metí el papel en su zurrón detrás de la puerta de la cocina, para no verlo.

¿Cuándo me di cuenta de que Emmeline estaba embarazada? Unos meses después de que el muchacho dejara de frecuentar la cocina para tomarse su taza de té. Lo supe antes que ella; no podía esperarse de Emmeline que reparara en los cambios de su cuerpo o se percatara de las consecuencias. La sometí a un duro interrogatorio sobre Ambrose. Era difícil hacerle comprender el significado de mis preguntas o el motivo de mi enfado.

—«Estaba tan triste» era cuanto decía. «Estuviste muy antipática con él.» —Hablaba con suma dulzura, llena de compasión por el muchacho, suavizando su reproche hacia mí.

Me dieron ganas de zarandearla.

—¿No sabes que vas a tener un bebé?

Durante un instante mostró cierto asombro, pero enseguida recuperó la calma. Al parecer nada podía perturbar su serenidad.

Despedí a Ambrose. Le pagué toda la semana y lo eché. No le miré a la cara mientras le hablaba. No le di explicaciones. Él no hizo preguntas.

—Será mejor que te vayas ya —le dije, pero ese no era su estilo.

Ambrose terminó la hilera que estaba plantando, limpió minuciosamente las herramientas, como John le había enseñado, y las devolvió al cobertizo, donde lo dejó todo limpio y ordenado. Luego llamó a la puerta de la cocina.

—¿Qué harás para conseguir algo de carne? ¿Sabes por lo menos cómo se mata una gallina?

Negué con la cabeza.

—Vamos.

Apuntó con la cabeza hacia el corral y le seguí.

—No te lo pienses —me indicó—. Ha de ser limpio y rápido. Sin dudar.

Se abalanzó sobre una de las aves de plumas cobrizas que picoteaban a nuestros pies y sujetó el cuerpo con firmeza. Simuló el gesto de partirle el cuello.

—¿Lo ves?

Asentí con la cabeza.

—Prueba tú.

Soltó el ave, que revoloteó hasta el suelo, donde su redonda espalda se mezcló rápidamente con las de sus vecinas.

—¿Ahora?

—¿Qué comerás si no esta noche?

Las gallinas picoteaban las semillas con el sol reflejado en sus plumas. Fui a por una, pero se me escurrió de los dedos. Lo mismo me pasó con la segunda. Cuando me abalancé torpemente sobre la tercera, conseguí retenerla. La gallina chillaba e intentaba agitar las alas, desesperada por escapar; me pregunté cómo había conseguido el muchacho sostener la suya con tanta facilidad. Mientras luchaba por mantenerla sujeta bajo el brazo y rodearle el cuello con las manos, notaba la mirada severa del muchacho sobre mí.

—Limpio y rápido —me recordó. Dudaba de mí, lo supe por el tono de su voz.

Iba a matar esa gallina. Estaba decidida a matar esa gallina. Así que la agarré del cuello y apreté. Pero las manos solo me obedecieron a medias. De la garganta de la gallina emergió un grito ahogado y por un momento titubeé. Con un giro muscular y un fuerte aleteo, la gallina se me escurrió de debajo del brazo. Si todavía la tenía agarrada del cuello era solo porque el pánico me tenía paralizada. Batiendo las alas, sacudiendo frenéticamente las garras, casi consiguió liberarse.

Rápido, resuelto, el muchacho me arrebató la gallina y la mató con un solo movimiento.

Me tendió el cuerpo; me obligué a aceptarlo. Caliente, pesado, quieto.

El sol brilló en su pelo cuando levantó la vista hacia mí. Su mirada fue peor que las garras, peor que el batir de alas. Peor que el cuerpo fláccido que sostenía en mis manos.

Sin decir una palabra, se dio la vuelta y se marchó.

¿Para qué hubiera querido yo al muchacho? No podía entregarle mi corazón. Mi corazón pertenecía y siempre había pertenecido a otra persona.

Yo amaba a Emmeline.

Y creo que Emmeline también me amaba. Pero amaba más a Adeline.

Es doloroso amar a una gemela. Cuando Adeline estaba, el corazón de Emmeline se sentía completo. No me necesitaba, y yo quedaba fuera, me convertía en algo superfluo, un desecho, una mera observadora de las gemelas y su relación de gemelas.

Únicamente cuando Adeline se marchaba a deambular sola se abría un espacio en el corazón de Emmeline para otra persona. Entonces su tristeza era mi dicha. Poco a poco la sacaba de su soledad ofreciéndole hilos de plata o baratijas brillantes, hasta que casi olvidaba que la habían dejado sola y se entregaba a la amistad y la compañía que yo podía brindarle. Jugábamos a cartas delante de la chimenea, cantábamos y charlábamos. Juntas éramos felices.

Hasta que Adeline regresaba. Enfurecida de frío y hambre, irrumpía violentamente en la casa y en ese momento nuestro mundo tocaba a su fin y yo volvía a quedar excluida.

No era justo. Aunque Adeline le pegaba y le tiraba del pelo, Emmeline la amaba. Aunque Adeline la dejaba sola, Emmeline la amaba. Nada de lo que Adeline hiciera podía cambiarlo, porque el amor de Emmeline era incondicional. ¿Y yo? Tenía el pelo cobrizo, como Adeline. Tenía los ojos verdes, como Adeline. Cuando Adeline no estaba dejaba que todos me confundieran con ella, pero nunca conseguía engañar a Emmeline. Su corazón sabía la verdad.

Emmeline tuvo el bebé en enero.

Nadie se enteró. Durante su embarazo se había vuelto perezosa; para ella no era ningún sacrificio ceñirse a los confines de la casa. No le importaba no salir; bostezando recorría la biblioteca, la cocina, el dormitorio. Nadie reparaba en su reclusión, y era lógico. La única persona que nos visitaba era el señor Lomax, y siempre venía los mismos días y a las mismas horas. Quitarla de en medio cuando el hombre llamaba a la puerta era pan comido.

Apenas nos relacionábamos con otras personas. Nosotros mismos nos abastecíamos de carne y hortalizas. No superé mi aprensión a matar gallinas, pero aprendí a hacerlo. En cuanto a otros alimentos, yo misma iba a la granja en persona para recoger queso y leche, y cuando la tienda enviaba a un muchacho en bicicleta con nuestro pedido una vez por semana, salía a recibirlo al camino y yo cargaba la cesta hasta casa. Me dije que sería conveniente que alguien viera de vez en cuando a la otra gemela. Un día en que Adeline parecía tranquila le di una moneda y la envié a recibir al muchacho. «Hoy me ha tocado la otra —imaginé que diría al regresar a la tienda—, la rara.» Me pregunté qué pensaría el médico si el comentario del muchacho llegara a sus oídos, pero se enteró en un momento en que ya no me servía Adeline. El embarazo de Emmeline le estaba afectando de una forma curiosa: por primera vez en su vida Adeline tenía hambre. De ser un saco de huesos descarnado pasó a desarrollar curvas recias y pechos turgentes. En ocasiones —en la penumbra, desde ciertos ángulos— durante un instante ni siquiera yo podía diferenciarlas. Por esa razón algún que otro miércoles por la mañana me hice pasar por Adeline. Me alborotaba el pelo, me ensuciaba las uñas, adoptaba una expresión tensa y agitada y bajaba por el camino de grava para recibir al muchacho de la bicicleta. En cuanto veía la velocidad de mis pasos, se daba cuenta de que era la otra y yo notaba que sus dedos se cerraban nerviosos alrededor del manillar. Disimulando que me miraba, el muchacho me tendía la cesta, se guardaba la propina en el bolsillo y se alegraba de irse. A la semana siguiente, cuando le recibía representando mi propio papel, su sonrisa abierta manifestaba un gran alivio.

Ocultar el embarazo no resultó difícil, pero los meses de espera fueron, para mí, meses de angustia. Era consciente de los peligros que podía entrañar el alumbramiento. La madre de Isabelle no había sobrevivido a su segundo parto, y apenas lograba quitármelo de la cabeza unas cuantas horas. No quería ni pensar en la posibilidad de que Emmeline sufriera, de que su vida corriera peligro. Por otro lado, el médico no se había comportado como un amigo y no lo quería por casa. Después de haber examinado a Isabelle, se la había llevado. No podía permitir que hiciera lo mismo con Emmeline. Había separado a Emmeline y Adeline. No podía permitir que hiciera lo mismo con Emmeline y conmigo. Además, la visita del médico implicaría inevitables complicaciones. Y aunque finalmente se había convencido —pese a no entenderlo— de que la niña en la neblina había atravesado el caparazón de la muda e inerte Adeline que había pasado varios meses en su casa, si llegaba a darse cuenta de que en la casa Angelfield había tres muchachas, no tardaría en atar cabos. Para una sola visita, para el parto propiamente dicho, podía encerrar a Adeline en el viejo cuarto de los niños, pero en cuanto se supiera que en la casa había un bebé, no pararíamos de recibir visitas. Sería imposible mantener nuestro secreto.

Yo era consciente de mi frágil situación. Sabía que pertenecía a esa casa, sabía que ese era mi lugar. No tenía más hogar que Angelfield, ni más amor que Emmeline, ni más vida que mi vida allí, pero me daba cuenta de lo endeble que podría parecer mi reivindicación. ¿Qué amigos tenía? Difícilmente podía esperar que el médico hablara en mi nombre, y aunque el señor Lomax me trataba con amabilidad, en cuanto supiera que me había hecho pasar por Adeline, su actitud, inevitablemente, cambiaría. El cariño que Emmeline y yo nos teníamos no serviría para nada.

Emmeline, ignorante y tranquila, dejaba que sus días de confinamiento transcurrieran con placidez. Yo, por mi parte, vivía torturada por la indecisión. ¿Cómo mantener a Emmeline a salvo? ¿Cómo mantenerme a mí misma a salvo? Cada día posponía la decisión para el día siguiente. Durante los primeros meses tuve la certeza de que con el tiempo se resolvería esa situación. ¿Acaso no había salvado ya toda clase de dificultades? Sin duda, también esa situación tendría arreglo; pero a medida que se acercaba el día del parto el problema se hacía más acuciante y no me sentía más preparada para tomar una decisión. Durante el transcurso de un minuto pasaba de coger mi abrigo para ir a casa del médico y contárselo todo a decirme que así revelaría mí existencia y que revelar mi existencia solo podía conducir a mi destierro. Mañana, me decía, mientras devolvía el abrigo al perchero. Mañana pensaré en algo.

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