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Authors: Diane Setterfield

El cuento número trece (24 page)

BOOK: El cuento número trece
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Ella le miraba en silencio, paralizada por esa indecisión que parpadeaba en el rostro de él.

Entonces el mundo pareció inclinarse levemente sobre su eje y ambos desviaron rápidamente la mirada.

—El examen —comenzó ella.

—¿Le parece el miércoles por la tarde? —propuso él.

—El miércoles por la tarde.

Y el mundo volvió a girar sobre su eje.

Echaron a andar hacia la casa y al llegar al camino el médico se despidió.

Detrás del tejo, la pequeña espía se mordía las uñas y rumiaba.

Cinco notas

U
n áspero velo de agotamiento me irritaba los ojos. Ya no podía pensar. Había trabajado todo el día y la mitad de la noche y me asustaba dormirme. ¿Me gastaba mi mente una broma pesada? Creía oír una melodía. Bueno, no exactamente una melodía. Tan solo cinco notas sueltas. Abrí la ventana para corroborarlo. Sí. Sin duda llegaba un sonido del jardín. Entiendo de palabras. Si me das un fragmento de texto dañado o desgarrado, soy capaz de adivinar lo que iba antes y lo que iba después; o por lo menos puedo reducir las posibilidades a la opción más probable. Pero la música no es mi lenguaje. ¿Eran esas cinco notas el comienzo de una nana? ¿La caída agonizante de un lamento? Imposible saberlo. Sin un principio ni un final que las delimitara, sin una melodía que las sostuviera, fuera lo que fuera lo que las unía parecía sumamente precario. Cada vez que sonaba la primera nota se producía un angustioso instante mientras esta esperaba a descubrir si su compañera todavía seguía allí o se había esfumado para siempre, arrastrada por el viento. Y lo mismo con la tercera y la cuarta. Con la quinta no había una resolución, solo la sensación de que tarde o temprano los frágiles eslabones que unían esa ristra de notas caprichosas se romperían como se habían roto los eslabones del resto de la melodía, y también ese último fragmento vacío desaparecería para siempre, dispersándose con el viento como las últimas hojas de un árbol en invierno.

Obstinadamente mudas cada vez que mi mente consciente les pedía que se manifestaran, las notas acudían de repente a mí cuando no estaba pensando en ellas. Absorta en mi trabajo por la noche, caía en la cuenta de que llevaban rato repitiéndose en mi cabeza. O en la cama, debatiéndome entre el sueño y la vigilia, las oía a lo lejos, entonando para mí su melodía poco definida y sin sentido.

Pero ahora la oía de verdad. Al principio, una sola nota, a sus compañeras las sofocaba la lluvia que martilleaba la ventana. «No es nada», me dije, y me preparé para seguir durmiendo. Entonces, en un instante de calma en medio de la tormenta, tres notas se elevaron por encima del agua.

Era una noche impenetrable. Tan negro estaba el cielo que del jardín solo podía captar el sonido de la lluvia. Esa percusión era la lluvia contra las ventanas. Las ráfagas suaves e irregulares eran lluvia fresca sobre la hierba. El goteo era agua bajando por los canalones hasta los desagües. Tic, tic, tic. Agua resbalando por las hojas hasta el suelo. Y detrás de todo eso, debajo, entremedio —si no estaba loca o soñando— las cinco notas. La la la la la.

Me puse las botas y el abrigo y salí a la oscuridad de la noche.

No veía a un palmo de mi mano. No oía nada salvo el chapoteo de mis botas sobre la hierba. De repente capté una señal. Un sonido seco, inarmónico; no un instrumento, sino una voz humana atonal, discordante.

Lentamente y haciendo frecuentes paradas, seguí la dirección de las notas. Bordeé los largos arriates y doblé por el jardín del estanque, o por lo menos creo que es allí hacia donde me dirigí. Entonces perdí el rumbo, anduve a trompicones por tierra blanda donde pensaba que debía de haber una senda y fui a parar no al lado del tejo, como esperaba, sino a un terreno de arbustos de medio metro de alto con pinchos que se me enganchaban en la ropa. De ahí en adelante renuncié a indagar dónde estaba y me orienté únicamente por el oído, siguiendo las notas como el hilo de Ariadna por un laberinto que ya no reconocía. La melodía sonaba a intervalos irregulares, y en cada ocasión me dirigía hacia ella, hasta que el silencio me detenía y me quedaba esperando otra nueva pista. ¿Cuánto tiempo pasé dando tumbos en la oscuridad? ¿Un cuarto de hora? ¿Media hora? Lo único que sé es que finalmente me encontré de nuevo frente la puerta por la que había salido. Había vuelto —o me habían llevado— al punto de partida.

El silencio entonces fue definitivo. Las notas habían muerto y en su lugar reapareció la lluvia.

En vez de entrar me senté en el banco y descansé la cabeza sobre mis brazos cruzados, sintiendo el golpeteo de la lluvia en la espalda, el cuello y el pelo.

Empezó a parecerme una insensatez el haberme puesto a perseguir por el jardín algo tan etéreo, y casi logré convencerme de que lo que había oído era solo producto de mi imaginación. Luego mi mente dobló por otros derroteros. Me pregunté cuándo me enviaría mi padre información sobre la forma de dar con Hester. Pensé en Angelfield y fruncí el entrecejo: ¿qué haría Aurelius cuando demolieran la casa? Pensar en Angelfield me llevó a pensar en el fantasma y eso me llevó a pensar en mi propio fantasma, la foto que le había hecho, perdida en una nebulosa blanca. Decidí telefonear a mi madre al día siguiente, mas era una decisión poco arriesgada; nada te obliga a cumplir un propósito formulado en mitad de la noche.

De repente la columna me envió una señal de alarma.

Una presencia. Aquí. Ahora. A mi lado.

Me levanté de un salto y miré a mi alrededor.

La oscuridad era total. No se veía nada ni a nadie. La negra noche se lo había tragado todo, incluido el gran roble, y el mundo se había reducido a los ojos que me estaban observando y el ritmo frenético de mi corazón.

La señorita Winter no. Aquí no; a estas horas de la noche no.

Entonces, ¿quién?

La sentí antes de sentirla. La presión en el costado, vista y no vista.

Era Sombra, el gato.

Volvió a arrimarse, otro roce del carrillo contra mis costillas, y un maullido algo retrasado como para anunciar su presencia. Alargué una mano y le acaricié mientras mi corazón trataba de encontrar su ritmo. El gato ronroneó.

—Estás empapado —le dije—. Vamos, bobo. No es una buena noche para pasear.

Me siguió hasta mi habitación, se secó el pelaje a lametazos mientras yo me envolvía el cabello con una toalla y nos quedamos dormidos juntos en la cama. Por una vez —quizá fuera la protección del gato— mis sueños me dieron un respiro.

El día amaneció apagado y gris. Después de la entrevista salí a dar un paseo por el jardín. En la lúgubre luz de la tarde intenté volver sobre el camino que había seguido la noche anterior. El comienzo fue fácil: bordeé los largos arriates y doblé por el jardín del estanque; pero después me desorienté. El recuerdo de haber caminado por la tierra blanda de un macizo me tenía desconcertada, pues todos los macizos y arriates estaban perfectamente ordenados y rastrillados. Aun así, hice algunas conjeturas, tomé una o dos decisiones al azar y dibujé una trayectoria más o menos circular con la esperanza de que reflejara, al menos en parte, mi paseo nocturno.

No vi nada fuera de lo normal. A menos que cuente el hecho de que me encontré a Maurice y esta vez me habló. Estaba arrodillado sobre una parcela de tierra removida, distribuyendo, alisando y aplanando. Me oyó acercarme por la hierba y levantó la vista.

—Condenados zorros —gruñó. Y regresó a su trabajo.

Volví a la casa y me puse a transcribir la entrevista de la mañana.

El experimento

L
legó el día del examen médico y el doctor Maudsley se personó en la casa. Como de costumbre, Charlie no estaba allí para recibir al visitante. Hester le había informado de la visita del médico de la manera acostumbrada (una carta depositada fuera de sus aposentos, sobre una bandeja) y, como no había obtenido respuesta, supuso acertadamente que el asunto le traía sin cuidado.

La paciente se hallaba en uno de sus estados de ánimo huraños pero dóciles. Se dejó conducir hasta el cuarto elegido para el examen y aceptó que le dieran golpecitos y punzadas. Invitada a abrir la boca y sacar la lengua, se negó en redondo, pero al menos cuando el médico le introdujo los dedos para separar la mandíbula superior de la inferior, no le mordió. Tenía la mirada apartada de él y sus instrumentos, apenas parecía consciente de su presencia y del examen. Fue imposible sacarle una sola palabra.

El doctor Maudsley descubrió que su paciente estaba por debajo del peso adecuado y tenía piojos; por lo demás, físicamente gozaba de buena salud. Su estado psicológico, sin embargo, era más difícil de determinar. ¿Era la muchacha, como había insinuado John-the-dig, mentalmente deficiente? ¿O acaso la conducta de la chica se debía a la negligencia de su madre y la falta de disciplina? Esa era la opinión del ama, quien, al menos en público, siempre estaba dispuesta a absolver a las gemelas.

No fueron esas las únicas opiniones que el médico tuvo presentes mientras examinaba a la gemela salvaje. La noche anterior, en su propia casa, pipa en boca y con la mano sobre la chimenea, había estado cavilando en voz alta sobre el caso (le gustaba que su mujer le escuchara, pues estimulaba su elocuencia), enumerando los ejemplos de mala conducta de que había sido informado: los hurtos en las casas de los aldeanos, la destrucción del jardín de las figuras, la violencia vertida sobre Emmeline, la fascinación por las cerillas... Se hallaba reflexionando sobre las posibles explicaciones cuando la dulce voz de su esposa le interrumpió:

—¿No crees que simplemente es traviesa?

Por un instante la interrupción lo dejó demasiado pasmado para poder contestar.

—Solo era una sugerencia —continuó ella agitando una mano para restar importancia a sus palabras. Había hablado con suavidad, pero eso poco importaba. El hecho de que hubiera hablado bastó para que sus palabras fueran cortantes.

Y luego estaba Hester.

—Ha de tener presente —le había dicho— que dada la ausencia de un vínculo fuerte con los padres y de una orientación firme por parte de otras personas, el desarrollo de la niña hasta el día de hoy ha estado enteramente determinado por su experiencia como gemela. Su hermana es el único punto fijo y permanente en su conciencia, de modo que toda su visión del mundo se ha ido formando a través del prisma de su relación con ella.

Tenía razón, desde luego. El doctor Maudsley ignoraba de qué libro lo había sacado ella, pero debía de haberlo leído con detenimiento, porque había expuesto la idea con suma brillantez. Mientras la escuchaba, le había sorprendido su voz. Aunque claramente femenina, había en la institutriz un ligero tono de autoridad masculina. Hester era elocuente. Tenía una graciosa tendencia a expresar sus opiniones con el mismo dominio comedido que cuando explicaba una teoría de algún especialista sobre la que había leído. Y cuando hacía una pausa al final de una frase para recuperar el aliento, le lanzaba una mirada rauda —la primera vez la había encontrado desconcertante, pero después le resultó divertida— para indicarle si podía hablar o si tenía intención de seguir hablando ella.

—Debo investigar un poco más —le dijo a Hester cuando se reunieron para hablar de la paciente después del examen—. Y tenga por seguro que observaré con detenimiento la relevancia de su condición de gemela.

Hester asintió.

—Yo lo veo así —dijo—: en cierta manera podríamos considerar a las gemelas dos hermanas que se han repartido un conjunto de características. Mientras que una persona sana y normal experimenta todo un abanico de emociones diferentes y muestra una extensa variedad de comportamientos, podría decirse que las gemelas han dividido ese abanico de emociones y comportamientos en dos y cada una ha asimilado una parte. Una gemela es salvaje y propensa a los arrebatos; la otra es perezosa y pasiva. Una prefiere la limpieza; la otra adora la suciedad. Una tiene un apetito insaciable; la otra puede pasarse varios días sin comer. Ahora bien, si esa polaridad (podremos discutir más tarde en qué medida ha sido adoptada de forma consciente) es fundamental para el sentido de identidad de Adeline, ¿no es comprensible que inhiba dentro de ella todo lo que, desde su punto de vista, corresponde a Emmeline?

La pregunta no esperaba contestación; Hester no le indicó al médico que podía hablar, simplemente hizo una inspiración moderada y continuó:

—Ahora consideremos las cualidades del ser al que, de forma algo fantasiosa, nos referimos como la niña en la neblina. Esa niña escucha las historias, es capaz de comprender y emocionarse con un lenguaje que no es el de las gemelas. Eso sugiere una voluntad de relacionarse con otras personas. Pero de las dos gemelas, ¿a quién le ha sido asignada la tarea de relacionarse con la gente? ¡A Emmeline! De modo que Adeline ha de reprimir esa parte de su personalidad.

Hester se volvió hacia el médico y le brindó esa mirada que significaba que le cedía el turno de palabra.

—Es una idea curiosa —respondió él con cautela—. Yo habría imaginado lo contrario, ¿no le parece? Que por el hecho de ser gemelas cabría esperar que tuvieran más similitudes que diferencias.

—Pero hemos observado que no es así —se apresuró a replicar Hester.

—Hummm.

Hester le dejó rumiar. El médico contemplaba la pared desnuda, absorto en sus pensamientos, al tiempo que ella le lanzaba miradas nerviosas, tratando de leer en su rostro la acogida que estaba teniendo su teoría. Finalmente, estuvo listo para hacer su dictamen.

—Aunque su idea resulta interesante —esbozó una sonrisa afable para suavizar el efecto de sus desalentadoras palabras—, no recuerdo haber leído nada sobre esa división de la personalidad entre gemelos en ninguno de los especialistas en la materia.

Hester pasó por alto la sonrisa y le miró manteniendo la compostura.

—Los especialistas no lo consideran así, eso es cierto. De estar en algún lugar, estaría en Lawson, y no es el caso.

—¿Ha leído a Lawson?

—Naturalmente. Ni por un momento se me ocurriría exponer una opinión sobre un tema, el que fuera, sin estar primero segura de mis fuentes.

—Oh.

—Existe una referencia a unos niños gemelos peruanos en Harwood que sugiere algo similar, si bien el autor se queda corto en cuanto a las conclusiones que podrían extraerse.

—Recuerdo ese caso... —El médico dio un ligero respingo—. ¡Oh, ya veo la relación! Me pregunto si el estudio de Brasenby guarda alguna relación con este caso.

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