El cuento número trece (10 page)

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Authors: Diane Setterfield

BOOK: El cuento número trece
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Una hora más tarde Charlie la oyó bajar y salió al vestíbulo.

—Ven a la biblioteca conmigo —dijo él.

—No.

—Entonces vamos al parque de ciervos.

—No.

Charlie advirtió que se había cambiado.

—¿Qué haces con esa pinta? —dijo—. Estás ridícula.

Isabelle lucía un vestido de verano, de una tela blanca muy ligera con un ribete verde, que había pertenecido a su madre. En lugar de sus habituales zapatillas de tenis con los cordones deshilachados calzaba unas sandalias de raso verde un número demasiado grande —también de su madre— y se había prendido una flor en el pelo con una peineta. Llevaba carmín en los labios.

El corazón de Charlie se ensombreció.

—¿Adónde vas? —preguntó.

—A la merienda.

La agarró del brazo, le hincó los dedos y la arrastró hacia la biblioteca.

—¡No!

La arrastró con más fuerza.

—¡Charlie, he dicho que no! —repitió Isabelle entre dientes.

La soltó. Sabía que cuando ella decía que no de ese modo, quería decir no. Lo tenía más que comprobado. El mal humor podía durarle varios días.

Isabelle se volvió y abrió la puerta.

Enfadadísimo, Charlie buscó algo que golpear, pero ya había roto todo cuanto era rompible y el resto de objetos le harían más daño a sus nudillos que el destrozo que él pudiera causarles. Relajó los puños, cruzó la puerta y siguió a Isabelle hasta la merienda al aire libre.

De lejos, la juventud reunida a orillas del lago formaba un bonito cuadro con sus vestidos de verano y sus camisas blancas. Las copas que sostenían en la mano contenían un líquido que centelleaba con la luz del sol y la hierba que pisaban parecía tan suave que invitaba a caminar descalzo por ella, pero lo cierto era que los invitados estaban asfixiándose bajo sus ropas, que el champán estaba caliente y que si alguien hubiera tenido la ocurrencia de descalzarse, habría pisado excrementos de oca. Aun así estaban dispuestos a fingir alegría, con la esperanza de que su actuación terminara siendo real.

Un joven algo separado de la multitud vislumbró movimiento cerca de la casa: una chica con un atuendo extraño acompañada de un hombre con pinta de pelmazo. Había algo especial en ella.

El joven no rió el chiste de su compañero; este se volvió para ver qué era eso que había atraído su atención y también calló. Un grupo de chicas, siempre pendientes de los movimientos de los muchachos incluso cuando los tenían detrás, se volvieron para conocer la causa del repentino silencio. A partir de ahí, por una suerte de efecto dominó, todos los comensales se volvieron hacia los recién llegados y enmudecieron al verlos.

Por la vasta extensión de césped avanzaba Isabelle.

Llegó hasta el grupo. Este se abrió para ella como el mar se abrió para Moisés, e Isabelle caminó directamente por el centro hasta la orilla del lago. Se detuvo sobre una piedra lisa que despuntaba por encima del agua. Alguien se acercó a ella con una copa y una botella, Pero Isabelle lo rechazó con un gesto de la mano. El sol pegaba fuerte, el paseo había sido largo y haría falta algo más que champán para refrescarla.

Se quitó los zapatos, los colgó de un árbol y extendiendo los brazos se dejó caer en el agua.

La multitud soltó un gritito ahogado, y cuando Isabelle emergió a la superficie, con el agua corriéndole por la silueta de una forma que recordaba al nacimiento de Venus, soltó otro gritito.

Esa zambullida fue otra de las cosas que la gente recordó años más tarde, cuando Isabelle se marchó de casa por segunda vez. La gente recordó y meneó la cabeza con una mezcla de lástima y desaprobación. La muchacha siempre había sido así, pero aquel día en concreto los invitados lo atribuyeron a su espíritu alegre y se lo agradecieron. Sin ayuda de nadie, Isabelle animó la fiesta.

Uno de los jóvenes, el más osado, rubio y con una risa llamativa, se descalzó, se quitó la corbata y se tiró al lago. Tres de sus amigos siguieron su ejemplo. En un abrir y cerrar de ojos todos los muchachos estaban en el agua buceando, llamando a los demás, gritando y rivalizando en saltos y zambullidas.

Las chicas reaccionaron con rapidez y comprendieron que solo tenían un camino. Colgaron sus sandalias de las ramas, pusieron sus caras más animadas y se tiraron al agua lanzando gritos que esperaban sonaran desinhibidos en tanto que hacían todo lo posible por impedir que se les mojara el pelo.

Sus esfuerzos fueron en vano. Los hombres solo tenían ojos para Isabelle.

Charlie no imitó a su hermana lanzándose al agua, sino que se mantuvo algo alejado y se dedicó a observar. Pelirrojo y blanco de piel, era un hombre hecho para la lluvia y los pasatiempos de interior. Tenía la cara sonrosada por el sol y el sudor que le caía de la frente le irritaba los ojos, pero apenas parpadeaba. No quería apartar sus ojos de Isabelle.

¿Cuántas horas habían pasado cuando volvió a encontrarse con ella? Le pareció una eternidad. Animada por la presencia de Isabelle, la merienda se había alargado mucho más de lo previsto. No obstante los invitados tenían la sensación de que el tiempo había pasado volando y de haber podido se habrían quedado un poco más. La fiesta terminó con la consolación de que se celebrarían más meriendas, con promesas de otras invitaciones y con besos húmedos.

Cuando Charlie se acercó, Isabelle tenía la americana de un muchacho sobre los hombros y al joven en cuestión en el bolsillo. No muy lejos merodeaba una chica que no estaba segura de si su presencia sería bienvenida. Aunque regordeta, feúcha y mujer, el gran parecido que guardaba con el joven evidenciaba que era su hermana.

—Nos vamos —dijo bruscamente Charlie a su hermana Isabelle.

—¿Tan pronto? Había pensado que podríamos dar un paseo. Con Roland y Sybilla. —Isabelle sonrió gentilmente a la hermana de Roland, quien sorprendida por la inesperada amabilidad le devolvió la sonrisa.

Si bien Charlie a veces conseguía, lastimándola, que Isabelle le obedeciera en casa, en público no se atrevía, de modo que cedió.

¿Qué ocurrió durante ese paseo? Nadie fue testigo de lo que sucedió en el bosque, así que no hubo rumores. Al menos al principio. Mas no hace falta ser un genio para deducir, por los acontecimientos posteriores, lo que pasó esa noche bajo el dosel del follaje estival.

Más o menos esto fue lo que sucedió:

Isabelle seguramente encontró un pretexto para deshacerse de los hombres.

—¡Mis zapatos! ¡Me los he dejado en el árbol!

Y probablemente envió a Roland a buscarlos y a Charlie a por un chal o cualquier otra cosa para Sybilla.

Las muchachas se sentaron sobre el suelo mullido. Ausentes los nombres y ya en la creciente oscuridad, comenzaron a esperarlos adormiladas por el champán, aspirando los restos del calor del sol y con estos el principio de algo más oscuro, el bosque y la noche. El calor que desprendían sus cuerpos fue evaporando la humedad de los vestidos, y a medida que se secaban, los pliegues de la tela se iban separando de la carne y les hacían cosquillas.

Isabelle sabía lo que quería: tiempo a solas con Roland; pero para conseguirlo tenía que deshacerse de su hermano.

Empezó a hablar mientras se recostaban en un árbol.

—Y dime, ¿quién es tu pretendiente?

—La verdad es que no tengo pretendiente —reconoció Sybilla.

—Pues deberías tener uno.

Isabelle se tendió sobre un costado, cogió la hoja liviana de un helecho y se la pasó por los labios. Luego la deslizó por los labios de su compañera.

—Hace cosquillas —murmuró Sybilla.

Isabelle lo hizo de nuevo. Sybilla sonrió. Tenía los ojos entornados y no detuvo a Isabelle cuando le deslizó la suave hoja por el cuello y el escote del vestido, prestando especial atención a la ondulación de sus senos. Sybilla dejó escapar una risita un poco gangosa.

Cuando la hoja descendió hasta la cintura y siguió bajando, Sybilla abrió los ojos.

—Has parado —protestó.

—No he parado —dijo Isabelle—, pero no puedes notarlo a través del vestido. —Levantó el borde del vestido de Sybilla y jugueteó con la hoja a lo largo de los tobillos—. ¿Mejor así?

Sybilla volvió a cerrar los ojos.

Desde su tobillo algo grueso la pluma verde se abrió paso hasta su contundente rodilla. Un murmullo nasal escapó de los labios de Sybilla, aunque no se retorció hasta que la hoja le alcanzó la frontera de los muslos y no suspiró hasta que Isabelle sustituyó la hoja por sus delicados dedos.

Isabelle no apartó ni una sola vez su mirada afilada del rostro de la muchacha, y cuando los párpados de Sybilla mostraron el primer indicio de un parpadeo, retiró la mano.

—Lo que necesitas en realidad —dijo con total naturalidad— es un pretendiente.

Arrancada contra su voluntad de su éxtasis inconcluso, Sybilla la miró sin entender.

—Por las cosquillas —tuvo que explicarle Isabelle—. Es mucho mejor con un pretendiente.

Y cuando Sybilla preguntó a su nueva amiga:

—¿Cómo lo sabes?

Isabelle tenía la respuesta preparada:

—Por Charlie.

Cuando los chicos regresaron, zapatos y chal en mano, Isabelle ya había conseguido su objetivo. Sybilla, con la falda y la enagua algo revueltas, contempló a Charlie con mucho interés.

Charlie, ajeno al escrutinio, estaba mirando a su hermana.

—¿Te has dado cuenta de cuánto se parecen Isabelle y Sybilla? —preguntó despreocupadamente Isabelle. Charlie la fulminó con la mirada—. Me refiero a como suenan los dos nombres. Son casi intercambiables, ¿no crees? —Lanzó una mirada afilada a su hermano, obligándole a comprender—. Roland y yo vamos a caminar un poco más, pero Sybilla está cansada. Quédate con ella. —Isabelle cogió a Roland del brazo.

Charlie miró fríamente a Sybilla y reparó en el desorden de su vestido. Ella le miró a su vez, tenía los ojos como platos y la boca ligeramente abierta.

Cuando Charlie se volvió hacia Isabelle, ya había desaparecido. Desde la oscuridad solo le llegaba su risa, su risa y el murmullo quedo de la voz de Roland. Se desquitaría más tarde. Juró que lo haría. Le haría pagar por eso mil veces.

Entretanto, tenía que desahogarse de algún modo. 

Se volvió hacia Sybilla.

El verano fue una sucesión de meriendas al aire libre. Y para Charlie fue una sucesión de Sybillas. Pero para Isabelle solo hubo un Roland. Cada día burlaba la vigilancia de Charlie, escapaba de sus garras y desaparecía con su bicicleta. Él nunca conseguía averiguar dónde se encontraba la pareja, era demasiado lento para seguir a su hermana cuando se daba a la fuga pedaleando a toda velocidad, con el cabello ondeando al viento. En ocasiones Isabelle no regresaba hasta que caía la noche, y a veces ni siquiera entonces. Cuando él la reprendía, ella se reía y le daba la espalda, como si no existiera. Él intentaba hacerle daño, lesionarla y, mientras ella escapaba una y otra vez, escurriéndosele de los dedos como el agua, cayó en la cuenta de lo mucho que sus juegos habían dependido del consentimiento de su hermana. Por mucha fuerza que él tuviera, la rapidez y la inteligencia de Isabelle siempre le permitían huir de él. Como un jabalí encolerizado por una abeja, Charlie se sentía impotente.

De vez en cuando, apaciguadora, Isabelle cedía a sus súplicas. Durante una hora o dos se entregaba a su voluntad, permitiéndole disfrutar de la ilusión de que había vuelto para quedarse y que entre ellos todo volvía a ser como antes; pero Charlie no tardaba en comprobar que era una ilusión, y sus renovadas ausencias después de esos paréntesis le resultaban todavía más desesperantes.

Charlie olvidaba su dolor con una u otra Sybilla, aunque solo durante un tiempo. Al principio su hermana le preparaba el terreno, pero cuando creció su entusiasmo por Roland, Charlie tuvo que encargarse de conseguir sus propias citas. No poseía la sutileza de su hermana, e incluso hubo un incidente que podría haber terminado en escándalo; Isabelle, indignada, le dijo que si así era como pensaba comportarse, tendría que buscarse otra clase de mujeres. Entonces Charlie pasó de las hijas de pequeños aristócratas a las hijas de herreros, granjeros y guardabosques. Personalmente no notaba la diferencia, pero por lo menos a la gente parecía importarle menos.

Aunque frecuentes, esos momentos de olvido eran breves. Los ojos espantados, los brazos magullados, los muslos ensangrentados, eran borrados de su memoria en cuanto se volvía. Nada rozaba siquiera la gran pasión de su vida: su amor por Isabelle.

Una mañana, hacia el final del verano, Isabelle pasó las hojas en blanco de su diario y contó los días. Cerró el libro y lo devolvió al cajón con aire pensativo. Cuando lo decidió, bajó al estudio de su padre.

Su padre levantó la vista.

—¡Isabelle!

Se alegraba de verla. Desde que había empezado a salir con tanta frecuencia, se sentía muy complacido cuando lo buscaba de ese modo.

—¡Querido papá! —Isabelle le sonrió. Él percibió un destello extraño en sus ojos.

—¿Estás tramando algo?

Ella deslizó la mirada hasta un recodo del techo y sonrió. Sin desviar los ojos de ese oscuro recodo, comunicó a su padre que se marchaba.

Al principio apenas entendió lo que su hija le había dicho. Notó un pulso palpitante en los oídos. Se le nubló la vista; cerró los ojos, pero dentro de su cabeza solo había volcanes, lluvias de meteoritos y explosiones. Cuando las llamas se extinguieron y en su mundo interior ya no quedó nada salvo un paisaje arrasado y mudo, abrió los ojos.

¿Qué le había hecho?

En su mano había un mechón de pelo con un pedazo de piel sanguinolenta en un extremo. Isabelle estaba de espaldas a la puerta, con las manos detrás del cuerpo, un hermoso ojo verde inyectado de sangre, una mejilla enrojecida y ligeramente hinchada. De su cuero cabelludo brotaba un hilo de sangre que descendía hasta la ceja y le rodeaba el ojo.

Él estaba horrorizado tanto por él como por ella. Se volvió en silencio e Isabelle salió de la habitación.

George permaneció en su estudio durante horas, enroscando una y otra vez el cabello castaño que había encontrado en su mano alrededor del dedo; una y otra vez, alrededor del dedo, apretando, apretando, hasta que el pelo se le clavó en la carne, hasta que formó tal maraña que fue imposible desenroscarlo. Y finalmente, cuando la sensación de dolor hubo completado su lento viaje desde el dedo hasta la conciencia, lloró.

Charlie no estaba en casa aquel día y no llegó hasta medianoche. Cuando vio vacío el cuarto de Isabelle, recorrió toda la casa intuyendo, por un sexto sentido, que había ocurrido una catástrofe. Como no dio con su hermana se dirigió al estudio de su padre. Un vistazo al rostro ceniciento del hombre se lo dijo todo. Padre e hijo se miraron un instante, pero compartir su pérdida no hizo que se unieran. Nada podían hacer el uno por el otro.

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