El cuento número trece (12 page)

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Authors: Diane Setterfield

BOOK: El cuento número trece
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Más tarde, ese mismo día, fui a ver a la señorita Winter y me contó más cosas sobre los miembros de la casa de Angelfield.

El ama se llamaba señora Dunne, pero para los niños de la familia siempre había sido el ama. Daba la impresión de que llevaba en la casa toda la vida, lo cual era algo excepcional; el personal se presentaba y no tardaba en irse de Angelfield y, dado que las partidas eran más frecuentes que las llegadas, llegó el día en que el ama fue la única sirvienta que quedaba en la casa. Teóricamente era el ama de llaves, pero en la práctica lo hacía todo. Fregaba ollas y encendía fuegos como una criada, cuando llegaba la hora de preparar la comida era la cocinera y a la hora de servirla ejercía de mayordomo. No obstante, cuando nacieron las gemelas los años ya empezaban a pesarle. Estaba mal del oído y peor de la vista, y aunque no le gustaba reconocerlo, había muchas tareas que ya no podía hacer.

El ama sabía cómo se debía criar a un niño: un horario para las comidas, un horario para acostarse y otro para bañarse. Isabelle y Charlie habían crecido tan consentidos como desatendidos, y le rompía el corazón ver en qué se habían convertido. Confiaba en que su indiferencia hacia las gemelas era su oportunidad para romper ese patrón; de hecho, tenía un plan. Delante de sus narices, en medio del caos en que vivían, tenía intención de criar a dos niñas normales: tres comidas decentes al día, a las seis en la cama y misa los domingos.

Pero llevar a la práctica su plan resultó más difícil de lo que había imaginado.

Para empezar, se sucedían las peleas. Adeline se abalanzaba sobre su hermana agitando puños y pies, tirándole del pelo y propinándole golpes por donde podía. La perseguía blandiendo brasas candentes con las tenazas de la chimenea y cuando la alcanzaba le chamuscaba el pelo. El ama no sabía decir qué la inquietaba más, si las constantes y despiadadas agresiones de Adeline o la continua e incondicional aceptación de ellas por parte de Emmeline, porque Emmeline, aunque le suplicaba a su hermana que dejara de atormentarla, nunca se defendía. En lugar de hacerle frente, agachaba la cabeza y esperaba a que pararan los golpes asestados sobre sus hombros y espalda. El ama nunca había visto a Emmeline levantar una mano contra Adeline; en su interior guardaba la bondad de dos niñas, y el interior de Adeline acogía la maldad de dos. En cierto modo, razonó el ama para sí, todo encajaba.

Además, el ama tenía que enfrentarse a la controvertida cuestión de la comida. La mayoría de las veces, cuando llegaba la hora de comer las niñas no aparecían por ningún lado. A Emmeline le encantaba comer, pero su pasión por la comida nunca se traducía en una ingesta ordenada. Su apetito no podía adaptarse a tres comidas al día pues parecía sobrevenirle un hambre voraz, caprichosa. Asomaba la cabeza diez, veinte, cincuenta veces al día, reclamando alimento con apremio, y una vez satisfecho con unos cuantos bocados de lo que fuera se marchaba y la comida volvía a ser irrelevante para ella. La redondez de Emmeline se mantenía gracias a un bolsillo colmado siempre de pan y pasas, un festín portátil del que picoteaba cuando y donde le apetecía. Se acercaba a la mesa únicamente para llenarse de nuevo el bolsillo y un segundo después se marchaba para apoltronarse ante la chimenea o tumbarse en un prado.

Su hermana era muy diferente. Adeline parecía un trozo de alambre con nudos por rodillas y codos. Su combustible no era el del resto de los mortales. Las comidas no eran cosa suya. Nadie la veía comer; como la rueda de movimiento continuo, era un circuito cerrado que funcionaba con energía procedente de una milagrosa fuente interna. Pero la rueda que gira eternamente no es más que un mito, y cuando el ama reparaba por la mañana en un plato vacío donde había habido una loncha de jamón fresco la noche antes, o una rebanada de pan a la que le faltaba un pedazo, se imaginaba adonde habían ido a parar y suspiraba. ¿Por qué sus pequeñas no podían comer de un plato como los demás niños?

Tal vez se las habría apañado mejor si hubiese sido más joven o si las niñas hubieran sido una en lugar de dos, pero la sangre de los Angelfield poseía un código que ni la alimentación infantil ni la rutina estricta podían reescribir. El ama no quería verlo, trató de no verlo durante mucho tiempo, pero al final no le quedó más remedio que aceptarlo: las gemelas eran raras, no cabía duda. Eran extrañas hasta la médula, hasta lo más profundo de su ser.

La forma en que hablaban, por ejemplo, era extraña. El ama las veía desde la ventana de la cocina, veía dos formas borrosas cuyas bocas parecían conversar como cotorras. Cuando se acercaban a la casa captaba fragmentos de sus murmullos, y a renglón seguido entraban en silencio. «¡Hablad más alto!», les decía constantemente, pero ella estaba cada vez más sorda y las gemelas eran reservadas; sus charlas eran solo para ellas, los demás estaban excluidos de sus asuntos.

—No seas ridículo —repuso cuando Dig le comentó que las niñas no sabían hablar bien—. Cuando se ponen no hay quien las pare.

Lo descubrió un día de invierno. Por una vez las dos niñas estaban dentro de casa; Emmeline había convencido a Adeline de que se quedaran junto al fuego, calentitas y al abrigo de la lluvia. El ama se había acostumbrado a vivir en una especie de neblina, pero aquel día en concreto amaneció con una vista inesperadamente clara, con una agudeza de oído desconocida, de modo que al pasar ante la puerta del salón captó un fragmento de los murmullos de las gemelas y se detuvo. Los sonidos iban y venían entre ellas como pelotas en un partido de tenis; sonidos que les hacían sonreír, desternillarse de risa o lanzarse miradas maliciosas. Sus voces se alzaban en chillidos y descendían a susurros. A cualquier distancia te habría parecido la charla animada y fluida de unos niños normales, pero al ama se le cayó el alma a los pies; jamás había escuchado un idioma como ese. No era inglés, y tampoco el francés al que se había acostumbrado cuando vivía Mathilde, la mujer de George, un idioma que Charlie e Isabelle todavía utilizaban entre ellos. John tenía razón. Las gemelas no hablaban bien.

Aquel descubrimiento la dejó petrificada en el umbral. Y como suele suceder, una revelación dio paso a otra. El reloj que descansaba en la repisa de la chimenea dio la hora y, como de costumbre, el mecanismo bajo el cristal sacó un pajarito de una jaula para que hiciera un recorrido mecánico agitando las alas antes de regresar a la jaula por el otro lado. En cuanto oyeron la primera campanada, las niñas levantaron la vista hacia el reloj. Dos pares de enormes ojos verdes observaron sin parpadear cómo el pájaro recorría el interior de la campana, alas arriba, alas abajo, alas arriba, alas abajo.

Aunque no había nada especialmente frío ni inhumano en sus miradas, pues solo era la forma en que los niños contemplan los objetos inanimados en movimiento, al ama se le heló la sangre: era exactamente la forma en que la miraban a ella cuando las reñía, reprendía o exhortaba a hacer algo.

«No comprenden que estoy viva —pensó—. No saben que además de ellas también el resto de las personas están vivas.»

Dice mucho sobre su bondad que no las considerara unos monstruos, y que en lugar de eso sintiera lástima por ellas.

«Deben de sentirse muy solas. Terriblemente solas.»

Se apartó del umbral y se alejó arrastrando los pies.

A partir de ese día el ama se replanteó sus expectativas. Un horario fijo para las comidas y el baño, misa los domingos, dos niñas agradables, normales, todos esos sueños salieron volando por la ventana. Ya solo tenía una misión: mantener a las niñas a salvo.

Después de darle muchas vueltas, creyó entender por qué se comportaban así. Gemelas, siempre juntas, siempre dos. Si en su mundo era normal ser dos, ¿qué pensaban de las personas que no venían de dos en dos, sino de una en una? Debemos de parecerles mitades, consideró el ama. Y recordó una palabra, una palabra que se le había antojado extraña en su momento, que hacía referencia a los seres que habían perdido partes de sí mismos. Mutilados. Eso es lo que somos para ellas. Mutilados.

¿Normales? No. Las niñas no eran y nunca serían normales. Pero, se dijo en tono tranquilizador, dada la situación, dado que eran gemelas, tal vez su rareza solo fuera natural.

Lógicamente, todos los mutilados anhelan alcanzar la condición de gemelos. Las personas corrientes, sin par, buscan su alma gemela, tienen amantes, se casan. Atormentadas por ser incompletas, luchan por formar una pareja. El ama no era diferente del resto de la gente a ese aspecto. Y ella tenía su otra mitad: John-the-dig.

No eran una pareja en el sentido convencional. No estaban casados ni siquiera eran amantes. Doce o quince años mayor que él, el ama no era tan mayor como para ser su madre, pero era mayor de lo que él habría esperado en una esposa. Cuando se conocieron ella ya no esperaba casarse a su edad, mientras que él, un hombre en la flor de la vida, sí confiaba en contraer matrimonio, pero nunca lo hizo. Además, una vez que empezó a trabajar con el ama, a beber té con ella todas las mañanas y sentarse todas las noches a la mesa de la cocina para cenar lo que ella preparaba, abandonó la costumbre de buscar la compañía de mujeres jóvenes. Quizá con un poco más de imaginación habrían podido superar los límites que les marcaban sus expectativas; tal vez habrían llegado a reconocer la verdadera naturaleza de sus sentimientos: un amor enteramente profundo y respetuoso. Puede ser que en otra época, en otra cultura, él le habría propuesto matrimonio y ella habría aceptado. O, como mínimo, habría podido esperarse que algún que otro viernes por la noche, después del pescado y el puré de patatas, después de la tarta de frutas con crema, él le cogiera la mano —o ella a él— y la condujera hasta su cama en un silencio tímido. Pero esa idea jamás rondó por la cabeza de ninguno de los dos, de modo que se hicieron amigos y, como suele ocurrir en los matrimonios mayores, terminaron disfrutando de la dulce lealtad que aguarda a los afortunados cuando la pasión ya es historia, pero en su caso sin haber vivido esa pasión.

El se llamaba John-the-dig. John Digence para quienes no le conocían. Poco dado a escribir, transcurridos sus años en el colegio (y lo hicieron deprisa, pues fueron muy pocos) se acostumbró a prescindir de las últimas letras de su apellido para ahorrar tiempo. Las tres primeras letras le parecían más que suficientes; ¿acaso no indicaban quién era y qué hacía de manera más sucinta, más precisa, que su apellido completo? De modo que firmaba como John Dig y para las niñas se convirtió en John-the-dig, el hombre que cava.

Era un ser pintoresco. Tenía unos ojos azules como dos fragmentos de vidrio azul iluminados por el sol, un pelo blanco que crecía tieso sobre su cabeza, como plantas tratando de alcanzar el sol, y unas mejillas que se teñían de un rosa intenso cuando cavaba. Nadie cavaba como él; tenía una forma especial de cultivar el jardín, con las fases de la luna: plantaba cuando la luna estaba creciente, medía el tiempo por sus ciclos. Por la noche se inclinaba sobre tablas llenas de números, calculando el mejor momento para cada tarea. Así había cultivado el jardín su bisabuelo, también su abuelo y su padre, transmitiendo sabiduría.

Los hombres de la familia de John-the-dig siempre habían trabajado como jardineros en la casa de los Angelfield. En los viejos tiempos en que la casa tenía un primer jardinero y siete ayudantes, su bisabuelo había arrancado de raíz un seto de boj que crecía bajo una ventana y, para no desaprovecharlo, había apartado algunos centenares de esquejes de varios centímetros de largo. Los plantó en un vivero, y cuando alcanzaron los veinticinco centímetros los trasladó al jardín. A unos les dio forma de seto bajo con los cantos rectos, a otros los dejó crecer a sus anchas y, cuando fueron lo bastante vastos, les hincó las tijeras de podar y creó esferas. Algunos, advirtió, deseaban ser pirámides, conos, chisteras. A fin de esculpir su verde material, aquel hombre de manos grandes y toscas aprendió la delicadeza paciente y meticulosa de un encajero. No creaba animales, ni figuras humanas; tampoco le iban los pavos reales, los leones o los ciclistas de tamaño natural que se veían en otros jardines. A él le gustaban perfectas figuras geométricas o formas desconcertantemente abstractas.

En sus últimos años solo le importaba el jardín de las figuras. Siempre estaba impaciente por terminar sus demás tareas de la jornada; solo deseaba estar en «su» jardín y deslizar las manos por las superficies de las formas que había creado en tanto que imaginaba el momento, de ahí a cincuenta, cien años, en que su jardín alcanzaría la madurez.

A su muerte, sus tijeras de podar pasaron a manos de su hijo, y décadas después a su nieto. Y cuando este falleció, fue John-the-dig, que había trabajado como aprendiz en un vasto jardín a unos cincuenta kilómetros de allí, quien regresó a casa para ocupar el puesto que le pertenecía por derecho. Aunque no entró más que como segundo jardinero, el jardín de las figuras fue su responsabilidad desde el principio. No habría podido ser de otro modo. Así que John-the-dig cogió las tijeras de podar, cuyos mangos de madera se habían desgastado hasta adquirir la forma de las manos de su padre, y notó que sus dedos encajaban en los surcos. Ya estaba en casa.

Cuando George Angelfield perdió a su esposa y el personal de la casa empezó a disminuir de manera drástica, John-the-dig se quedó. Los jardineros se iban marchando y no eran reemplazados, así que siendo todavía joven se convirtió, a falta de otras alternativas, en primer y único jardinero. El volumen de trabajo era enorme, su patrono no mostraba interés alguno y trabajaba sin que nadie se lo agradeciera. Había otros empleos, otros jardines. Le habrían ofrecido cualquier puesto que hubiera solicitado: solo había que verlo una vez para confiar en él. Pero John nunca se marchó de Angelfield; no podía hacerlo. Cuando trabajaba en el jardín de las figuras, cuando guardaba las tijeras de podar en su funda de cuero al caer la tarde, no necesitaba decirse que los árboles que estaba podando eran los mismos árboles que había plantado su bisabuelo, que los procedimientos que seguía, los movimientos que hacía eran los mismos que habían llevado a cabo las tres generaciones de su familia anteriores; lo sabía de sobras, no necesitaba pensarlo, lo daba por sentado. John, al igual que sus árboles, estaba arraigado a Angelfield.

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