El cuento número trece (11 page)

Read El cuento número trece Online

Authors: Diane Setterfield

BOOK: El cuento número trece
12.56Mb size Format: txt, pdf, ePub

En su habitación, Charlie se sentó en la butaca situada frente a la ventana, donde permaneció quieto durante horas; una silueta contra un rectángulo de luz lunar. En determinado momento abrió un cajón, cogió el revólver que había conseguido mediante extorsión de un cazador furtivo de la zona y se lo llevó a la sien en dos o tres ocasiones, pero la fuerza de la gravedad lo devolvió al regazo en cada ocasión.

A las cuatro de la madrugada guardó el revólver y cogió la larga aguja que había robado del costurero del ama hacía diez años y al que tantos usos había dado desde entonces. Se levantó la pernera del pantalón, bajó el calcetín y se hizo una nueva punción en la piel. Los hombros le temblaban, pero su mano se mantuvo firme mientras en la tibia grababa una única palabra: Isabelle.

En ese momento Isabelle llevaba muchas horas ausente. Había regresado a su cuarto y había salido minutos después, tomando la escalera que bajaba a la cocina. Tras darle al ama un abrazo extraño, fuerte, inusitado en ella, se escurrió por la puerta lateral y echó a correr por el huerto hasta la puerta del jardín abierta en un muro de piedra. La vista del ama había ido empeorando con el tiempo, pero había desarrollado la capacidad de captar los movimientos de la gente detectando las vibraciones en el aire, y, durante un brevísimo instante, antes de cerrar la puerta del jardín tras de sí tuvo la impresión de que Isabelle titubeaba.

Cuando George Angelfield comprendió que Isabelle se había marchado, se metió en su biblioteca y cerró la puerta con llave. No aceptó comida ni visitas. A esas alturas ya solo iban a verle el párroco y el médico, pero los echó con cajas destempladas. «¡Dígale a su Dios que puede irse al infierno!» y «¡Deje a este animal herido morir en paz!» fue cuanto obtuvieron como bienvenida.

Cuando ambos regresaron unos días más tarde, llamaron al jardinero para que echara la puerta abajo. George Angelfield había muerto. Bastó un breve examen para determinar que el hombre había fallecido de una septicemia causada por el aro de cabello humano que tenía profundamente incrustado en la carne del dedo anular.

Charlie no murió, aunque no comprendía cómo podía seguir vivo. Se pasaba el día deambulando por la casa. Dibujó en el polvo una senda de pisadas y la recorría cada día, empezando en el piso superior y terminando en la planta baja. Los dormitorios del desván, vacíos desde hacía años, las dependencias de la servidumbre, las habitaciones de la familia, el estudio, la biblioteca, la sala de música, el salón, la cocina. Su búsqueda era inquieta, interminable, desesperanzada. De noche salía a vagar por la finca, las piernas lo empujaban incansablemente hacia delante, hacia delante, hacia delante. Entretanto sus dedos jugueteaban con la aguja del ama que tenía en el bolsillo. Las yemas eran un pegote sanguinolento y postilloso.

Charlie vivió así varios meses, septiembre, octubre, noviembre diciembre, enero y febrero. Isabelle regresó a principios de marzo.

Charlie se encontraba en la cocina, siguiendo sus huellas, cuando oyó ruidos de cascos y ruedas que se aproximaban a la casa. Con expresión ceñuda, se acercó a la ventana. No quería visitas.

Una figura familiar bajó del vehículo y su corazón se detuvo en seco.

En apenas un instante alcanzó la puerta, los escalones y el carruaje, y allí estaba Isabelle.

La miró de hito en hito.

Isabelle rompió a reír.

—Toma —dijo—, coge esto. —Y le tendió un paquete pesado envuelto en una tela. Metió un brazo en la parte trasera del carruaje y sacó algo—. Y esto. —Y Charlie se lo colocó obediente debajo del brazo—. Y ahora, daría cualquier cosa por una enorme copa de coñac.

Aturdido, Charlie siguió a Isabelle hasta la casa y el estudio. Ella fue directa al mueble bar, de donde sacó dos copas y una botella. Vertió un generoso chorro en una de ellas y lo apuró de un trago exhibiendo la blancura de su cuello; luego volvió a llenar su copa y también la segunda, que le ofreció a su hermano. Entretanto él la miraba petrificado, mudo, con las manos ocupadas con los fardos bien envueltos con tela. La risa de Isabelle resonó una vez más en sus oídos y creyó estar demasiado cerca de un enorme campanario. La cabeza empezó a darle vueltas y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Suelta los paquetes —le ordenó Isabelle—. Vamos a brindar. —Él cogió la copa e inhaló los gases del aguardiente—. ¡Por el futuro! —Charlie bebió el coñac de un trago y al sentir su ardor rompió a toser.

—No has reparado en ellos, ¿verdad? —preguntó ella.

Él frunció el entrecejo.

—Mira.

Isabelle se volvió hacia los paquetes que él había dejado encima del escritorio, retiró el mullido envoltorio y dio un paso atrás. Él volvió lentamente la cabeza y miró. Los dos fardos eran bebés; dos bebés gemelos. Parpadeó. Detectó vagamente que la situación exigía alguna reacción por su parte, pero no sabía qué debía decir o hacer.

—¡Oh, Charlie, por lo que más quieras, despierta!

Su hermana lo cogió de las manos y lo arrastró en una danza disparatada por toda la estancia. Le hizo dar vueltas y más vueltas, hasta que el movimiento empezó a despejarle la cabeza. Cuando se detuvieron Isabelle le tomó la cara entre las manos y habló:

—Roland ha muerto, Charlie. Ahora estamos solo tú y yo, ¿comprendes?

Él asintió.

—Bien. Veamos, ¿dónde está papá?

Cuando Charlie se lo dijo, Isabelle enloqueció. El ama, que salió de la cocina al oír los chillidos, la acostó en su antiguo dormitorio; cuando finalmente se calmó, le preguntó:

—¿Cómo se llaman los bebés?

—March —respondió Isabelle.

Pero el ama ya lo sabía; la noticia de la boda le había llegado hacia unos meses, y también la del parto (aunque no le había hecho falta contar los meses con los dedos, lo hizo de todos modos y apretó los labios). Se enteró de que Roland había muerto de neumonía hacía unas semanas; asimismo sabía que el señor y la señora March, destrozados por la muerte de su único hijo varón y espantados por la demencial indiferencia de su nueva nuera, evitaban calladamente a Isabelle y a sus hijas, deseando solo llorar la pérdida de Roland.

—Me refiero a sus nombres de pila.

—Adeline y Emmeline —respondió Isabelle, somnolienta.

—¿Y cómo las distingues?

Antes de poder contestar la niña viuda cayó dormida. Mientras soñaba en su antigua cama, olvidados ya su aventura y su marido, recuperó su nombre de soltera. Cuando despertara por la mañana sentiría que su matrimonio no había existido y vería a las pequeñas no como hijas suyas —no tenía instinto maternal alguno—, sino como meros espíritus de la casa.

Las pequeñas también dormían. En la cocina, el ama y el jardinero se inclinaron sobre sus caritas suaves y pálidas, hablando en voz baja.

—¿Quién es quién? —preguntó él.

—No lo sé.

Las observaron, cada uno a un lado de la vieja cuna: dos pares de pestañas como medias lunas, dos bocas fruncidas, dos cabezas sedosas. Uno de los bebés agitó ligeramente las pestañas y entreabrió un ojo. El jardinero y el ama contuvieron la respiración, pero el ojo volvió a cerrarse y el bebé siguió durmiendo.

—Quizá esta sea Adeline —susurró el ama.

De un cajón sacó un paño de cocina de rayas y cortó varias tiras. Con ellas hizo dos trenzas, ató la roja a la muñeca del bebé que se había movido y la blanca a la muñeca del que permanecía quieto.

Ama de llaves y jardinero, cada uno con una mano sobre la cuna, continuaron contemplándolas, hasta que el ama volvió su rostro satisfecho y tierno hacia el jardinero y habló de nuevo:

—Dos bebés. Hay que ver, Dig. ¡A nuestra edad!

Cuando él levantó la vista reparó en las lágrimas que empañaban los ojos castaños del ama.

Extendió una mano morena y tosca por encima de la cuna. Ella quiso borrar esa sensación tan insensata y, sonriendo, unió su mano menuda y regordeta a la de él. Dig notó en los dedos la humedad de las lágrimas del ama.

Bajo el arco de sus manos entrelazadas, bajo la línea trémula de sus miradas, los bebes soñaban.

Cuando terminé de transcribir la historia de Isabelle y Charlie era muy tarde. El cielo estaba oscuro y la casa estaba en silencio. Durante toda la tarde y parte de la noche había permanecido inclinada sobre mi escritorio, siguiendo de nuevo la narración de esa historia mientras mi lápiz escribía un renglón tras otro a su dictado. Un texto apretado atestaba mis folios, el torrente de palabras de la propia señorita Winter. De vez en cuando mi mano se deslizaba hacia la izquierda y anotaba algo en el margen izquierdo, cuando su tono de voz o un gesto suyos constituían un elemento más del relato.

Aparté la última hoja, solté el lápiz y estiré y encogí mis doloridos dedos. Durante horas la voz de la señorita Winter había evocado otro mundo, había hecho revivir a los muertos para mí, y mientras escuchaba yo no había visto nada salvo la función de marionetas que sus palabras iban representando. Pero cuando su voz dejó de sonar en mi cabeza, su imagen siguió presente y me acordé del gato gris que había aparecido en su regazo como por arte de magia. Sentado en silencio bajo las caricias de la señorita Winter, me había mirado fijamente con sus redondos ojos amarillos. Si veía mis fantasmas, si veía mis secretos, no parecían perturbarle lo más mínimo, se limitaba a parpadear y seguía mirándome con indiferencia.

—¿Cómo se llama? —le había preguntado.

—Sombra —respondió distraídamente la señorita Winter.

Al fin en la cama, apagué la luz y cerré los ojos. Todavía podía notar el lugar en la yema del dedo donde el lápiz me había hecho una estría en la piel. El nudo que se había formado en mi hombro derecho mientras escribía se resistía a deshacerse. Aunque reinaba la oscuridad y tenía los ojos cerrados, continué viendo una hoja de papel escrita con renglones de mi propia letra con amplios márgenes a los lados. El margen derecho atrajo mi atención. Intacto, inmaculado, de un blanco deslumbrante, los ojos me escocieron al mirarlo. Era la columna reservada a mis comentarios, observaciones y preguntas.

En la oscuridad, mis dedos envolvieron un lápiz fantasma y temblaron como respuesta a las preguntas que se colaban en mi sopor. Me pregunté sobre el tatuaje secreto de Charlie, el nombre de su hermana grabado en el hueso. ¿Cuánto tiempo habría sobrevivido la inscripción? ¿Podía un hueso vivo recomponerse solo? ¿O su secreto lo acompañó hasta la muerte? En el ataúd, bajo tierra, cuando la carne se descompuso, ¿apareció el nombre de Isabelle en la oscuridad? Roland March, el marido muerto, tan pronto caído en el olvido... Isabelle y Charlie. Charlie e Isabelle. ¿Quién era el padre de las gemelas? Y más allá de mis pensamientos, la cicatriz de la palma de la mano de la señorita Winter apareció ante mi vista. La letra «Q», de question, pregunta, incrustada en su carne.

Cuando en sueños me dispuse a escribir mis preguntas, el margen del papel pareció expandirse. La hoja irradiaba luz; creció y me envolvió, y me di cuenta, con una mezcla de temor y sorpresa, que estaba atrapada en el grano del papel, enterrada en el interior blanco de la propia historia. Ingrávida, deambulé toda la noche por el relato de la señorita Winter demarcando el paisaje, midiendo los contornos y escudriñando, de puntillas, los misterios al otro lado de sus muros.

Jardines

M
e desperté temprano, demasiado temprano. La repetición del estribillo de una melodía me estaba arañando el cerebro. Con más de una hora por delante antes de que Judith llamara a la puerta con el desayuno, me preparé una taza de chocolate, lo bebí todavía hirviendo y salí al jardín.

El jardín de la señorita Winter era bastante desconcertante. Para empezar, su tamaño resultaba abrumador. Lo que a primera vista había tomado por la linde del jardín —el seto de tejos situado al otro lado de los arriates convencionalmente dispuestos— no era más que una suerte de muro interno que separaba esa parte del jardín de otras. Y el jardín estaba lleno de esas separaciones. Había setos de espinos, alheñas y hayas rojas, muros de piedra engullidos por la hiedra, crespillos y los tallos desnudos y revueltos de los rosales trepadores, así como cercas peladas o con sauces enredados en las tablas. Siguiendo los senderos, fui pasando de una sección a otra, pero no conseguí entender el trazado. Setos que parecían compactos vistos de frente revelaban un pasillo si se miraban por la diagonal. En los macizos de arbustos era fácil adentrarse, pero salir resultaba casi imposible. Fuentes y estatuas que creía haber dejado atrás reaparecían. Permanecí mucho rato inmóvil, mirando perpleja a mi alrededor, meneando la cabeza. La naturaleza se había convertido en un laberinto cuya intención era desconcertarme.

Al doblar una esquina tropecé con el hombre barbudo y reservado que me había recogido en la estación.

—La gente me llama Maurice —dijo presentándose de mala gana.

—¿Cómo se las arregla para no perderse? —quise saber— ¿Existe algún truco?

—Solo es cuestión de tiempo —respondió sin levantar la vista de su trabajo.

Maurice estaba arrodillado sobre una parcela, allanando la tierra revuelta y apretándola alrededor de las raíces de las plantas.

Advertí que no le complacía mi presencia en el jardín, pero como yo también soy un alma solitaria, no me molestó. A partir de aquel día, cuando nos encontrábamos, procuré tomar un sendero en la otra dirección; creo que él compartía mi discreción, pues en una o dos ocasiones, intuyendo algún movimiento por el rabillo del ojo, levanté la vista y vi a Maurice retroceder sobre sus pasos o volverse con brusquedad. De ese modo conseguíamos dejarnos en paz; sobraba espacio para poder evitarnos sin sentirnos constreñidos.

Other books

Fairer than Morning by Rosslyn Elliott
My Soul to Lose by Rachel Vincent
Hopeless by Hoover, Colleen
Touch the Sun by Wright, Cynthia
The Chase by Clive Cussler
The Black Rider by Max Brand
The Silver Pear by Michelle Diener