El deseo (16 page)

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Authors: Hermann Sudermann

Tags: #Romántico

BOOK: El deseo
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—¡Después de tu muerte! —exclamé espantada—. ¡Marta, no digas eso! ¡Es un crimen!

Ella se sonrió, triste y resignada.

—Lo sé mejor que tú —dijo—. Mis fuerzas se han agotado desde hace tiempo. Ya antes, esa larga espera me había aniquilado. Por eso deseaba verte tan ardientemente, porque pensaba que muy pronto todo concluiría; antes de partir quería arreglar todo entre vosotros dos. Pero, sea como fuere, tarde o temprano tendré que pasar por eso, y quiero antes estar segura de que dejo a ambos, al niño y a él, en buenas manos.

Me estremecí y en seguida sentí que una gran laxitud me invadía. Me pareció que iba a caerme delante de la cama y a llorar, a llorar hasta rendir el alma.

En ese momento se oyeron en la habitación contigua los gritos del pequeñuelo que se había despertado y reclamaba a su nodriza. Respiré largamente y reflexioné acerca de mí misma y de los deberes que me incumbían.

—¿Oyes, Marta? —grité—. Te desesperas, y el Cielo te ha acordado la dicha más grande que puede pretender una mujer. Renacerás por tu hijo; tu vida sacará de su juventud un nuevo vigor.

Un relámpago pasó por sus ojos; luego se dejó caer suavemente y cerró los párpados, sonriéndose. Sólo el sentimiento de la maternidad podía dar alas a su esperanza.

Abrió la boca una vez más y murmuró algunas sílabas. Me incliné hacia ella y pregunté:

—¿Qué tienes, hermana querida?

—Desearía ser útil para algo en este mundo —dijo, con un suspiro.

Y con este pensamiento, se durmió.

Capítulo XIV

Había cerrado ya la noche cuando Roberto penetró sigilosamente en la habitación. Yo me sobresalté: sentí de repente que me iba a ver reducida a esconderme, a huir de él hasta el fin del mundo: «¡Es necesario que no te encuentre, no te encontrará!» —me gritaba una voz interior—. Mis mejillas estaban encendidas y me vino un vago temor de que el rubor traicionara mi emoción a pesar de la obscuridad.

Se acercó a la cama, escuchó un instante la respiración apacible de Marta y en seguida me dijo en voz baja:

—Ven, Olga. Estás cansada; tomarás algo y después irás a descansar.

Quise protestar, pues temía mucho encontrarme sola con él, pero, para no despertar a mi hermana que dormía, lo seguí sin decir una palabra.

El comedor era una vasta habitación, blanqueada, con muebles antiguos que parecían estar de guardia a lo largo de las paredes, semejantes a negros gigantes agazapados. Bajo la araña había una mesa redonda con dos cubiertos.

—He hecho comer antes al personal de la granja —dijo Roberto, volviéndose hacia mí—, pues no he querido darte el disgusto de ver caras extrañas.

Y, al decir esto, se dejó caer pesadamente en una silla, apoyó la barba en su mano y fijó la mirada en el salero.

—¡Pero tú no comes! —dijo al cabo de un instante.

Sacudí la cabeza: no habría sido capaz de comer un bocado, aun cuando el hambre me desgarrara las entrañas. Su presencia me paralizaba por completo.

Siguió un nuevo silencio.

—¿Cómo la encuentras tú? —preguntó él al fin.

—No sé —dije, violentándome para hablar—, si debo sentir alegría o inquietud.

—¿Por qué inquietud? —preguntó bruscamente.

Y vi pasar por sus ojos un vago fulgor de angustia.

—Marta se atormenta a sí misma.

Me dirigió de pronto una mirada de inteligencia, una mirada que decía: «¿Tú también lo sabes ya?» Luego levantó el puño desperezándose y exhaló un suspiro. Su cabellera enmarañada le caía sobre la frente y en las extremidades de sus labios las arrugas labradas por la amargura se acentuaban aún más.

Tuve miedo, miedo de mí misma. ¿Lo que acababa de decir no parecía una acusación a Marta, no lo invitaba a acusarla?

—Te ama demasiado —repuse, apretando los dientes.

Sabía que iba a hacerle mal y era lo que quería.

Él se sobresaltó y me miró un instante, con una extrañeza sincera, inclinó repetidas veces la cabeza y dijo:

—Tu reproche es justo; Marta me ama demasiado.

Yo habría querido en seguida pedirle perdón. Verdaderamente no merecía esa maldad de mi parte. Su alma era pura y transparente como un rayo de sol: sólo en mi corazón reinaban las tinieblas.

Creí que las lágrimas que me esforzaba en reprimir, iban a ahogarme.

Vi que no podría contenerme por más tiempo, y me levanté bruscamente.

—Buenas noches, Roberto —dije, sin tenderle la mano—. Estoy extenuada, necesito acostarme; deja, un criado me indicará el camino. ¡Deja, te digo!

Grité esas últimas palabras como impulsada por el enojo: él se detuvo, cortado.

Capítulo XV

En la penumbra del corredor, el aire fresco me calmó muy pronto. Di algunos paseos y después fui en busca de una criada para que me indicara mi habitación.

—La señora ha arreglado todo ella misma en el cuarto y ha prohibido que lo toquen; hay también una carta para la señorita.

Cuando me quedé sola, pasé revista a la habitación. ¡Querida y excelente hermana! Había pensado en mis menores deseos, se había acordado fielmente de mis menores costumbres de otros tiempos para dar a mi aposento toda la comodidad y todo el encanto que se pueden imaginar. Nada faltaba allí, de lo que mi corazón más apreciaba antes. Sobre la cama caían cortinas de flores encarnadas, semejantes a las que habían abrigado mis primeros sueños de niña; en el borde de la ventana había geranios y artanitas que yo siempre cultivaba; adornaban las paredes algunos cuadros sobre los cuales mis miradas descansaban en otros tiempos al despertarme, y en los estantes encontré los libros en que había aprendido las primeras nociones del amor.

El drama de
Ifigenia
, que, en aquellos días claros y sin nubes, había sido mi poema predilecto, estaba abierto sobre la mesa. ¡Oh, bondad del Cielo! ¡Cuánto tiempo hacía que lo había leído, cuánto tiempo hacía que lo evitaba temerosamente, de tal modo que la tranquila majestad de la santa sacerdotisa hacía sufrir a mi alma!

Entre las páginas del libro encontré la carta de que me había hablado la criada. Tuve un dulce presentimiento, el presentimiento de que iba a encontrar una nueva prueba de afecto inmerecido, y, rasgando el sobre, leí:

«¡Hermana muy querida!

»Cuando entres en este cuarto no podré desearte la bienvenida: estaré enferma y quizá hasta mis labios se habrán cerrado para siempre. Todo lo encontrarás como tenías la costumbre de verlo en casa; todo esto estaba preparado para ti, y te esperaba desde hace mucho tiempo. Que sea el dolor o el gozo lo que te acoja en el umbral de esta casa, descansa en paz y duérmete con el sentimiento de estar en tu casa. Esfuérzate en amar a Roberto, como él mismo te amará. Entonces todo irá bien todavía, ya sea que Dios me deje con vosotros o que me llame a Él. Tu hermana,
Marta

Nada nuevo había en lo que allí me decía y, sin embargo, me sentí tan violentamente conmovida por esa sencilla y enternecedora prueba de su cariño, que no tuve en el primer momento más que un pensamiento: ir a arrojarme al pie de su cama, y confesarle cuán indigna era aquella a quien ofrecía el asilo de su corazón y de su techo.

Ciertamente, ya no me cabía ninguna duda. Esa fatal pasión, que yo creía haber arrancado de mi alma con todas sus raíces, se había cubierto de una nueva y frondosa vegetación; las heridas cicatrizadas desde hacía tiempo se habían vuelto a abrir con la presencia de Roberto; me parecía sentir que mi sangre ardiente se escapaba de ellas a torrentes.

Ya era inútil ocultar o disimular. Se habían acabado, desde hacía largo tiempo, ese fulgor inseguro y seductor que colora los sentimientos nacientes, y ese dulce abandono que permite la embriaguez inconsciente de la juventud; en su lugar estaban la luz brillante y cruda de un conocimiento madurado por los años, la actitud fría y rígida que impone una conducta severa.

Sí, lo amaba, lo amaba con una pasión tan ardiente, tan dolorosa como sólo el corazón retemplado en el fuego del odio y del sufrimiento puede amar. Y eso no databa de hoy, eso no databa de ayer.

Había crecido con ese amor, me había aferrado a él en la pasión secreta de mi corazón; mi ser había encontrado en él su vigor: era mi fuerza y mi debilidad, era mi vida y mi muerte.

¿Lo merecía Roberto? ¿Me comprendía? ¡Qué importaba! Nunca lo comprendería después de todo. Y luego, no era él sino yo la que tenía que conquistar un derecho a su amor. A esa hora sabía que jamás podría desterrar de mi pecho esa pasión. Se trataba de someterse a ella como uno se somete al eterno destino, pero era necesario que no se hiciera criminal: debía reinar pura en el fondo de mi corazón puro.

Y, en verdad, no me habían llamado a esa casa para labrar su desgracia.

Una gran misión, una misión sagrada me esperaba. Marta vería en breve que un genio bienhechor reinaba en torno de ella en la casa: aprendería conmigo a emplear de una manera eficaz, para la salvación de su marido muy amado, el amor que la consumía en vano. Su valor, a mi lado, iba a rehacer, su alma iba a tomar nuevas fuerzas. ¡Cómo me prometía sostenerla y consolarla en las horas de dolor y de abatimiento; cómo me violentaría para reír cuando la melancolía la envolviera con su velo sombrío! Sabría, con mis bromas alegres y vivas, disipar las nubes, devolver a las frentes su serenidad, y haría de modo que siempre brillara entre esas paredes un último rayo de sol.

Mi vida transcurriría sin deseo, feliz tan sólo de la dicha de los míos, en una abnegación discreta y resignada.

Ya no necesitaba vagar en torno de la estatua de Ifigenia, pues yo también iba a desempeñar el papel augusto y sublime de la sacerdotisa.

Este piadoso pensamiento hizo caer la agitación de mi alma, y con él me dormí.

Capítulo XVI

Cuando me desperté esa primera mañana, me sentí satisfecha, casi feliz. En mí reinaba una paz casi religiosa que no conocía ya, desde hacía un número infinito de años. Sabía que en lo sucesivo no tenía por qué temer el encontrarme con él.

Marta dormía todavía. Cuando miré a la habitación por la abertura de la puerta, la vi hundida en las almohadas, con la cabeza echada hacia atrás, y oí una respiración corta y oprimida.

Tranquilizada, me alejé para entrar inmediatamente en mis funciones de ama de casa.

—Ya no necesitará extenuarse en el trabajo —pensé, penetrada de una secreta alegría.

Hice, para tomar oficialmente la dirección de la casa, una inspección que duró casi una hora. La vieja ama de llaves dio pruebas de cierta docilidad y los criados me trataron con respeto. Por otra parte, yo no habría tardado en imponérselo.

A la hora del almuerzo me encontré con Roberto. Sentí al entrar al comedor una leve palpitación del corazón, la que desapareció tan pronto como me acordé de mi juramento de la víspera. Me le acerqué, serena, mirándolo de frente, y le extendí la mano.

—¿Marta duerme todavía? —pregunté.

Él sacudió la cabeza.

—He mandado buscar al médico —dijo—. Ha pasado una mala noche… la emoción de tu llegada parece haberle hecho daño.

Sentí un poco de temor; pero mi gran resolución me había llenado de tal alegría, que no había ya lugar en mí para una inquietud.

—¿Quieres servirte tú mismo? Mientras tanto iré a verla.

Cuando entré en la habitación, la encontré en la misma posición en que la había dejado por la mañana, y, acercándome a la cama, vi que tenía los ojos muy abiertos y miraba fijamente el techo.

Tuve miedo y la llamé por su nombre; entonces una ligera sonrisa pasó por su rostro; se volvió penosamente y me miró de frente.

—¿No te sientes bien, Marta?

Sacudió la cabeza con expresión dolorida y cerró un poco la mano. Eso quería decir: Ven, siéntate a mi lado.

Tomé su cabeza entre mis brazos y de repente un calofrío sacudió su cuerpo; oí que sus dientes castañeteaban.

—Dame una frazada gruesa —murmuró—, tengo mucho frío.

Hice lo que me había pedido y me senté de nuevo a su lado. Ella se apoderó de mis manos y las estrechó como si hubiera querido calentarse con su contacto.

—¿Has dormido bien? —preguntó con esa misma voz de ronco falsete que no le conocía—. Hice un signo afirmativo y al mismo tiempo sentí nacer en mí un vivo sentimiento de vergüenza. ¿Qué era mi gran proyecto de renunciamiento comparado con esa especie de abnegación, de olvido de sí misma, que se manifestaba en las más pequeñas como en las más grandes circunstancias, y que encontraba para todo el mismo amor? ¡Y yo, egoísta y orgullosa, me envanecía todavía de esa sublime resolución de mi corazón!

—¿Te ha gustado el arreglo de tu cuarto? —continuó ella, al mismo tiempo que por sus ojos dulces y tristes pasaba un débil fulgor de malicia.

A guisa de respuesta posé humildemente en sus labios un beso de agradecimiento.

—¡Sí, bésame, bésame otra vez! —dijo ella—. Tu boca es tan bella, tan ardiente: da calor al cuerpo y al alma.

Y un nuevo calofrío la sacudió.

Un instante después entró Roberto.

—Prepárate, querida —dijo acariciando la mejilla de Marta—; el médico, nuestro tío, ha llegado.

En seguida me hizo una seña y salí detrás de él. Junto a la cuna del recién nacido encontré a un hombre ya viejo, cuya barba gris no había sido afeitada por varios días, la nariz chata y roja y dos ojos vivos e inteligentes que me miraban sonriendo detrás de los brillantes vidrios de sus antiparras.

—Entonces, ¿es ella? —dijo extendiéndome la mano.

Una oleada de sangre me subió al corazón; a la primera ojeada comprendí que tenía delante de mí a un amigo, a quien podría confiarme sin reserva.

—¡Quiera Dios que haya usted venido en el buen momento! —continuó él—. De todos modos, vamos a saberlo ahora mismo. Llévame a su lado, Roberto; sin duda la cosa no es tan grave.

Me quedé sola con la nodriza y el niño, que se agitaba y lanzaba a derecha e izquierda sus puñitos.

—Adquiriré también el derecho de contribuir a tu felicidad —pensé mientras acariciaba su pequeño cráneo redondo y luciente, sobre el cual temblaban al soplo del aire algunos cabellos apenas visibles, finos como la seda. La víspera, había apenas dirigido una mirada a esa criaturita; ese día, al verlo, mi pecho se dilataba y se llenaba de una ternura infinita.

—Desde ayer te has vuelto más pura y mejor —me dije mentalmente.

La visita fue larga, de una duración inquietante. Al fin, la puerta de la habitación contigua se abrió; el médico salió solo. Parecía irritado, furioso; sus mandíbulas se agitaban como si hubieran querido triturar algo.

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