Y todo se ensombrecía de día en día en torno nuestro. Papá estaba cabizbajo, porque las malas cosechas habían defraudado sus más bellas esperanzas; mamá murmuraba, porque nadie iba a distraerla, y Marta se marchitaba cada vez más.
Las fiestas de Navidad llegaron, tan tristes como nunca hasta entonces nuestro apacible interior había visto otras.
En torno del flamante árbol de Navidad, que esta vez yo había adornado e iluminado en lugar de Marta, permanecíamos inmóviles sin saber qué decirnos, tan oprimido teníamos el corazón. Y, como nadie se decidía a hacerlo, tuve que esforzarme en reír y hacer lo posible para borrar las arrugas de inquietud que surcaban todas las frentes. Pero casi no encontré eco y por último nos dimos la mano deseándonos buenas noches para retirarnos cada uno a nuestro cuarto, puesto que no sabíamos cómo entrar en materia los unos con los otros.
Cuando llegué al lado de Marta, que estaba sentada en un rincón, con los ojos fijos en las velas que comenzaban a apagarse, sentí que un doloroso estremecimiento me atravesó el pecho, como si le hubiera hecho un agravio que debiera reparar; pero ignoraba cuál podía ser ese agravio.
Ella me dijo al besarme en la frente;
—¡Que Dios te conserve tu valiente corazón, Olguita! Te agradezco mucho las bromas que te has esforzado en decir hoy.
No supe qué contestar, pues ese sentimiento de culpabilidad que no podía definir, me desgarraba el corazón.
Cuando me encontré sola en mi cuarto, me dije: «¡Bueno, ahora vas a festejar la Navidad!» Saqué las cartas de Roberto de la gaveta en que las tenía cuidadosamente escondidas y resolví leerlas hasta una hora avanzada de la noche.
La tempestad sacudía los postigos, la nieve, empujada por las ráfagas del viento, barría los vidrios con un roce ligero y la lámpara de pantalla verde suspendida del cielo raso, esparcía sobre mí su fulgor apacible.
En el momento en que colocaba cómodamente delante de mí el paquetito de cartas, oí junto a mí, en el dormitorio de Marta, el ruido sordo de una caída, y luego un murmullo indistinto que me pareció el de una oración mezclada con sollozos.
«¡He ahí cómo celebra la noche de Navidad!» —pensé juntando involuntariamente las manos. Sentí otra vez un dolor en el corazón, como si mi conducta hacia mi hermana fuera falsa y cruel. Y continué devanándome los sesos hasta que vi claramente que sólo las cartas eran culpables.
«¿No es por su bien por lo que escribo y por lo que guardo silencio?» —me pregunté.
Pero mi conciencia no se dejó seducir. No. Aquello fue como si un rayo me hiriera en la cara, pues sentí con qué delicias mi corazón acariciaba esas cartas.
«¿Qué no daría ella por una de estas hojas?» —me dije en seguida—. «Ella que comienza a dudar del amor de Roberto, que lucha con la angustiosa idea de que, si no ha venido, es únicamente porque quiere arrancarla de su corazón.»
«Y tú oyes sus sollozos —continuaba una voz dentro de mí—, y la dejas presa de sus torturas mientras que tú te deleitas pensando en que tienes un secreto con él, con él, que pertenece sólo a
ella
.»
Me escondí la cara entre las manos: la vergüenza se apoderaba de mí tan violentamente, que tuve miedo de la luz que me alumbraba. «¡Dale esas cartas!» —me gritó repentinamente una voz, y me lo gritó tan alto y con tanta claridad, que me pareció que era la tempestad la que me había lanzado esas palabras al oído.
Entonces tuve que sostener una lucha terrible. Sin embargo, cada vez que mi buena voluntad cedía, instada por el temor de faltar a la palabra que había dado a Roberto, y por el deseo de seguir todavía en correspondencia secreta con él, el ruido de los sollozos y de la oración de Marta llegaba hasta mí más claro, y me trastornaba a tal punto los sentidos, que me parecía que iba a verme obligada a huir hasta el fin del mundo, para no oírlo más.
Y concluí por cumplir conmigo misma. Tomé las cartas, las reuní en un elegante paquete que até con una cinta y me dispuse a llevárselas a su cuarto.
«¡Este será su regalo de Navidad!» —dije pensando en que ese año no había podido hacerle, como de costumbre, un bordado o un tejido; y, como siempre agrada, cuando se hace un regalo, cierto aparato para ocultar la alegría que desborda del corazón, resolví representar todavía un poco la comedia, antes de entregárselas.
Bajé a medio vestir, tal como estaba, a la sala del piso inferior, donde se encontraban nuestros regalos, bajo el árbol de Navidad. Tanteando en la obscuridad, busqué su plato, recogí los objetos que estaban al lado de éste, y por encima de todo coloqué el paquete de cartas.
Cargada de esta manera, me acerqué a su puerta y toqué.
Oí un roce, el ruido que hace una persona que se levanta bruscamente, y, al cabo de un intervalo bastante largo —sin duda el tiempo necesario para enjugarse los ojos—, su voz resonó muy cerca de la puerta, preguntando quién estaba allí y qué querían.
—Soy yo, Marta —dije—. Te traigo tu plato; lo habías dejado abajo.
—Llévalo a tu cuarto, iré a buscarlo mañana —respondió ella.
Y en la voz tenía sollozos que se esforzaba en disimular.
—Pero un nuevo regalo ha venido a agregarse a los demás —dije.
Y también mis palabras estaban medio ahogadas por las lágrimas.
—¡Bien! Me lo darás mañana —replicó—, ya estoy desvestida.
—Pero ese regalo es mío —dije.
Y, como en la bondad de su corazón, temió ofenderme, no obstante su inmenso dolor, me abrió la puerta.
Me lancé hacia ella y lloré sobre su hombro, apretando convulsivamente el plato con la mano izquierda.
—¿Qué tienes, querida? —me preguntó acariciándome—. En toda la casa eras la única que conservabas tu buen humor, y ahora…
Me armé de valor y, acercándola a la luz, le mostré el plato. A la primera ojeada reconoció la letra; se puso blanca como el yeso que cubría las paredes, y, con sus ojos enrojecidos por las lágrimas, me miró fijamente como si hubiera perdido la razón.
—Tómalo, pues —dije—, tómalo.
Ella extendió la mano, pero la retiró con un ademán brusco: se hubiera dicho que había tocado un hierro candente.
—Ves, Marta —dije, deseando vengarme de su silencio y para darme cierta importancia—, no has querido tener confianza en mí, me has tratado siempre como a una criatura, pero todo lo he adivinado, y, mientras tú te desesperabas, yo he obrado.
Ella continuaba mirándome fijamente, desconcertada, sin comprender.
—Crees que Roberto no se inquieta por ti —continué—. Sin embargo, he tenido que darle cuenta de tu vida, de tu salud, cada semana regularmente.
Marta retrocedió tambaleándose, se llevó las manos a la cabeza, y, de improviso, una especie de calofrío la sacudió. Se adelantó hacia mí, me tomó las manos y con voz singularmente velada, dijo:
—¡Mírame de frente, Olga! ¿Quién de los dos ha escrito la primera carta?
—¡Yo! —dije asombrada, no sabiendo todavía adónde quería ir a parar.
—¿Y tú le has… le has revelado mi estado, me has… ofrecido… Olga?
—¿Qué idea es esa? —dije—. El mismo fue quien me confesó todo, cuando estaba aquí… ¡Oh! Me conocía mejor que tú —agregué, no queriendo dejar escapar de mi juego ese ligero triunfo—, no se avergonzó de tomarme de confidente.
—¡Alabado sea Dios! —murmuró ella con un profundo suspiro, juntando las manos.
—Pero ven, Marta —dije llevándola a la mesa—. Vamos a festejar la Navidad.
Entonces leímos juntas las cartas, una tras otra, y, en cada una de ellas, en cada una de las frases sencillas y desmañadas, aparecía el corazón afectuoso de Roberto, su corazón de oro; arrojaba en nuestras almas abrumadas por el dolor una llamarada ardiente que nos consolaba y nos devolvía la alegría. Reíamos y llorábamos, con las mejillas apoyadas una contra otra, y nos estrechábamos con fuerza las manos, como para procurarnos recíprocamente la sensación de esas vivas y vigorosas presiones, que prodigaba su tosca mano roja.
Y de pronto, estábamos en uno de esos párrafos en que él me rogaba encarecidamente que cuidara a Marta, que velara sobre ella, ésta se sintió abrumada bajo el peso de su felicidad, y, me ruborizo al decirlo, se dejó caer delante de mí y apoyó sus labios en mi mano.
Pero, por violenta que fuera mi emoción, ya no sentía trazas de ese dolor punzante que, hacía poco todavía, junto al árbol de Navidad, me oprimía el corazón. Había cancelado mi deuda y fue en completa libertad, con el corazón aligerado, como me juré velar en lo sucesivo como un ángel tutelar sobre mi hermana que, mucho más que yo, niña simple y sin experiencia, necesitaba apoyo y protección.
Y ella lo sintió también, pues, aunque hasta entonces me hubiera tratado como a una criatura, se abandonó a mi dirección sin resistencia.
Al fin había conseguido lo que deseaba mi corazón. Existía un ser humano a quien podía mimar y acariciar a mi gusto, y como entonces nada nos separaba ya, dediqué a mi hermana toda la ternura que durante tanto tiempo había dormido inactiva en el fondo de mi alma.
No fue poca la sorpresa de mi padre y de mi madre al ver en nuestras relaciones, que en los últimos tiempos sobre todo dejaban mucho que desear, esa intimidad, esa cordialidad nuevas, y a la misma Marta le era difícil acostumbrarse a ello.
Me miraba siempre con extrañeza y decía a menudo:
—¡Cómo habría podido adivinar nunca que había en ti tanto afecto!
Si hubiera sabido qué sacrificio había hecho revelando mi secreto, habría dado aún más valor a mi cariño.
En verdad, mis presentimientos no me habían engañado: desde el momento en que Marta tuvo las cartas en sus manos, se acabó para siempre la dicha que me causaba ese convenio secreto con Roberto.
Ya no era para mí más que un extraño y, cuando me sentaba a escribirle, me parecía ser una simple máquina encargada de copiar los pensamientos de otros: así me sucedía a menudo entregar a Marta una carta sin haberla leído, tal como acababa de recibirla de manos del mayordomo.
A veces sentía remordimientos al pensar que abusaba de la confianza de Roberto, pues él no sospechaba que Marta estuviera en el secreto; pero, cuando la miraba, cuando veía desplegarse su sonrisa, y brillar en sus ojos soñadores la paz y la felicidad, me decía que era imposible que hubiera procedido mal, y mis escrúpulos se acallaban.
Hasta entonces no había engañado más que a él; muy pronto mi traición debía alcanzar también a Marta.
El invierno y la primavera pasaron velozmente y llegó el momento en que las gavillas comenzaron a amontonarse en los trojes.
Roberto debía venir tan pronto como la cosecha hubiera terminado; «pero hasta entonces —escribía—, habrá que vencer más de una grave dificultad.»
Un día, papá entró en la cocina donde estábamos, y tomando una expresión indiferente, se paseó un instante por entre los calderos, resoplando y golpeando con su varilla las largas cañas de sus botas.
—¿Te has vuelto inspector de cocinas hoy, papá? —dije.
Él soltó una risa breve y dijo:
—Sí, me he vuelto inspector de cocinas.
Y después de haber andado todavía algunos minutos en silencio, se detuvo de improviso delante de Marta y dijo:
—Si tuvieras tiempo, hija mía, ¿podrías quizá venir un momento? Tu madre y yo tenemos que hablarte.
—¡Vaya, vaya, ahora comprendo esos largos preliminares! ¿Puedo asistir yo también a la entrevista?
—No —respondió él—, tú te quedarás en la cocina.
Durante un instante el silencio reinó en la casa; en torno mío el vapor silbaba, las cacerolas cantaban, la sirvienta hacía gran ruido al limpiar los cuchillos, pero de repente se oyó, dominando todo ese ruido, un grito breve y estridente que no podía provenir más que de Marta.
Temblorosa agucé el oído, y en el mismo instante papá se precipitó en la cocina gritando:
—¡Agua!
Pasé a su lado como una exhalación, y encontré a mi hermana tendida en el suelo, sin conocimiento, con la cabeza sobre las rodillas de mamá.
—¿Qué le han hecho ustedes a Marta? —grité dejándome caer de rodillas junto a ésta.
Nadie me contestó. Mamá, desatinada, se retorcía las manos, y papá se mordía el bigote, sin duda para retener las lágrimas.
Entonces, al inclinarme hacia mi hermana, vi en el suelo, junto a ella, una hoja de papel de carta rayado de azul; me apoderé de él tan vivamente como pude, sin que nadie notara ese movimiento. Después me apresuré a hacer lo más urgente, que era hacer volver en sí a Marta y acompañé a su cuarto a la desdichada, que dirigía en su derredor miradas atontadas.
Una vez allí la acosté. Con los ojos fijos en el cielo raso, me pedía de cuando en cuando de beber; parecía no haber recuperado sus sentidos todavía.
Pero yo saqué en secreto la carta de mi bolsillo y leí lo que transcribo aquí literalmente, pues he conservado cuidadosamente ese monumento del amor de una madre y de una hermana:
«¡Mi hermano muy querido, mi muy querida cuñada!
»Una circunstancia muy triste para mí me obliga a escribiros hoy. Estáis persuadidos, no lo dudo, de que os quiero mucho y de que mi corazón no tiene deseo más vivo que el de conservar con vosotros y vuestros hijos las relaciones más cordiales. Desde que estoy en el mundo, no os he hecho más que bien, no os he atestiguado otra cosa que afecto y vosotros me habéis correspondido siempre. En nombre de ese afecto os dirijo hoy una súplica, dictada por mi corazón de madre torturado por la angustia. Esta mañana mi hijo Roberto vino a casa y nos declaró, a mi marido y a mí, que tenía la intención de pediros la mano de vuestra hija Marta; al mismo tiempo solicitaba nuestro consentimiento, del cual no podía abstenerse, como buen hijo y buen amo de casa, pues, ¡ay de mí! todavía necesitará más de una vez nuestra ayuda.
»Si hubiera escuchado la voz de mi corazón, le habría saltado al cuello con lágrimas de gozo, pero me fue necesario conservar toda mi sangre fría, por mi marido y por mi hijo, que no son uno y otro más que dos niños, y me vi obligada a decirle que ese casamiento no podía hacerse.
»Mi querido hermano, no quiero reprocharte el que no hayas sabido conservar tu fortuna: lejos de mí el pensamiento de mezclarme en cosas que no me importan; pero, en el punto en que estamos, me permitiréis os diga que vuestra propiedad está gravada de deudas y que vuestras hijas, fuera de un ajuar que, quiero creerlo, será rico, no podrán contar con un centavo de dote.