El deseo (9 page)

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Authors: Hermann Sudermann

Tags: #Romántico

BOOK: El deseo
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Me sabía de memoria lo que él le decía en ese momento, y no menos bien lo que ella le contestaba: habría podido soplarle las palabras.

Cuando pasó la media hora, me consulté para saber si les otorgaría todavía algunos instantes: yo era entonces su providencia, y, en esta calidad, les acordé graciosamente mi protección, con una sonrisa.

—¡Ojalá puedan vaciar hasta el fondo la copa del deleite! —pensé, y resolví ir todavía a dar una vuelta por el jardín. Pero la curiosidad me dominaba a tal extremo, que a la mitad del camino volví sobre mis pasos.

Me acerqué sin ruido hasta la puerta, pero apenas hallé el valor necesario para dar vuelta al botón: la idea de lo que iba a presenciar me oprimía el pecho hasta ahogarme.

¿Y qué fue lo que vi?

Roberto estaba todavía sentado, como yo lo había dejado, en una esquina del canapé; había fumado su cigarro, del que no le quedaba ya más que la punta entre los dedos, y el bordado de Marta contenía una flor que antes no existía.

—¿Por qué te encoges de hombros con ademán tan despreciativo? —me preguntó Marta.

Y Roberto agregó:

—Parece que no tengo la aprobación de la señorita.

—Así, pues, siempre mis buenas intenciones son objeto de insultos —me dije, y salí golpeando violentamente la puerta detrás de mí.

Toda esa noche, loca de mí, me la pasé despierta hasta el amanecer, representándome la manera cómo yo, Olga Bremer, habría procedido en el lugar de uno y otro. Unas veces era Roberto y otras Marta; sentía, hablaba, obraba por ellos, y en el silencio de mi dormitorio resonaba el murmullo apasionado de un amor ardiente, desdeñoso del mundo entero.

Como para mi gusto, las cosas se presentaban demasiado simples, inventé un montón de dificultades: negativa de los padres, cita nocturna en la frontera y sorpresa por los cosacos, encarcelamiento, maldición paternal, fuga, y, por fin, muerte común en las aguas, pues un verdadero amor no me parecía dignamente sellado y concluido sino por la muerte.

Cuando me levanté, al día siguiente por la mañana, tenía zumbidos en la cabeza, y ante mis ojos bailaban manchas de luz verdes y amarillas.

Al ver mi semblante, Marta juntó las manos por encima de su cabeza, y Roberto, que otra vez estaba sentado en la esquina del sofá, envuelto nuevamente en nubes de humo, exclamó:

—¿Has pasado la noche llorando o bailando?

—Bailando —repliqué—, en el Brocken con otras brujas.

—No se puede sacar una palabra racional de esta chiquilla, —dijo moviendo la cabeza.

—A preguntas necias… —repliqué.

—¡Vaya! no volveré a abrir la boca —dijo riéndose—; de lo contrario se me serviría desde por la mañana un plato de necedades como en mi vida he comido.

Marta me dirigió una mirada de reproche. Yo huí al fondo del parque, al lugar más sombreado, y oculté mi encendida cara entre el fresco follaje.

Poco me faltaba para llorar.

—He ahí, pues, mi destino —me decía—: desconocida por todo el mundo, aislada y desdeñada con mi corazón ardiente de amor, marchitándome en mi rincón sin que nadie me solicite, mientras que en torno mío todo se entrelaza y satisface su pasión en ardientes besos.

Sí, en sueño, había substituido tan bien a Marta en su amor, que había llegado a tomarme por la heroína: el desencanto no podía hacerse esperar.

¡Si por lo menos a ellos dos se les hubiera ocurrido, más tarde, seguir los vuelos de mi imaginación! pero mientras más tiempo Roberto permanecía entre nosotros, más observaba las relaciones de Marta con él, y más me convencía de que el interés que yo les prodigaba, se perdía totalmente.

Ella, encarnación de la ama de casa, fría y tímida, sometida a todas las fatalidades de la existencia cuotidiana; él, encarnación del propietario, pesado y obtuso, incapaz de toda pasión. Discurría en esta forma, mientras mi corazón estuvo lleno del sentimiento amargo de que yo pasaba inadvertida y era inútil. Entonces ocurrió un incidente que no sólo suavizó mi humor, sino que hasta modificó sensiblemente mi juicio sobre nuestro primo.

Capítulo VII

Hacía cuatro días que Roberto estaba en casa, cuando vino a buscarme de improviso y me dijo:

—Olguita, quisiera pedirte algo; ¿no vendrías a hacer un paseo a caballo conmigo?

—¡Qué honor! —repliqué.

—No, no hay que volver a empezar en ese tono —dijo con una risa en la cual se notaba algo de enfado—. Tratemos de ser buenos camaradas por media hora, ¿quieres?

Su ingenua franqueza me agradó: dije que sí.

Cuando nuestros caballos pasaron el portón, Marta estaba en la ventana de la cocina y nos hizo señas con su delantal blanco.

—Ves, Marta —dije para mis adentros—, así es cómo me iría con él a través del vasto mundo, si fuera su querida.

Yo no tenía entonces más que una noción bastante confusa de lo que es una «querida» y no vacilaba en elevar a Marta a esa dignidad.

—Monta bien —pensé en seguida—; mi «hijo del rey» no sería mejor jinete.

Y entonces me sorprendí al ver que me había erguido, orgullosa y alegre, en mi silla, invadida por un indefinible sentimiento de bienestar que me hacía correr un estremecimiento por todo el cuerpo.

Roberto nada decía, pero con frecuencia se inclinaba hacia mí y me hacía una seña amistosa, como si juzgase prudente consolidar nuestro pacto cada cinco minutos: trabajo inútil, pues nada estaba más lejos de mi imaginación que la idea de romperlo. Cuando hubimos trotado una media hora a un paso bastante vivo, detuvo su caballo y me dijo:

—¿Bueno, chiquilla?

—¿Qué hay, «grande»?

—¿Regresamos?

—¡Oh, no!

No estaba dispuesta a renunciar tan fácilmente a lo que me llenaba de una satisfacción tan completa.

—Entonces, ¡al bosque de Illowo! —dijo él señalando la mancha azulada que cerraba el horizonte a lo lejos.

Hice un signo afirmativo, y di tal latigazo a mi caballo, que éste se irguió y partió dando saltos.

—¡Bravo, por la chica de quince años! —gritó él detrás de mí.

—¡Dispense, dieciséis! —repliqué, volviéndome a medias hacia él—. Por otra parte, si me vuelves a echar en cara mi juventud, ¡se acabó nuestra camaradería!

—¡En nombre del Cielo! —dijo él riéndose.

Y continuamos nuestra carrera sin decir palabra.

El bosque de Illowo está dividido por una pequeña corriente de agua, cuyas orillas se hallan tan cerca la una de la otra, que las ramas de los álamos que las pueblan a cada lado, se entrelazan y forman por encima del espejo obscuro de las aguas una alta bóveda de verdura que, a cada desvío del riachuelo, termina en un muro de follaje, para volver a formarse inmediatamente después.

Bajo esa bóveda, junto al borde del agua, conocía desde mi infancia más de un escondrijo, donde me pasaba las horas enteras, leyendo o soñando, mientras mi caballo, un poco más arriba, pacía tranquilamente en el bosque.

Y como esta vez íbamos lentamente, por entre los troncos de árbol, se me ocurrió hacerle conocer uno de mis retiros.

—Quiero bajar —le grité—, ven a ayudarme a echar pie a tierra.

De un salto bajó de su caballo e hizo lo que yo le pedía.

—¿Qué quieres hacer? —me preguntó.

—Vas a verlo —dije—, pero primero suelta los caballos…

—¡No faltaba más! —dijo Roberto riéndose—. Me haces el efecto de quien quiere coger las liebres poniéndoles un grano de sal bajo la cola.

E hizo ademán de atar las riendas a un tronco de árbol.

—¡Suéltalos! —ordené.

Y como él no obedecía castigué a los caballos con mi varilla: antes que él hubiera pensado en sostener más fuertemente las bridas, los caballos galopaban ya libremente en el bosque.

—¿Y ahora? —dijo mi primo poniéndose las manos en los bolsillos—. ¿Te imaginas que van a dejarse coger otra vez?

—Por ti, no —respondí riéndome, pues estaba segura de mis favoritos.

Y cuando al oír un ligero silbido de mis labios, ambos acudieron desde lejos dando brincos y vinieron a rozar suavemente mi cuello con sus hocicos, esperando una caricia, mi corazón se dilató: me sentía orgullosa de que hubiera en la tierra criaturas, aunque privadas de razón, que se inclinaban ante mi poder y me eran sumisas por afecto, y alcé hacia Roberto una mirada triunfante: ahora él debía saber quién era yo y qué pretendía.

Pero vi muy bien que todavía yo no le imponía.

—¡Maravilloso, chica! —dijo él, y nada más.

En seguida me dio un golpecito paternal en el hombro y se recostó perezosamente en el césped. Los rayos de sol que pasaban a través de las ramas, relucían en su barba: me pareció un gigante en reposo, semejante a los que nos pintan las leyendas del Norte.

Pero en el momento en que, al contemplarlo, iba a sumergirme en mis visiones románticas, se puso a bostezar terriblemente, de tal modo que volví a caer repentina y bruscamente en la prosa.

—¡Pero no nos vamos a quedar aquí, mi señor primo!

—No seas loca, chiquilla —dijo él cerrando los ojos—. Haz como yo, vamos a dormir.

Tuve un impulso de alegría, y, acercándomele, lo cogí por el cuello y lo sacudí fuertemente.

Quiso asir mi vestido, pero yo me escapé, lo que le hizo levantarse vivamente para correr tras de mí.

Entonces, tranquilamente me adelanté hacia él y le dije:

—Bueno, ahora, ven.

Por entre espesos matorrales, lo conduje a la base de la pendiente escarpada, al pie de la cual reposaba el agua profunda semejante a un espejo obscuro. Allí, los árboles de anchas hojas y toda clase de plantas trepadoras formaban, al engancharse a una salida de la roca, una cuna natural, donde había sombra aun en pleno mediodía.

Allí fue donde le hice entrar.

—¡Mil truenos! He aquí un lindo rincón, chica —dijo él al mismo tiempo que se extendía cómodamente sobre la piedra, tanto que sus pies caían casi al nivel del agua.

—Ven, ponte a mi lado; hay sitio para los dos.

Lo obedecí, pero me senté de manera que mi mirada pudiera dominarlo.

Él fingía dormir, y de cuando en cuando, por entre sus párpados medio cerrados, alzaba los ojos hacia mí.

De repente se me ocurrió esta idea:

«¿Si fueras Marta, qué harías en este momento?»

Y un pavor tal se apoderó de mí, que la sangre me subió hirviente a la cara.

—¿Eres miedosa, chiquilla? —me preguntó.

Yo sacudí la cabeza.

—Entonces, ven.

—Ya estoy a tu lado.

—Ponte allí, delante de mí.

Hice lo que me pedía: mis pies tocaban casi el borde de la piedra.

De pronto, se levantó, me asió, rápido como el rayo, por la cintura, y en el mismo instante me sentí suspendida sobre el agua.

Lo miré riéndome.

—¡Cómo!… ¡Cómo!… —dijo—. ¡No hay de qué reírse! Si te dejara caer…

—Me ahogaría… Pues bien, ¡déjame caer!

—No. Antes quiero que me confieses algo.

—¿Qué?

—¿Por qué no puedes sufrirme?

Respiré profundamente. Al mismo tiempo sentí que las suelas de mis botines tocaban ya la superficie del agua: él no podía dejarme caer más. Una deliciosa sensación de desfallecimiento me invadió.

—Pero yo puedo sufrirte —le dije.

—¿Por qué entonces me contestas siempre de tan mala manera?

—Porque soy una muchacha mal criada.

—¡Enhorabuena! —dijo él, riéndose.

Y, con un movimiento brusco, me alzó como una pluma: yo me volví a encontrar de pie sobre la piedra.

—Bueno, ahora siéntate; vamos a conversar seriamente.

Me tomó la mano y continuó:

Mira, soy un hombre sencillo, he trabajado mucho y pensado poco en ejercitar mi espíritu. Tú, con tu vivacidad, me ganas fácilmente; por eso es que siempre me cuesta trabajo hablarte. Tú no lo haces con mala intención, bien lo sé, pues en nuestra familia no se conoce la maldad; pero de todos modos eso no conviene. Tengo casi doce años más que tú, tú eres todavía una chiquilla, o poco menos… ¿Tengo razón?

—Tienes razón… —respondí humildemente.

Y me preguntaba aparte lo que se había hecho mi altivez.

—¿Por qué, pues, procedías así?

—Porque quería agradarte.

Y exhalé un profundo suspiro.

Él me miró en los ojos con asombro.

—Porque quería mostrarte que no soy una tontuela, que tengo la cabeza muy a plomo, que yo…

Me detuve muy confusa. Roberto se mordía la barba y miraba frente a él, pensativo.

—¡Miren eso! —dijo—. Pues bien, creo que yo te estaba tomando por el mal lado. ¡Qué suerte que haya seguido el consejo de Marta!

—¿De Marta? ¿Qué consejo te ha dado?

—Tómala aparte, uno de estos días —me ha dicho—, y explícate con ella. Cuando Olga no quiere a alguién, lo aborrece, y me daría mucha pena que no te tuviera cariño.

—¿Marta ha dicho eso? —exclamé, y las lágrimas me asomaron a los ojos—. ¡Qué corazón, qué corazón de oro!

—Sí, ha dicho eso y muchas otras cosas más para explicar tu temperamento y excusarte. Y como amo a Marta…

—¿La amas? —dije, interrumpiéndolo, ávida de saber más.

—Sí, profundamente —respondió él pensativo, con los ojos fijos en el agua que corría a sus pies.

Mi corazón latía tan precipitadamente, que apenas podía respirar. ¡Así, pues, él me tomaba por confidente, me convertía en su aliada! Habría querido saltarle al cuello, inmediatamente, tan agradecida me sentía hacia él.

—Y… ¿ella lo sabe?

—Debe saberlo… es una cosa que no se puede ocultar…

—¿Cómo?… —balbucí—. ¿Tú no… no… se lo has dicho?

Roberto sacudió tristemente la cabeza.

Yo caí desde lo alto de las nubes. ¡De modo que los bosquecillos de nuestro jardín nunca habían prestado su abrigo a dos enamorados; la luna, que brillaba por entre las ramas, nunca había sido testigo de besos clandestinos! ¡Puras quimeras todas mis imaginaciones!

Pero, en medio de mi desilusión, sentía una profunda compasión por ese gigante, que, sin más fuerzas que un niño, buscaba amparo en mí. Me juré que su confianza en mí no sería vana.

—¿Y por qué has guardado silencio? —insistí.

Pareció que consideraba mi extrema juventud con un poco de desconfianza; sin embargo, dijo con un profundo suspiro:

—En aquel tiempo, yo era un muchacho tímido y no encontraba el valor necesario para hablar. ¡En esos primeros años de locura se siente uno tan transportado, si obtiene siquiera un apretón de manos a hurtadillas! Se figura uno que el mismo matrimonio no podrá ofrecer un deleite mayor. Pero en realidad tú no puedes comprender eso.

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