Bajar allí me estaba prohibido, y tampoco tenía deseos de ello, desde que, en la baraúnda de un día de mercado en que mi padre me había llevado, me vi casi aplastada entre las ruedas de un carro.
Pero era muy hermoso cuando, desde arriba y muy por encima de las inmundicias y del tumulto, se sumergía la mirada en ese mundo de hormigas, que parecía tan ínfimo, que se podía, como el mismo Dios, abarcarlo de una ojeada, pero que crecía cada vez más hasta tomar proporciones gigantescas e inquietantes, a medida que se trataba de penetrarlo.
Por una rareza singular, no he conservado de esa época más que un recuerdo vago de las personas cuya vida ha estado más estrechamente asociada a la mía; sin duda porque las impresiones siguientes han borrado las primeras. Mi padre era un hombre pequeño, robusto y rechoncho, de barba y cabellos negros y cortos, calzado con altas botas lucientes y vestido de una hopalanda de basto paño verdoso. Me sonreía desde que me veía, me daba una palmadita amistosa en el cuello, o me pellizcaba los brazos, y en seguida desaparecía. Estaba siempre ocupado, el pobre papá; mientras vivió, no lo vi reposar un solo instante.
Mamá era desde aquella época muy corpulenta, comía continuamente confituras y era devota de la siesta. Pero eso no le impedía estar en activa ocupación de la noche a la mañana, aunque se arrastrara de mala gana de un lado a otro y no le gustara que anduvieran detrás de ella y la abrumaran a preguntas.
Entre la familia estaba, en aquel tiempo, el primo Roberto, a quien nuestros parientes de Prusia habían enviado para que aprendiera con papá a dirigir una granja. Era un mozo alto, de anchas espaldas y vigoroso cuello, con unas barbas rubias que me gustaba tirar cuando me ponía en sus rodillas para meterme en la cabeza el A, B, C, con gran esfuerzo de trozos de regaliz. Creo que siempre fui su buena amiga, aunque él no haya debido quererme más que a los otros discípulos, pues la cara que tenía entonces ha desaparecido en la niebla como todas las demás.
No recuerdo exactamente más que una escena: una tarde de verano Roberto había cogido a Marta por sus rubias trenzas, y riéndose y gritando corría tras de ella por el patio, por la casa y por el jardín.
—¿Qué es lo que le haces a Marta, bribonzuelo? —le gritó papá.
—Me ha hecho una travesura —respondió él, sin soltarla, mientras ella continuaba gritando.
—Cuando yo tenía tu edad, sabía vengarme de una muchacha mejor que tú —dijo riéndose papá, quien nunca desperdiciaba la ocasión de decir una broma.
—¿Y cómo se hace? —preguntó mi primo.
—¡Bah! ¡Si no lo sabes! —replicó papá.
—Se le da un beso, señor Roberto —dijo un viejo jardinero que pasaba justamente con sus regaderas.
Todavía lo veo delante de mis ojos quedarse de repente inmóvil, rojo de rubor, y dejar caer de sus manos las trenzas sin saber dónde dirigir sus miradas. Papá se moría de risa; en cuanto a Marta, se escapó a la carrera.
Cuando fui a sacudir su puerta, se había encerrado: no volvió a aparecer sino a la hora de la cena. Bajo los cabellos que le caían sobre la frente, en desorden, parecía perdida en sus pensamientos y muy intimidada.
Cuando comparo hoy el rostro pálido, flaco y resignado que me llena el alma entera, con esa cara pícara, de mejillas llenas y sonrosadas, que a veces se me aparece, resplandeciente, desde el fondo de mi pequeña infancia, me cuesta trabajo concebir que hayan realmente pertenecido a una sola y misma persona.
—¡Cómo le flotaban sobre las espaldas sus largas trenzas rubias! ¡Con qué expresión atenta de precoz ama de casa, recorrían sus ojos la extensión de la gran mesa, en torno de la cual todos juntos, condiscípulos y celadores —una galería de mandíbulas hambrientas— esperábamos impacientes la comida! ¡Y, con qué alegría extendía la mano cada uno, cuando, con una sonrisa maliciosa, ella alcanzaba los platos!
Sólo hoy comprendo qué camino doloroso tenía que recorrer, hoy que me preparo yo misma para el largo y penoso viaje al cabo del cual se abre para mí una tumba solitaria, más triste aún que la suya.
Entonces yo no era más que una niña y alzaba los ojos, sin sospechar nada, hacia la que vino a ser mi maestra, casi antes de haber abandonado ella misma los vestidos cortos.
Efectivamente, fue en aquella época cuando nuestros negocios comenzaron a declinar. Papá tenía que hacer frente a sus deudas; malas cosechas e inundaciones, tres años consecutivos, le quitaron toda esperanza de volver a levantarse, y las penas se amontonaron cada vez más sobre nuestra casa.
Hubo que economizar en nuestros gastos, todo aquello de que fuera posible privarse; las relaciones con los propietarios vecinos fueron limitadas, el personal reducido, y la anciana institutriz que había educado a Marta, y que debía terminar su tarea conmigo, tuvo también que dejarnos.
Marta, que era siete años mayor que yo, y se disponía a estrenar su primer vestido largo, tomó su lugar.
De este modo las relaciones que se establecieron entre nosotras no podían ser puramente las de hermana a hermana; ella fue la protectora y yo la protegida, hasta que cambiamos nuestros papeles.
Podía yo tener once años, cuando advertí por primera vez que Marta había cambiado singularmente de modales y de aspecto. Habría debido notarlo antes, pues tenía la costumbre de mirar en mi derredor con los ojos muy abiertos; pero en la monotonía de los días que se deslizan uno tras otro, las alteraciones que producen en torno nuestro el tiempo y las penas, se escapan fácilmente.
Pero entonces puse atención, y vi adelgazarse su rostro cada vez más, de día en día borrarse los colores de sus mejillas, y hundírsele los ojos más profundamente.
Ya no cantaba, y su risa tenía una entonación de cansancio y velada, tan particular que me hacía sufrir al oírla, y más de una vez estuve a punto de gritarle: «¡No te rías!»
Hacia la misma época, se puso enfermiza; se quejaba de dolores de cabeza, de calambres en el estómago, y le costaba trabajo ir de un lado a otro por la casa. Naturalmente, papá y mamá no podían dejar de notar su estado. Un día la envolvieron en gruesas mantas, y no obstante su resistencia, la llevaron a Prusia a consultar a un médico; éste se encogió de hombros, prescribió píldoras de hierro y aconsejó un cambio de aire.
Debía haber aconsejado algo más, que preocupaba mucho a nuestros padres, al menos a papá, pues ya hacía mucho tiempo que nada podía sacar a mamá de su apatía.
A menudo, cuando Marta, meditabunda, miraba fijamente frente a ella, él la observaba de reojo, meneaba la cabeza, exhalaba un suspiro, salía del cuarto cerrando la puerta con estrépito.
Pero cualesquiera que fuesen los sufrimientos que padecía, su trabajo no se resentía de ello; de tan lejos como la recuerde, jamás la vi un segundo desocupada. Muy niña aún, permanecía al lado del fogón con su libro de lecciones o vigilaba la lejía al mismo tiempo que hacía sus redacciones. Desde que fue mujer, agregó todos los deberes que le imponía mi instrucción a las preocupaciones sin número que da una gran casa a la que la dirige. Mamá se había retirado por completo y la dejaba ordenar y dirigir a su antojo, con tal que las compotas y otras golosinas obtuvieran su aprobación.
Yo, que era horriblemente mimada por toda la casa, tenía vergüenza de mi inacción y trataba de aliviarla en parte de sus trabajos, pero ella me rechazaba suavemente y me despedía.
—Deja, queridita —me decía acariciándome las mejillas—, eres la princesa de la familia; continúa.
Eso me ofendía. Habría soportado todo salvo que me despidiera cuando iba a ofrecerme con el corazón desbordante de ternura.
Una noche la vi llorar. Me deslicé afuera, al jardín, y sostuve un rudo combate. El deseo de ir en su ayuda me ahogaba; pero no me atrevía a acercármele y echarle los brazos al cuello para consolarla. Cuando estuve en cama, la necesidad de brindarle mi ternura se apoderó de mí con nuevas fuerzas: me levanté, y en camisa, como estaba, me aventuré por el corredor obscuro.
Permanecí largo rato delante de su puerta, temblando de frío y de miedo, con la mano sobre el botón. Al fin me armé de valor y entré muy suavemente en su cuarto.
La encontré arrodillada junto a la cama, con el rostro oculto en la almohada, y parecía orar.
Me quedé inmóvil en el umbral, pues no me atrevía a perturbarla.
Al fin, se volvió y al verme se levantó estremeciéndose.
—¿Qué quieres? —balbució.
Yo me colgué de ella y mis sollozos habrían enternecido a un corazón de piedra.
—¡En nombre del Cielo, querida! ¿Qué tienes? —gritó.
No me hallaba en estado de proferir una palabra. Pero ella, con un movimiento maternal, tomó una gruesa manta de lana, me envolvió en ella y me colocó en su regazo, aunque yo ya era más grande que ella.
—Vamos, confiésate, tesoro mío. ¿Qué ocurre? —me preguntó acariciándome las mejillas.
Reuní todo mi valor, y con la cara oculta en su cuello, le dije en un sollozo:
—Marta, quiero ayudarte.
Siguió un largo silencio, y cuando alcé los ojos, vi vagar por sus labios una sonrisa indeciblemente amarga y triste. Entonces me tomó la cabeza entre sus manos, me besó en la frente y me dijo:
—Ven, voy a acostarte, querida. Yo nada tengo, pero tú, me parece que tienes fiebre.
De un salto me puse en pie.
—¡Oh! ¡Haces mal, Marta! —exclamé—. No me dejaré despedir así. No estoy enferma y tampoco soy tan tonta para no ver que te estás consumiendo y que, cada día, encierras en ti nuevos pesares. Si no tienes ninguna confianza en mí, acabaré por creer que nada quieres tener de común conmigo, y que todo ha concluido entre nosotras.
Ella juntó las manos mirándome con sorpresa.
—¿Qué te pasa, querida? Ya no te reconozco… Ven, ven, voy a acostarte —repitió.
—Es inútil, puedo ir sola —dije.
Entonces ella vio que era necesario acordar a la niña una palabra de explicación.
—Mira, Olga —dijo atrayéndome hacia sí—, tienes razón. Tengo muchas penas, y si tuvieras más edad y pudieras comprenderlas, seguramente serías la primera a quien se las confiaría. Pero antes es necesario que aprendas también a conocer la vida.
—¿Y en qué conoces la vida mejor que yo? —exclamé, siempre con altanería.
Ella se contentó con sonreír, y esa sonrisa de una tristeza tan dulce, me dio un golpe en el corazón. Tuve un vago presentimiento, apenas perceptible, como el que se podría experimentar al ver un templo cerrado o islas lejanas rodeadas de palmeras. Y Marta continuó:
—Pero de aquí allá, y para eso falta mucho todavía, debo llevar sola el peso que me oprime. Te agradezco mucho, hermanita, tu buena voluntad, y te amaré aún más por ello si esto es posible. Ahora, vete, y duerme bien, tenemos mucho que estudiar mañana…
Y dicho esto, me empujó afuera.
Me quedé en el corredor, como una réproba, contemplando la puerta que acababa de cerrarse tan duramente tras de mí. Después apoyé la cabeza en la pared y lloré silenciosa y amargamente. A partir de ese día, Marta redobló su cariño y su bondad hacia mí, pero yo no quería verlo; permanecía impenetrable para ella como ella lo había sido para mí, y en mi alma se arraigó, cada vez más profundamente, el sentimiento penoso de que el mundo no necesitaba de mi amor.
Es evidente que un incidente como éste, por sí solo, no podía tener una influencia decisiva sobre mi carácter. Una niña tan joven como yo lo era entonces, se deja arrastrar con demasiada facilidad por la corriente de impresiones nuevas para que unos minutos de este género puedan producir sobre ella un efecto durable, y el hecho es que no necesité mucho tiempo para olvidar aquella noche. Pero lo que no olvidaba, era la idea de que nadie había en la tierra que estuviera dispuesto a compartir sus penas conmigo y que estaba reducida a mí misma y a mis libros, hasta el día en que se me encontrara bastante madura para participar de la existencia de los vivos.
Y más y más, me sumergía en los tesoros de los poetas, ninguno de los cuales me rechazaba de su más íntimo santuario. Aprendía con Tasso a sentirme miserable y sublime; sabía lo que Manfredo iba a buscar a las heladas cimas de los Alpes; me lamentaba con Tecla de la felicidad terrestre de la cual yo había gozado, de la vida y del amor, que habían concluido para mí. Pero, por sobre todo, Ifigenia era mi heroína y mi ideal.
Con ella llenaba mi joven alma solitaria de toda la poesía que hay en no ser comprendida; pasar por el mundo como ella, como sacerdotisa bienhechora y en un renunciamiento sublime, me parecía la vocación claramente designada para mi existencia. Si para realizarla hubiera podido llevar, yo también, los blancos velos de la virgen griega, cuyos pliegues noblemente dispuestos habrían convenido tan bien a mi cuerpo de niña desarrollada antes de tiempo, mi felicidad habría sido completa.
A juzgar por las apariencias, yo era en aquellos años una criatura intratable e imperiosa, que sin el menor empacho contestaba con impertinencia y que gustaba levantarse de la mesa en plena comida cuando algo me desagradaba.
A pesar de todo eso, o quizá a causa de eso mismo, todos me mimaban, y mi voluntad, si esta palabra tiene un valor aplicable a un niño, tenía fuerza de ley en toda la casa.
A los quince años era tan grande y tan fuerte como ahora, y no faltaba de vez en cuando algún joven campesino galante que me dijera que yo era muy bonita, mucho más bonita que todas las otras, y que Marta en particular.
Eso me chocaba, pues todavía la vanidad no tenía cabida en mí.
En esa época soñé una noche que Marta había muerto. Cuando me desperté, mi almohada estaba inundada de lágrimas; en todo el día no hice más que ir y venir en torno de mi hermana como una criminal: me parecía que tenía sobre la conciencia una falta grave cometida contra ella.
Después de la comida Marta se había recostado por un rato en el canapé, otra vez con su dolor de cabeza. Cuando entré en la habitación en ese momento, y vi sobre el brazo del sofá su rostro, pálido como la cera, con los ojos cerrados, quedé como si me hubiera herido un rayo.
Creí ver en realidad su cadáver ante mis ojos.
Caí de rodillas delante del canapé y le cubrí de besos la boca y la frente. Su rostro se transfiguró, abrió los ojos y me contempló como si viera una visión; pero luego que volvió en sí, sus facciones readquirieron su expresión de gravedad y de tristeza.
—¡Vaya, vaya! ¿Qué tienes, hijita? —dijo—. Estas no son cosas que haces todos los días.